miércoles, 26 de octubre de 2011

Poeta


Mi abuelo me decía que yo jamás llegaría a ser poeta. Siempre que llegaba a mostrarle mis versos infantiles escritos en papeles arrugados, los tomaba y los echaba a la basura. Riendo, me decía que mejor me dedicara a criar perros.
A pesar de mi abuelo, yo crecí queriendo ser poeta, y por eso me inscribí a la facultad de economía. Ahí aprendí sobre lo terrible que es la devaluación y el monopolio, y cuando estudiaba para mis exámenes, escribía hojas y hojas de poemas llenos de inspiración.
Luego me expulsaron de la facultad de economía. Tenía veinte años. En cuanto regresé a mi ciudad natal, mi abuelo me recibió con un fuerte abrazo y me dijo:
—Vamos poniendo un criadero de perros en el rancho.
Y a mí me pareció buena idea. Después de una temporada en el criadero, podría inscribirme a Psicología en la universidad local y hacer de mí un hombre de provecho. Y, al mismo tiempo, seguir escribiendo mi poesía.
Así pasé unos meses cuidando perros en el rancho. Los días eran soleados y hacía mucho viento, y eso hacía felices a los perros. Empezamos a venderlos muy caros. Y con todo y su increíble precio, los vendíamos a todos.
Por las noches, escribía poemas acerca de lo triste que es ver partir a un cachorrito en brazos de una desconocida. Sin embargo, mi abuelo seguía diciéndome que yo jamás llegaría a poeta. En una de esas ocasiones, mi papá me defendió:
—Oye, déjalo que se haga poeta si quiere. A ti te gustaba mi poesía.
Mi abuelo se carcajeó y se metió a su oficina. Papá lo tomó como una victoria y bebimos cerveza para celebrar.
Esa misma tarde llegó mi hermano mayor al rancho. Vimos una estela de tierra levantarse sobre el horizonte. Mi hermano venía acompañado de su mujer. Se bajaron del coche y los recibimos con un abrazo.
Mi mamá recalentó la comida y platicamos muy animados antes, durante y después de comer. En plena sobremesa, nos enteramos de que mi cuñada estaba embarazada. A todos nos dio muchísimo gusto.
Aprovechando que el ambiente era agradable, mi abuelo le preguntó a secas a mi hermano el motivo de su visita.
—Es que me quedé sin trabajo —dijo mi hermano.
Después siguió un silencio incómodo, que luego rompería mi abuelo con una estruendosa risotada. Se metió a su oficina y se puso a ver la televisión.
Mi hermano aceptó hacerse cargo de los perros mientras encontraba un trabajo de verdad. Yo me regresé del rancho a la ciudad para empezar la carrera de Psicología, que estaba llena de materias interesantes e inspiradoras. Leí a Freud y me pareció fabuloso. Los debates con mis compañeros de clase eran apasionados y todo ese mundo de análisis y pruebas psicométricas me fascinó. Por las noches escribía poemas hasta en las paredes y llenaba los cuadernos de mis compañeros con versos y estrofas sueltas durante las clases.
Entonces me expulsaron de la facultad de psicología. Esa ocasión mi abuelo me recibió en el rancho con un semblante serio y me dijo:
—A mí se me hace que lo tuyo es la poesía, hijo.
Decidí que, mientras buscaba mi carrera ideal, me quedaría en el rancho a criar perros. El negocio era todo un éxito. Mi hermano no se veía muy contento. Le habían crecido la barba y las ojeras. Se pasaba el día cargando cachorritos y dándoles leche con un biberón. Mi cuñada entonaba canciones de cuna. Su vientre se abultaba lentamente.
Una mañana lluviosa, mi hermano y yo salimos a caminar a un cerro que queda cerca del rancho. Íbamos platicando de futbol y de nuestros juegos de la infancia. Nos resbalamos y caímos al lodo un par de veces, lo que nos dio mucha risa.
—Cuando tenías unos seis años decías que querías ser ingeniero, porque te gustaba mucho apretar a lo loco los botones de mi calculadora científica —me dijo mi hermano.
