martes, 30 de marzo de 2010

Los huesos


(Un dia de estos (Demo) - Los Zombies de Chernobyl*)

Se subió a la azotea a ver a la gente que estaba esperando en esa incómoda recepción del hospital regional. Todo en esa acera parecía estar mal colocado, desde las cabinas de los teléfonos públicos hasta la misma gente. Tenían los dedos entrelazados y la espera en el rostro, muecas sin fin, muecas elásticas. El muchacho se recargó en la barda y el humo de los camiones que se escurrían por la estrecha calle escalaba los vellos de su nariz. El cielo carecía de nubes y en el aire estaba la sensación de que, vista desde una azotea, la ciudad adquiere otros matices. No se ven con tanta claridad las imponentes iglesias, sino más bien los tendederos (con las tendedoras), los edificios lúgubres como reclusorios que no se aprecian desde la acera, terrenos baldíos perfectamente encuadrados y escondidos entre paredes y ventanas, casi secretos. Al muchacho le gustaban todas estas cosas, y quizás más el atardecer que daba calor, un poquito de calor. Suenan voces desde los teléfonos públicos y una ambulancia. Se escucha la voz del joven contando números y fechas, haciendo cuentas y cálculos del tiempo transcurrido. Pateando piedras, también.

-¿Te gustan las horas muertas?
-Sí -dijo el muchacho-, ojala hubiera muchas de ésas.
-¿Qué de bueno tienen?
-Mucho, sólo eso.

Tomó la cámara y capturó las azoteas colindantes. Sintió un cosquilleo cuando vio a las mujeres y pensó en guardarlas, pero no lo hizo porque conoce a su conciencia y sabe que después ella le reclamaría. Las mujeres tendedoras se metieron a sus casas y dejaron ropas húmedas colgando en lazos de plástico tambaleantes. Una brisa juguetona parecía bajar del cielo, que se preparaba para un atardecer como cualquier otro. Caminó lentamente por la azotea, manipulado por la quietud y la pausa, y sintió secos los labios y endurecida la piel. Ni cómo tomarse un vaso de nada. Había que bajar por la caracoleada escalera y no, costó trabajo subir. Algunos pájaros hacen alboroto en los cables que cuelgan de los postes. Empiezan a molestarle un poco los brazos recargados sobre la barda de la azotea y su cabello se alborota por el aire. La sed se agranda.

-¿No deberías estar trabajando ahorita?
-Debería estar haciendo muchísimas cosas- respondió el muchacho.
-No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo.
-No es algo que deba entenderse.

Un cerro colonizado parecía estar succionando al sol. Cuando niño, el joven pensaba que había alguien detrás del monte que jalaba al sol con un resistente hilo invisible. Las casas de ese cerro se fueron oscureciendo y se volvieron una sombra uniforme. Buscó entre todas las superficies insospechadas de las casas vecinas algún pretexto para quedarse en la azotea, pero no halló nada. Del sol ya sólo quedaban unos cuantos rayos cobrizos, y la noche iba posándose delicadamente con un soplo de frío. El muchacho se dio cuenta de que le hacía falta un suéter. Tal vez era eso lo único que necesitaba, la única excusa. Miró por última vez aquel entretenido mundo de ventanas entreabiertas. Miró las casas lujosas que pasan desapercibidas por sus fachadas, que se caen a pedazos con cada soplo agudo del viento. Se quedó extrañamente perdido en la contemplación de los desaliñados corrales y los ruidos que brotaban de los patios. Unas últimas fotos de aquellos extraños edificios y entonces la incómoda escalera de caracol.

-¿Crees poder aguantar hasta el final?
-Sí- dijo el muchacho, con una sonrisa de calma-, hay ratos difíciles pero se van rápidamente.
-¿Y si son frecuentes?
-Pues entonces me escondo y ya.

