sábado, 25 de junio de 2011

Donde un hombre se tira al mar


El sábado fui a buscarte a tu casa. Tu mamá abrió la puerta y me ofreció naranjada. La acepté porque la naranjada de tu mamá es muy buena. Me senté en el sofá de siempre, en el que murió tu papá, y quise prender la televisión, pero el control remoto no tenía baterías. Así que me puse a platicar con tu mamá. Me dijo que tenía varios días sin dormir, que sueña siempre con tu papá y que hacen el amor muchas veces. Tu mamá me dijo esto sin una expresión concreta en el rostro. Hasta pensé que estaba bromeando. Luego vi sus ojeras y comprendí que estaba siendo sincera conmigo.
Luego bajó tu hermano. Estaba llorando porque no entendía un problema de geometría. Había intentado arrancarse algunos cabellos. Lo sé porque me lo dijo cuando lo saludé. Tu hermano me agrada porque aunque esté vomitando o preparando la cena o haciendo cualquier otra cosa cuando llego a tu casa, siempre me saluda de forma amable. Se desplomó a los pies de tu mamá e imploró por ayuda, pero tu madre le dijo que no entendía nada de economía. Tu hermano, confundido, sollozó que el problema no era económico, sino geométrico, y entonces tu mamá le dijo: ¿ves? Ni siquiera puedo comprender de qué se trata.
Entonces tu hermano se subió a una bicicleta que estaba estacionada afuera, en el jardín, y se fue. Empezaba a llover y me preocupé por él porque no llevaba suéter. Pero tu mamá insistía en contarme lo de sus sueños y me pareció grosero no prestarle atención. Pienso que pronto notó que la escuchaba sólo por compromiso, que mi atención era bastante superficial, así que me preguntó cuál era el motivo de mi visita.
—¿Se encuentra A?
—No lo sé —respondió tu madre—, hace algunos días que no la veo.
Me levanté del sillón y subí las escaleras mientras tu madre se llevaba mi vaso a la cocina. Toqué un segundo las paredes grises de tu casa. Estaban frías y parecían repelerme. Como si algo en tu casa no se sintiera cómodo con mi presencia.
Abrí todas las puertas y encontré montones de cajas apiladas. En realidad no tenía que haber abierto todas las puertas, pero lo hice para ver si algo había cambiado. La lluvia había arreciado allá afuera. Escuchaba el rumor del viento y el ruido incesante de las gotas. Esperaba escuchar tu voz en alguna parte, pero encontré a tu perro. Me ladró un par de veces, pero tal vez percibió mis intenciones de no lastimarlo y me dejó acariciarlo un poco.
Se fue la luz mientras bajaba por las escaleras. Tu mamá soltó un grito ahogado y me miró asustada.
—Olvidé que estabas por aquí —me dijo.
Le di las buenas tardes y salí corriendo. La tormenta estaba en todo su esplendor y cuando llegué a casa me bañé con agua fría y repetí tu nombre un par de veces en mi cabeza. Si tu mamá no sabía donde estabas, ¿cómo iba a poder estar tranquilo? Pero pude calmarme a final de cuentas porque vi que estaban pasando en la televisión nuestra película favorita, esa donde un hombre se tira al mar y se ve un grupo de pescados al fondo nadando por ahí.
Y bueno. No dormí mucho. A ratos me parecía escuchar tu nombre. Lo pronunciaba una voz que yo no conocía. Lo más probable era que se tratara de mi propia cabeza jugando a desesperarse a sí misma. Pero eran las dos de la mañana. Me costaba trabajo comprobar cualquier cosa relativa a mi cerebro. ¿Y qué tal que era alguien más? ¿Qué tal que alguien allá afuera sabe que te quiero y se divierte desvelándose y gritándome tu nombre en medio de la noche y de la lluvia? Me tranquilicé leyendo cuentos infantiles. Pensaba en ti como una mujer a la que no le agrada el frío ni el calor y por eso se esconde de su madre y de sí misma. Quizás te quede el título de “princesa”. La princesa que se esconde y corre por ahí y está sola todo el maldito día.
Eran las cuatro de la mañana del domingo y yo seguía sin poder dormir. Pero ya no estaba intranquilo, no. No podía dormir porque, siendo sincero, no encontraba una razón convincente para hacerlo. Estoy seguro de que, de haberme visto, me habrías dicho “caray, duerme y ya, no es para tanto”, pero esto lo pensé orillado por el hecho de que a esas horas de la madrugada ya te había idealizado bastante y no sólo eras una princesa hermosa que corría solitaria por el bosque, sino que además te habían salido alas y eras ya la reina de un pueblo hundido en el mar o de un castillo fantasma que flota en el aire.