Me puse a pensar seriamente en su comentario y recordé que, sin duda, los números tenían un carácter muy poético. Buscaría alguna buena facultad de ingeniería y me inscribiría en ella en cuanto me fuera posible.
Llegamos al cerro y empezamos a subir. Teníamos que pasar por caminos llenos de vegetación, y yo tenía miedo de las serpientes, como la que había matado a la abuela cuando yo era apenas un bebé. Le comenté a mi hermano sobre mis miedos y se rió. Me dijo que no tuviera miedo. Me encogí de hombros.
Mi hermano me platicaba sus planes a futuro. Según me dijo, acababa de encontrar una plaza interesante en una empresa que producía bolsas de papel. Sonaba muy emocionado. La lluvia se iba poco a poco. Me dijo que mi cuñada y él ya habían escogido el nombre del bebé. Caminábamos en medio de un matorral muy denso y las espinas nos rasgaban la piel. Le pregunté cómo se llamaría el bebé y ya no me contestó. Le grité una y otra vez pero no dijo nada.
Ya no estaba ahí.
Lo busqué por todo el camino que habíamos recorrido y no lo encontré. Me senté debajo de un árbol y rompí a llorar.
Regresé al rancho con la ropa manchada de sangre por los rasguños de las espinas y, parado en medio del patio, grité:
—¡Mi hermano se perdió en el cerro!
Mi cuñada salió de la cocina y se desmayó en los brazos de mi madre, que iba detrás de ella. Mi papá, mi abuelo y yo buscamos a mi hermano por una semana, pero al séptimo día nos regresamos desilusionados y lo dimos por desaparecido.
Esa noche estaba tan triste por mi hermano perdido que le escribí un libro completo de poemas. Tiempo después, una vez que me recibí como diseñador gráfico, tuve la oportunidad de publicar dicho libro y ser, finalmente, un poeta de verdad.

martes, 11 de octubre de 2011

Un último as bajo la manga



Abrí los ojos. Limpié la saliva derramada sobre mi montón de fotocopias. Suspiro.
Recojo mis cosas y salgo de la mesa de estudio. Me lastima el brillo de las largas lámparas colgantes. Soy el único ser que deambula por los pasillos de la biblioteca. Escucho el resonar de mis pasos entre los libros polvorientos.
Somnoliento aún, miré el reloj y vi que ya era tarde para llegar temprano a la última clase del día. Empujé la puerta de vidrio y caminé al aula.
No paré de repetirme: es demasiado tarde, es muy tarde para todo.
La universidad parece abandonada. Hay pocos autos estacionados, la mayoría llenos de basura y cagadas de pájaro.
Los intendentes cierran la entrada principal y una chica les grita que todavía no ha anochecido lo suficiente, pero ellos la han ignorado antes y esta vez no es distinto. Me encontré a un guitarrista mientras subía por las escaleras.
No me miró; trataba de hallar el acorde ideal para empezar. Lo hizo. Luego cantó. Llorando de dolor /rezo por tu alma, María. /Quién diría que tu sonrisa dolería.
Caminé hacia mi salón y noté, a lo lejos, los edificios más altos de la ciudad y sus luces cuadriculadas. Entré.
Me senté en la esquina más recóndita sin mirar a nadie a los ojos. Mi primera intención fue escuchar al profesor a toda costa. Un rápido examen del entorno me mostró que todos estaban atentos. Me incomodé.
Pero el profesor no había comenzado su clase; tomaba lista y yo había llegado justo a tiempo. Dije: presente. Terminó de tomar asistencia y perdió la atención de la mayor parte del grupo. Algunos sacaron sus teléfonos, sus computadoras, libros, tareas de otros cursos y coloridas revistas.
Un sujeto a mi izquierda extrajo comida del interior de una enorme bolsa negra y comenzó a venderla. Pronto se formó una pequeña fila y se puso a atender a los clientes.
La chica que está frente a mí habla por teléfono con una amiga suya, que se encuentra al otro extremo del salón. Hay gente que se besa, gente que escucha música, gente que la compone.
Suena la voz del profesor. Se disuelve entre todo. Está anotando unos garabatos incomprensibles en la superficie del pizarrón.