Tropieza en el último escalón. La cámara cae primero y se convierte en mil pedazos de chatarra, las fotografías son ahora plástico quebrado. Entonces cae él. Tarda unos cuantos segundos en llegar a destino. Es un sonido sordo el los huesos chocando con la tierra, el polvo elevándose después del rasguño estrepitoso. Fue a dar a una vieja pensión de automóviles, pero no hay nadie que los esté cuidando. Parece, además, que nadie lo ha hecho en mucho tiempo, porque están repletos de polvo y los vidrios están quebrados. El muchacho se duele, le lastiman las piernas y por los brazos corren difusas líneas de sangre y arena. Camina hasta la entrada, un portón negro impresionante, y se da cuenta de que está clausurada. No hay forma de poder escapar. No hay forma visible. Algunos en la fiesta se percataron de que el muchacho faltaba y corrieron a ver qué había pasado. Al ver los restos de la nube de polvo flotando en el aire sobre la pensión, bajaron la mirada y vieron al joven sentado junto a las ruinas de un automóvil. ¡Vamos a tratar de sacarte de ahí! El muchacho escondió la cabeza entre las piernas. ¿Estás bien? ¿Te lastimaste? Animales que recorren la maleza reptando o dando pequeños brincos. Algunos rugen, se acercan olfateando. ¡Acércate para ver cómo estás! Huesos en un oscuro rincón. Huesos que dejó el olvido.

-¿Por qué no tomaste a las tendedoras con la cámara?- preguntó ella.
-Por que ya sabía que no me dejarías en paz.






*Esta es una versión preliminar de la canción. Visita el Myspace de Los Zombies de Chernobyl dando click aquí. Gracias por el demo, Chorls.

sábado, 20 de marzo de 2010

Polvo del cielo


Cielo percudido,
No me desampares.
Déjame encontrar
Un millón de soledades.
Si en una de esas almas
Tengo suerte y soy querido,
Voy a celebrar
Hasta el último suspiro.

Cielo percudido,
Yo sé que te terminas,
Que la vida en este mundo
Te ha dejado marginado.
No pienso disculparme
Ni espero perdonarte,
Sólo quiero me dejes
Ser tu protegido.

Cielo percudido,
¿Hasta dónde llegaré?
Los caminos tomados
Han herido mi pie.
Dime, sé sincero,
Si hay futuro en el futuro.
Dime, si me quieres,
Cuánto dura el ayer.

Cielo percudido,
No he dejado de adorarte,
No he dejado de sentir
Lo que a otros causa risa.
Si prefieres, dame tiempo.
Si prefieres, situaciones,
Pero nunca te alejes
De esta mi mano de oraciones.

sábado, 13 de marzo de 2010

El mundo es más feo que su casa


Los ojos de E. eran como pequeños planetas llenos de nostalgia, un bello clavado a la nada intrigante, al misterio, a la aventura queda y meditabunda. E. misma era quizás el más grande de todos los cuestionamientos. Ella miraba desde su ventana el atardecer, con toda su longitud y sus espacios vacíos. En la casa de E. había un largo pasillo verde con cuadros y fotografías. Una ventana negra hacia la calle, desde donde E. veía lo que le interesaba del resto del mundo. Ella pensaba en las sombras de los transeúntes y creía que había algo mágico en ellas, algo que no podía comprarse ni prostituirse, un principio de pureza y calma. Pensaba en el alboroto de los pájaros y sus masas de alas y el sonido sordo del vuelo. De niña, aquel sonido le daba miedo y más miedo le causaba la escena del cielo oscureciéndose y las aves en grandes nubes ondulantes y frenéticas. Ella lloraba, entonces y justo ahora, por la salud de las sombras y los bailes de los pájaros.

Aburrida de contarse siempre las mismas cosas, E. cruzó el pasillo verduzco una mañana, bajó las escaleras, abrió la puerta de la casa y salió del universo legítimo para entrar al de la incertidumbre. “Muchas miradas”, pensó, “muchas miradas y suspiros perdidos”. Se preguntó a donde iban todos esos resoplidos y luego ella liberó uno y se sintió bien. El aire que sale así del cuerpo siempre lleva algo arrastrando, una tristeza o una idea abortada que no pudo llegar a palabras. Estaba el sol con esa potencia que mete a las personas dentro de sus casas, como lagartijas debajo de las piedras. En las tiendas, la gente se cubría de los rayos del sol como de las gotas de lluvia. E. deja que todo le caiga encima. Está buscando algo que no sabe qué es. Lo busca entre las sombras que permanecen frías y entre las frases de la gente que va. Pero aún así, no sabe qué está buscando. Caminó por la calle y vio letargo, sintió el calor y unas gotitas aparecían en su piel. Pensó que había sido suficiente. Cruzó esquinas, caminó presurosa y de repente sintió un hormigueo en la espalda. La sensación la llevó a taparse la cintura con la blusa. Alguien, sin duda, estaba mirándola fijamente, quizás apuntando las pupilas desde la oscura cabellera de E. hasta sus talones. Ella se sonrió, pero pensó que quizás esa mirada no era lo que estaba buscando. Los ojos dejaron de sentirse.