Vi el amanecer y luego me quedé dormido hasta casi las tres. Estaba lloviendo cuando desperté. Calenté cualquier cosa en el microondas. Prendí el televisor (la sala estaba bastante oscura, pero de repente la iluminaban los relámpagos) y me topé con un partido de tenis. Imagínatelo: una cancha de brillante pasto verde, dos chicas vestidas de blanco sudando hasta por los ojos, un público educado y unos narradores mesurados, cuyas voces iban y venían como la pelota. Pum, pas, pum, pas, un comentario con voz adormilada, y de nuevo la pelota. Los comerciales rompían con el ritmo de las cosas, pero por fortuna duraban muy poco. Me fundí completamente con el tenis. Con sus sonidos y también con sus formas y figuras.
Cuando la lluvia cesó, salí a caminar un rato. Seguía escuchando tu nombre en mi cabeza, pero ahora me lo repetía por voluntad propia. La primera vez que escuché tu nombre saliendo de tus labios tuve que preguntarme a mí mismo qué eras y por qué no estabas conmigo y  por qué habías tardado tanto tiempo en llegar a mi vida. “Tanto tiempo” suena a que ya tengo muchos años, cuando no es así. Pero he vivido muchos años en uno solo, y otros parecen no haber durado ni un minuto.
Las nubes se habían tornado rojizas. Por lo tanto, todo lo que estaba debajo de ellas lucía un tono similar. O sea que las casas se veían entre naranjas y amarillentas, y el cielo… no sé si lo viste ese día. El cielo de la tarde del domingo. La gente estaba en el interior de sus casas, y a mí me parecía un desperdicio, a pesar de que yo mismo paso demasiado tiempo adentro de mi casa. Caminé y me entretuve viendo las mismas cosas de siempre pero con otro tono. Algunas gotas de agua de lluvia por aquí y por allá.
Ya desde ese momento empezaba a tener miedo de no volver a verte por un tiempo, a lo mejor un par de días. Temía que hubieras desaparecido. Ya ves que ahora todo el mundo desaparece hoy en día aunque podamos ver los cuerpos caminando por la calle. Las paredes húmedas de la calle estaban repletas de pequeños caracoles. Había dejado de idealizarte. En ese momento ya no te veía como princesa y pensaba que no era necesario tanto escapismo. Te confieso que llegué a verlo como una necedad de tu parte. Aunque me di cuenta: bueno, todos somos necios y estúpidos. No he conocido a nadie verdaderamente inteligente en todos estos años. Puede que tú seas la única a la que le quede el título. Pero te escondes siempre, ¿eso es genialidad o es payasada?
Y ahí, dando la vuelta cerca de un árbol repleto de flores, escuché que alguien hablaba de ti. Era un hombre común, ni joven ni viejo, ni feo ni atractivo. Decía que te había visto caminando a lo lejos, subiendo una colina. Hablaba de ti como “la chica que se esconde y que siempre está sola como una cabra perdida.” Se lo decía a su hijo, quien jugaba con un carrito de múltiples colores e ignoraba todo lo demás.
La tarde se me descompuso toda. Te le apareces a la gente que no te comprende, y yo, que hago un esfuerzo, tengo que vivir mi vida entera buscándote y cruzando todo el tiempo los dedos para que algún ser sobrenatural se apiade de mí y me ponga frente a ti.
Me metí a la casa antes de que comenzara a llover otra vez. Revisé el identificador de llamadas y me encontré con cinco llamadas perdidas con el número de tu casa. Llamé al instante y me contestó tu madre. Tardó dos minutos en reconocer mi voz, y cuando lo hizo me dijo que no estabas. No pudo recordar por qué me había llamado. Colgué el teléfono y el tenis no había terminado aún. Aunque ya era otro partido. Dos tipos daban todo de sí. Fui por un vaso de jugo a la cocina y de pronto la noche se apoderó de todas las cosas. A ratos pensaba en princesas escapistas, en reinas de mundos donde todo se mueve, civilizaciones nómadas cuya emperatriz es una mujer solitaria y nunca vista, pero respetada siempre y honrada a cada segundo.
Después se fue la luz y me acurruqué en el sofá, rogando a todos los santos que me protegieran de los inacabables males de la oscuridad. Algo en mi conciencia rebotó. Algo que no se estuvo quieto ni cuando me quedé dormido. Estuviste en mis sueños, cerca, entre mis brazos, lánguida, sonriente, suave. Nos coronaba un montón de nubes de lluvia. Y yo fui tu rey y gobernábamos un montón de estatuas de arcilla.  
La próxima vez que te vea, te daré este texto y ya no tendrá sentido alguno. Pero así, dejándote ver muy pocas veces y sin un ritmo determinado, todo perderá sentido muy pronto y me habré enamorado de una sombra o de un nombre repetido muchas veces al interior de mi cabeza. Habrá lluvia y atardeceres, y tú seguirás sola por siempre. Los verás por tu cuenta, y mientras yo pensaré en que valdría la pena haberlo visto todo juntos. Hasta me darán ganas de quitarme los ojos.

1 comentario:

Léa LilÖpve dijo...

Que bonito Román :)
¿Es genialidad o payasada?
Te estimo.