Bostezo. Cerca de donde estoy, un grupo de alumnos ha entablado una discusión. Refutan todo lo que el profesor dice. Lo tachan de imbécil, incompetente. Se sonríen. Comparten una botella de algo.
Eso me hizo recordar la botella de agua que compré antes de entrar a la biblioteca. Encontré en la tienda a uno de mis maestros. El señor tiene un doctorado en una disciplina muy innovadora. La mayor parte del tiempo se la pasa fumando y observando las figuras que forman las aves al volar bajo el cielo de la tarde. Le dije hola.
Sonrió y me dio una palmada en el hombro. Me deseó de todo corazón que nunca terminara un doctorado. Y se fue, arrojando al suelo lo que quedaba de su cigarro.
Busqué la botella en mi mochila. La encontré vacía. ¿Qué podía yo hacer?
Tomé mis cosas y fui a sentarme a uno de los asientos delanteros. La gente ahí parecía atenta.
Hay unos cuantos vasos de café, hojas regadas por el suelo, lápices. Mis compañeros realmente participaban, acumulando cantidades exorbitantes de puntos extras. Quise aportar algo.
Me acerco a uno de mis colegas. Le pregunto sobre lo que está hablando el maestro. Me observa, con una mezcla de asco y pena. No me dice nada, a pesar de que se lo pido de favor un par de veces.
Regreso a mi lugar, resignado. Saco mi cuaderno y anoto conceptos desarticulados que logro escucharle a mi maestro. Él no es capaz de detenerse. Sigue y sigue adelante, siempre al frente, todo un progresista. Pregunta si hay dudas.
En mi entorno inmediato hay sorbos a los vasos de café y cabezas que dicen “no”. Entendí que no tenía sentido ver la hora. Era muy tarde para todo.
A veces se apagaban las luces y algunos de mis compañeros salían al pasillo a gritar que todavía había grupos en clases. La luz volvía después de un par de minutos. Mientras esto pasaba, pude ver que mis colegas, los aplicados, limpiaban sus lentes con las mangas de sus camisas y realizaban, a ciegas, infinidad de correcciones en sus notas.
El profesor, por su parte, sacaba yogures y barras de granola. Clavaba su mirada en el vasito de plástico y se esmeraba en dejar limpia la cuchara. Pude ver todos estos detalles porque el cielo morado brillaba más que de costumbre, como si ya no necesitara de las estrellas.
Una polilla entró por las ventilas y, herida, revoloteó por todo el suelo, entre los pies del profesor, quien jamás la notó. Pasé una buena parte de la clase observando los movimientos del insecto, como si tratara de darme un mensaje.
Creo que pude descifrarlo. La polilla me dijo que ya era muy tarde, demasiado tarde para cualquier cosa.
La luz seguía yéndose a intervalos regulares, hasta que al profesor dejó de importarle una mierda y decidió seguir su monólogo a oscuras. Me puse a escuchar a su verborrea. Decía que Marx tenía una extraña fijación sexual por Adam Smith, y no dudó en tacharla de parafilia.
“¿Una Smithfilia?”, preguntó uno de los listos de la clase. El profesor dijo que sí. Vi su sonrisa amarillenta entre las sombras. “¿Dónde podemos leer más sobre eso?”, preguntó otra alumna, rascándose una espinilla.
El profesor dictó una serie de fuentes bibliográficas que los aplicados escribieron con avidez. Pero el resto del grupo permanecía ajeno a lo que pasaba al frente. La polilla continuaba con su danza herida.
La luz se interrumpió tantas veces que el profesor se resignó: se llevó una mano a la frente con un ademán lento, triste. Murmuró: es demasiado tarde ahora. Anotó la tarea para la semana entrante y todos en la clase mostraron un poco de interés por unos momentos.
Copiaron con prisa los jeroglíficos del profesor. En la oscuridad, veo algunos rímeles corridos, unas cuantas cabelleras en desorden, risas, humo. Los compañeros que discutían han levantado la sesión.
Los aplicados recogen sus cosas en un parpadeo y salen al pasillo. Corro detrás de ellos para hacerles unas preguntas sobre la tarea. No me había detenido a leerla después de haberla escrito.