E. entró de nuevo a su casa, al mundo conocido y suave donde se desliza como fantasma sobre una alfombra de silencio. Entra a su recámara, cierra la puerta y deja al resto de la población afuera, con sus cosas, con sus vidas que regresan o van. E. abre la ventana de cuando en cuando porque quiere ver, precisamente, esas vidas. Ella sabe que hay unos ojos que la observan y ahora siente curiosidad de saber de quién se trata. Pero entonces se detiene y piensa, ¿Para qué? Sigue con el recuerdo de las pupilas que la observaron como hormiguitas que van de la nuca hasta la cintura y luego forman dos hileras, una para cada pierna. Entonces E. come, la tarde se deja caer con su pesadez y ella podría tirarse en el sofá y pensar la eternidad, pero tiene que salir. E. va al trabajo y de pronto el trabajo se apodera de ella. Deja de existir, se funde con el entorno, se empapa de lo que la rodea. Como quitarse el disfraz de humano y ponerse el de esponja. Come, sale y camina y va y viene y regresa y se duerme. En ocasiones siente que la vida se le escapa y a momentos cree que es ella la que está huyendo de algo. A lo mejor de los ojos que la examinan frente al parque, los ojos que le atraviesan la piel y le dan cosquillas. Regresa de noche a casa y prende unos focos que iluminan poco. Se escuda del resto del universo con la cerradura de su cuarto y borra todo lo demás. Se asoma por su balcón y ve la noche. Suspira y se duerme.

En el sueño, E. se encontró en un callejón de vívidos colores. Tonos fucsia, verde fosforescente y naranja letrero, mezclados, juguetones, plasmados en las puertas y ventanas de las casas de aquella larga vecindad. Al fondo, una sombra estaba de pie y parecía mirar a E. Ella sintió el mismo hormigueo que la atacó en la calle, y entonces quiso hablar pero no pudo. El entorno se derritió y ella se fundió con él. La sombra habló, con voz grave, de sus intenciones de espiarla para siempre. E. quiso hacer cualquier cosa pero no pudo. Preguntas se atropellaron en su garganta y no le fue posible sacar ni una. Los colores quedaron fundidos en el piso y desaparecieron. Todo se puso blanco y negro. E. despertó con el corazón palpitante y una náusea. Salió al pasillo verde y buscó con frenesí entre las sombras que habitan la calle de madrugada. Aún así, buscar sombras es algo trivial. Sus ojos marrones se llenaron de tibias lágrimas. Sollozó. Al día siguiente no quiso salir de casa ni siquiera porque tenía que ir al trabajo. Al diablo el trabajo, no quería más aquella sensación de la mirada sobre su cuerpo y lo mejor era no exponerse. Su madre la cuestionó durante el desayuno, sí, pero E. respondió con un gesto que cortó cualquier diálogo adjunto. E. no salió de casa ese día. Salió al patio un rato para despabilarse, tocar la corteza del árbol que se erguía solitario en medio de las blancas paredes, y dejar allí la memoria de la mirada punzante. De un lado tenía la casa verde, del otro la pared de la casa de atrás, y todo lo demás era cielo, atardecer. Se sentó junto al árbol y soltó un suspiro. Empezaba a encarrerar sus ideas cuando la atacaron las pupilas. Se sintió frágil, observada. Miró a todas partes tratando de encontrar el origen de aquel espasmo pero no encontró nada. Se metió a la casa, cerró el patio con seguro y subió corriendo las escaleras. Recargada sobre la puerta cerrada de su habitación, juró no salir de ahí al día siguiente.