Los alcancé. Me miraron de reojo. Repito mi pregunta una y otra vez pero nadie me responde. Uno de ellos dice: ¿por qué nos detuvimos? Siguen caminando. Bajan por las escaleras. Desaparecen.
Recargado en la pared, me llevé las manos a la cabeza y luego las escondí en mis bolsillos. Sentí una corriente de aire frío que me hizo estremecer.
El resto del grupo me alcanzó en el pasillo y habrían pasado por encima de mí de no ser porque me mantuve aferrado con fuerza a los ladrillos del muro. Mis compañeros gritaban que no era demasiado tarde, que era muy temprano para cualquier cosa. Aúllan, caen al suelo, se levantan.
Y yo ahí, pensando que no quedaba tiempo para nada.
De pronto siento que alguien me toma del brazo. Es una chica. La había visto solamente un par de veces en la vida. Se me acerca al oído y me pregunta: ¿qué se necesita para llamar tu atención?
No supe qué responder, me reí y miré mis zapatos a falta de algo mejor qué hacer. Ella rió también a la vez que cerraba los ojos. Hizo otra pregunta: ¿qué me hace falta para estar contigo?
¿Y yo qué podía decirle?
Abrió los ojos de nuevo y se fue. Soltó mis dedos lentamente.
Caí en la cuenta de que pude haber dicho “no sé, no tengo idea”. Pero era muy tarde ya, demasiado tarde.
Mis compañeros bajan y rompen las cadenas de la entrada principal. Ya no hay intendentes, nadie puede reclamarles nada. Todo sigue estando oscuro. Me doy cuenta que, a lo lejos, la luz eléctrica llega y se va de forma intermitente.
Como si tratara de dar un mensaje.
Mi profesor es el último en salir. Lo saludo. Sonríe amable y me dice que es una sorpresa verme por ahí. Ignorando esto, le pregunto sobre la tarea. Me dice que haga mi mejor esfuerzo.
Le digo que ni siquiera pude entender lo que escribió y que copié en mi cuaderno.
“No importa”, me dijo, antes de irse corriendo por el pasillo.
Bajo por las escaleras. El guitarrista se ha ido. Tropiezo un par de veces sin caer. Llego a las áreas verdes, cerca ya de la entrada principal, pero no quiero salir porque no sé si haya camiones. Y ¿quién caminaría a esas horas de la noche en una ciudad de luces parpadeantes?
Algo a mi izquierda me detuvo. Vi a un grupo de personas preparando una fogata. Traté de no acercarme; un temor que no supe explicar se apoderó de mí. Pero uno de ellos me llamó. Un amigo de la primaria.
“Estamos aquí”, dijo, “porque queremos estar todos para la clase de las siete”. No entendí mucho, no pude esconderlo. “Lo que pasa es que nuestro profesor nos pone falta a todos si el salón no está completo cuando él llega”, explicó mi amigo, “así que hicimos una promesa, y dormiremos aquí para estar a tiempo, juntos, todos juntos”.
Miré sobre su hombro. Sus colegas lucían tensos.
Le di un apretón de manos a mi viejo amigo, pensando seriamente en que de ninguna manera podía ser demasiado tarde para ellos. Pero para mí sí lo era. Caminé a la entrada principal.
Me acerqué con cautela a la parada del autobús. Después de todo, no podía ver las fisuras del suelo y no quería caerme. Hay tres o cuatro personas esperando, no puedo distinguirlas bien. Murmuran. A veces ríen.
Hacía un poco de frío. Me llegaba el olor de la fogata. Extrañé mi cama, mis cosas. Vi el camión a lo lejos y pensé que era mi último as bajo la manga.
Pero entonces el camión pasó de largo. El chofer hizo una señal extraña, como disculpándose. Los pocos pasajeros me miraron sonrientes.
Las luces volvieron a las calles. Me había quedado solo de nuevo; las personas que esperaban el autobús a mi lado se fueron caminando por otra parte.
Decidí irme a pie, con la vaga esperanza de encontrar un taxi por ahí. Ya no se veían las estrellas. ¿Acaso era demasiado tarde? No, era muy tarde hasta para eso.

domingo, 2 de octubre de 2011

Un paseo por Bujará

 A Diana.

El profesor nos entregó los trabajos y nos escoltó a la entrada de su casa. Pudimos ver que en cada montón de papeles había docenas de anotaciones con tinta roja. Notó nuestro desánimo, y fue generoso con las palabras de aliento.
—El trabajo está bien, jóvenes, pero podría estar mejor.
Los rayos del sol nos pegaban en la cara y sudábamos como maratonistas. El jardín de la casa del profesor rebosaba de flores y de polen. Tuvimos tiempo de bromear un par de veces con el maestro, pero de inmediato sentí que no debimos haberlo hecho.
—Nos vemos el miércoles, échenle ganas, ustedes son los mejores del grupo.
El profesor se metió a su casa y Roberto y yo nos encontramos en medio de una colonia que desconocíamos casi por completo. No había forma de escondernos del sol. Tampoco podíamos huir de la humedad. Caminamos tratando de que nuestros pasos nos llevaran por instinto a la avenida.
Roberto estaba fatigado, triste. Nos habíamos desvelado haciendo ese trabajo y la sensación de que todo había sido en vano se dejaba sentir con fuerza en mi cabeza.
Pateamos infinidad de piedras. La colonia estaba como muerta. Por todas partes había charcos de agua estancada y los perros de la calle no interrumpieron su descanso para ladrarnos o correr detrás de nosotros.
Olisqueé mis axilas. Me encontré con un aroma indescriptible.
Después de un rato de andar en silencio hacia ninguna parte, nos dimos cuenta de que habíamos caminado en círculos. Guiándonos por el sonido de los autobuses, llegamos a la avenida sin más contratiempos.
Algo en esa colonia me hacía pensar en el mundo después de un sutil Apocalipsis, como si todas las personas se hubiesen desintegrado durante el transcurso de la noche. Los vacíos jardines de niños, cuyos decorados salones reflejaban la insoportable luz del atardecer; los enormes eucaliptos, las decadentes paredes de las casas más antiguas, los pasos aletargados de Roberto, el movimiento del agua cuando por torpeza pisábamos un charco.  

 Cruzamos la avenida haciendo gala de nuestra experiencia. No volteamos a los lados, como si en el fondo nos importara poco que un tráiler cualquiera arrasara violentamente con nuestra humanidad. Llegamos a la parada del camión. Ahí volví a escuchar la voz de Roberto.
—Tengo tanta pinche flojera —dijo.
Nuestra ropa estaba cubierta por una delgada capa de polvo. Busqué monedas en los bolsillos de mi pantalón. Saqué dos de ellas. Se llenaron del sudor de mis manos.
Roberto contemplaba el asfalto. Yo me puse a ver los coches que pasaban. Me imaginaba las vidas de todas esas personas. Empleados que volvían a casa después de una jornada miserable, madres de familia que recogían a sus hijos del entrenamiento de futbol o del ensayo de ballet, gerentes que fantaseaban con los firmes muslos de sus secretarias, gente aleatoria, única, reemplazable.
El autobús tardó media hora en pasar. Para cuando llegó, el sol se había metido ya y el cielo se pintaba de morado. Con la atención suficiente, se podían ver algunas estrellas, lejanas entre sí, incapaces de formar una sola figura.
Estuve a punto de quedarme dormido en el camión. Me fijé en Roberto un par de veces. Miraba estupefacto una entallada minifalda.
Me bajé en el mercado. Dejé en el autobús a un Roberto medio perdido, ajeno a su entorno y probablemente lejos de sí. Le di una palmada en el hombro y por accidente toqué la frente de un niño que me miró con temor.
Noté, bajo la luz parpadeante del mercado, que mis huellas digitales se habían multiplicado en las hojas de mi trabajo. Huellas negruzcas, húmedas. La gente que estaba ahí se detuvo en mi figura apenas un momento y luego volvieron a sintonizarse a sí mismos.