La despertó su madre, tocando frenéticamente la puerta y avisando que saldría. E. hizo una mueca al saber que se quedaría sola. Sintió hambre pero también recorrió su garganta el juramento y se sentó al pie de la cama. Puso los ojos en su librero, buscando algo para releer y luego se le ocurrió la cama y otros cinco minutitos. Se puso de pie para alcanzar un libro de pasta negra y entonces ocurrió. El escalofrío corriendo por sus huesos, otra vez las hormigas haciendo de las suyas pero ahora más fuertes. Ahora picando, mordiendo la piel. E. corrió despavorida a su ropero, se metió en él y como pudo cerró la puerta. La oscuridad se comió su temblor y su respiración entrecortada, las pupilas se fundieron con el negro y su cabello rozó sus vestidos y sus ropas. Se puso cómoda entre el pánico y los vestigios de la mirada que aún la hacían temblar. Entonces una mano le rozó una pierna y una voz grave dio los buenos días. Cerró los ojos. De nada le iba a servir dejarlos abiertos.

viernes, 5 de marzo de 2010

Hasta luego


(Bésame mucho - Athanor)

Para alguien.

Hablábamos del terremoto que hubo en Chile y de todos los muertos. Nos lamentamos. Recargó su hombro en mi pecho mientras yo veía el reloj. Maldito reflejo de ver siempre el reloj. Ella no quiso verlo aunque bien sabía qué hora era y cuánto faltaba para el instante incómodo. Yo la abracé. Se había convertido en un ejercicio mental de no querer pensar absolutamente nada. Por eso usamos las noticias como excusa para platicar.

Cielo rosáceo. Una voz anuncia salidas hacia todas partes. La gente camina y arrastra pesados bultos y niños confundidos. Vendían revistas en la tienda y una señora con bolsitas de cacahuates y pepitas nos miraba con un gesto maternal. Pude haber mirado con cien mil gestos distintos a la mujer que tenía entre los brazos, pero me quedé con la expresión de siempre, la de preocupación y miedo, la de calma fingida y soledad. Ella miraba a un vacío en el suelo, vacío que busqué en vano porque el reloj me agobiaba con sus números rojos que iban hacia adelante sin detenerse.

Hablamos del futbol, cosa que jamás en la vida que vivimos juntos habíamos hecho. Goles, jugadores, seleccionados. Hubiera preferido cualquier otro tema, porque ése me supo amargo, pero me tragué suspiro a suspiro mi doloroso orgullo. Los camiones salían uno por uno a distintas latitudes. En la garganta se acumulaban docenas de frases que no salieron por capricho. Pensé en la mejor forma de ver el reloj y decir “es hora”. Pensé en alguna técnica para evitar soltar las lágrimas más torpes de mi vida. Pero antes tuve que concentrarme en pensar y ya no pude hacer nada más.

Dieron las siete. Pájaros indiscretos en los árboles junto a la central de camiones. Nos pusimos de pie y nos dimos un abrazo. Un abrazo con la intensidad de mil. El camión había estado ahí por quince minutos pero ella prefirió quedarse y conversar conmigo sobre cualquier trivialidad. Desee que dijera que se quedaría por siempre, que no había necesidad de partir. Pero los deseos son caprichos, y los caprichos duran y duelen mucho. Nunca supe cómo manejar mis deseos con ella, y para demostrárselo, le dí un beso. Quise que mis labios lo dijeran todo, que se volvieran saliva mis anhelos. Espero que así haya sido. Espero que no haya pasado la mano por sus labios al subir al camión. Gotitas bajaban por sus mejillas. Gotitas de sal o azúcar, dulce despedida.

Me quedé de pie, viendo cómo el camión se echaba en reversa. Los vidrios reflejaban la luz naranja del sol tímido del atardecer. Ella me miró una y otra vez y yo agité mi mano y me maldije por verme tan común y corriente. Hubiera podido darle cien poemas, una flor o una novela entera, pero sólo le dí un beso y una mano agitándose. Ahí fue cuando lloré. Todo el humo del camión, los cigarros exhalados y el olor a cacahuates y revistas viejas se coló en mis lágrimas. Me fui caminando. Me fui de ahí para siempre. Acá, entre dientes, murmuré muchas cosas. Hasta luego, principio de mi vida. Hasta luego, amor de todos los días. Hasta luego, canción de media noche y lujo de verano. Te amaré mientras sepa cómo.