De todas partes me llegaba el olor a comida. Oleadas de aromáticas carnes, el sonido de múltiples cuchillos cortando sin misericordia montoncitos de bisteces. Apreté con resignación mis últimas monedas. 
Al llegar a casa continué con mi rutina. Rafa no podía entender uno de sus problemas de matemáticas. Como buen hermano mayor, hice el esfuerzo. Pero al final nos miramos y entendimos que nos era imposible progresar. A Rafa no le importó mucho. Siguió tratando de descifrar el problema hasta antes de quedarse dormido.
Minutos antes de meterme a la cama y ponerle fin a un viernes olvidable, sonó mi teléfono. Era Diana.
—Tengo dos noticias, una es increíble y la otra es mala.
Le pedí que primero me diera la increíble.
—El plan está saliendo a la perfección. Centroamérica está a punto de desaparecer.
La escuché emocionada.
Pregunté cuál era la mala. Se contuvo un instante.
—Mi familia quiere llevarme con el psiquiatra.
Entendí la gravedad del problema. Le dije que tenía que hallar la manera de no ir con el psiquiatra.
—Hay toda una conspiración en mi contra, querido —me comentó, con una creciente seriedad.
Decidí desviar la conversación a terrenos más esperanzadores. Me habló sobre su ya asegurado viaje a París y me pidió consejos para elegir una buena cámara fotográfica. Un temblor inusual en su voz, quién sabe si de emoción o de angustia, estuvo presente durante toda la charla. Le deseé una bonita noche. 


El siguiente lunes salimos temprano de clases y Jonás insistió en llevarnos a Roberto, a Fabio y a mí a un puesto de tortas supuestamente insuperables que quedaba a tres cuadras de su casa. Todos estábamos de mejor humor, las clases habían pasado sin pena ni gloria y el calor del mediodía no nos afectaba en lo absoluto.
Nos subimos al Cadillac de Jonás y soportamos su música disco a lo largo de media hora de camino. Bromeamos sobre la homosexualidad de Dios. Fabio, en nombre de la tolerancia, nos hizo firmar un documento apócrifo en el que prometíamos no burlarnos de las preferencias sexuales de cualquier deidad.
Roberto me obligó a sacar mi ejemplar de la metafísica de Aristóteles y a gritar un párrafo al azar. Saqué media cabeza por la ventana y me puse a vociferar: “El ser y el no ser se toman en diversas acepciones. Hay el ser según las diversas formas de las categorías, después el ser en potencia o el ser en acto de las categorías; hay los contrarios de estos seres. Pero el ser propiamente dicho es sobre todo lo verdadero; el no ser, lo falso.”
Un albañil que descansaba de su faena, me gritó “maricón de mierda, chinga tu madre.” Y yo no pude hacer más que destornillarme de la risa.
Fabio se puso a leer las anotaciones que el profesor le había hecho. Me explicó algo que yo no quise escuchar y a todo le dije que sí. 

Las tortas no estaban mal pero tampoco tuve una epifanía al comerlas. Jonás nos invitó a su casa. Sus papás trabajaban casi todo el día en cosas que él no era capaz de explicar. En cuanto entró a su hogar, se quitó los pantalones y nos ofreció una cerveza. La sala de su casa estaba llena de trofeos de béisbol, floreros, cuadros mal pintados y fotografías en sepia de parajes que hoy en día son ocupados por gasolineras.
Abrí mi cerveza, le di un trago y se la di a Fabio, quien la aceptó gustoso. Jonás nos enseñó sus tres cajas llenas de pornografía. Roberto y él discutieron sobre los diversos subgéneros del cine porno mientras Fabio y yo hablábamos sobre la escuela.
La charla se tornó aburrida. Fabio sostenía que los maestros eran unos ineptos. Mediante algunos trucos logré convencerlo de que los equivocados somos nosotros, miembros del alumnado, seres de cabecitas manipulables, volubles como el más voluble de todos los objetos.
Después de un rato salí a caminar al jardín. Mis tres amigos se habían puesto a ver una cinta porno que yo ya conocía de cabo a rabo. Descubrí una fuente entre dos paredes llenas de enredaderas. El esqueleto de una serpiente se hallaba al pie de la fuente, y yo pasé de largo sin caer en la tentación de tocar los huesos.
Sonó mi teléfono. Era Diana.
—¿En dónde estás? —me preguntó.
Le dije que estaba en el jardín de la casa de un amigo, frente a un esqueleto de serpiente.
—Me gustaría que estuvieras aquí, podríamos ver juntos Medianoche en París.
Le pregunté en dónde estaba ella.
—En la escuela —contestó—, pero a mis profesores les importa poco lo que hagamos.
Discutimos sobre la vacuidad de Marilyn Monroe, sobre si era guapa o bonita. No llegamos a una conclusión. Nos despedimos. 

Después de un rato mis amigos me alcanzaron en el jardín. Fabio se había embriagado un poquito y Jonás amenazaba con bajarse los calzones. Nos sentamos en el pasto y nuestro anfitrión nos contó sus aspiraciones en la vida: poseer un Ferrari y un jacuzzi con forma hexagonal. Entre los cuatro preparamos una ensalada decente y comimos en la habitación de Jonás.
Fabio nos narró a detalle la primera vez que fornicó. Entró en una serie de especificaciones desagradables. Luego se asomó por la ventana y vomitó. Vaya estruendo el de su comida regurgitada al caer en el cemento del patio.
Jonás no se molestó; al contrario, se orinó de la risa y yo empecé a sentirme un tanto agobiado. En cuanto dieron las cuatro, Roberto y yo nos despedimos y nos regresamos a pie a nuestras casas. En el camino nos pusimos a charlar sobre el futuro. Me dijo que pensaba irse a Canadá una vez que terminara la universidad. Yo no le hablé de Diana, a pesar de que ella y yo habíamos concertado ya una cita en París, siendo ése el único evento asegurado de mi porvenir.
—En ocasiones —me dijo Roberto, antes de cruzar una calle solitaria—, sueño con que alguien se decida a escribir el libro de mi vida. Quiero saber a qué atenerme, qué cosas hacer y qué cosas no hacer.
Pasamos junto a un acuario y nos detuvimos a examinar a los peces payaso. Un niño se chupaba el dedo de la emoción: su mamá le estaba comprando una tortuga. “La pobre”, pensé, “no va a durar ni una semana.”
Pasaban hileras de ensordecedores vehículos. Roberto trataba, en vano, de contarme un sueño que había tenido hacía tres o más noches: una anciana se degollaba en los baños públicos de la escuela. De fondo, se escuchaba la Obertura 1812 de Chaikovski. Pasó algo más en su sueño pero no pude escucharlo claramente.
En algunos sectores de la calle tuvimos que caminar por el asfalto, pues había grupos de maleantes fabricando bombas caseras y ancianos haciendo reparaciones innecesarias en la acera. El cielo estaba libre de nubes. O casi libre de nubes.
Nos despedimos una vez que llegamos a la calle O. Caminando a lo largo de la misma, me detenía de vez en vez para leer los titulares de los periódicos. Uno decía así: “El presidente Mercado se declara adicto a los juegos de mesa. La Derecha se escandaliza.”
Al llegar a casa, mi mamá y sus amigas bebían café y tejían suéteres. Me invitaron a sentarme y accedí. Al interior de mi cabeza revoloteaban las anotaciones del profesor, moviéndose de un lado a otro, brillando, gritándome, jodiendo mi paz interior.
El martes me dediqué a corregir, por fin, el trabajo. Durante la tarde hice una pausa para ir a orinar. 
El miércoles, a eso de las seis de la mañana, Diana me llamó para contarme sus más recientes inquietudes.
—Quiero ir a Uzbekistán, que nos vayamos a dar un paseo por Bujará.
Hablamos un rato sobre lo difícil que sería trasladarnos de París a Bujará en coche. Pero ella no dejó que su ilusión pereciera. Al final me convenció y le prometí que iríamos a Bujará.
La melancolía me atacó cuando, todavía medio dormido, me asomé por la ventana y vi que no se veía ni una estrella.
Ese día entregamos de nuevo nuestros trabajos. El cielo comenzó a nublarse, y las primeras gotas de lluvia no tardaron en caer. Mientras charlábamos con el profesor, tratando de lucir lo más despreocupados posible, el director pasó a nuestro salón a darnos una noticia inesperada:
—Muchachos, está sucediendo algo terrible en el mundo. Centroamérica acaba de desaparecer.
La mayoría de mis compañeros se alarmó y hubo lágrimas, confusión y risas nerviosas. Salí al pasillo y le marqué rápidamente a Diana.
—Lo logramos, querido, ¡lo logramos al fin!
Y la escuché llorar. 

En el camino de regreso a casa, Jonás prendió el radio para escuchar las noticias. Un periodista narraba con emotividad todos los acontecimientos. Según dijo, Centroamérica se había esfumado así como si nada. Ninguno de mis amigos se atrevió a hacer algún comentario.
En las calles había pocos automóviles. La lluvia arreciaba con lentitud.
Cuando llegué a la casa, Rafa ya me esperaba con su libro de geografía en la mano. Le expliqué que Centroamérica estaba hecha de muchos países como el nuestro, con ciudades, selvas, zoológicos y baños públicos.
—¿Y ya no hay nada de eso? —me preguntó con sorpresa.  
Llovió sin parar en todo el mundo durante una semana. Los ríos se desbordaron, los lagos y presas alcanzaron su máximo nivel histórico, y por todas partes se hablaba de que había comenzado el fin de la humanidad. Pero después dejó de llover y la gente alrededor del planeta detuvo los suicidios masivos.
El día en que por fin salió de nuevo el sol le hablé a Diana.
—Estoy en el aeropuerto, querido. En un rato salgo a París.
Me contó sobre el contenido de sus maletas y sobre su detestable desayuno.
—Me dejaron ir con una condición: que busque un psiquiatra en París. ¡Ja!
Y su risa me erizó la piel. Pude imaginarla, sentada en una fría banca del aeropuerto, vigilando sus maletas, riendo, mostrándole su sonrisa a la masa de extraños que seguramente deambulaba en aquella sala de espera. 
Los días en que no supe nada de Diana fueron deprimentes. Cuando cumplí una semana sin saber de ella, arrojé mi celular a un arroyo mientras Jonás nos llevaba a nuestras casas. Mis amigos me preguntaron porqué lo hice. No quería que supieran de Diana, así que les dije que quería sentirme menos dependiente del capitalismo salvaje.
Cierta mañana, al revisar sin motivación alguna mi correo electrónico, vi que había tres mensajes de Diana. En ellos me relataba los primeros días de su estancia en París. Mencionaba lugares, fechas, horarios. Todo sonaba como a una rutina, pero sabía muy bien que ella las odiaba y que nunca admitiría que estaba armando una sin querer.
Comenzó a enviarme tres o cuatro correos electrónicos por semana. En uno de ellos me reveló que había conocido a un guapo violinista francés que la hacía suspirar. Apagué la computadora en un parpadeo y me senté toda la tarde en el sofá a ver la televisión y comer frituras como todo un infeliz.
Rafa se sentó a mi lado pero de inmediato sintió que algo no andaba bien. No supe cómo explicarle algo que ni siquiera yo sabía qué era.
Mis respuestas a los mensajes de Diana eran cada vez más cortas. Ella lo notó. Me preguntó “¿qué te pasa?” Yo le respondí “no tengo idea.”
Ella me dijo “vení pero ya.” 
Tres meses después, un viernes, el último día del semestre, nuestro profesor hizo una comida para celebrar que por fin nuestros trabajos habían dado en el clavo. El evento se llevó a cabo en un terreno triangular enclavado entre dos fábricas. Había una alberca vacía, miles de hojas secas regadas por todas partes, y una llanta de tractor que estaba algo fuera de contexto.
Se me criticó muchísimo porque no cooperé con nada para la comida. Ni un refresco, ni una jodida servilleta, nada. Poco me importó. Habían sido tres meses de reducir mis gastos a lo mínimo indispensable. Tres meses de incómodo ahorro, de suprimir cualquier clase de lujo, de sacrificio inusual en la época de oro del derroche.
Me dijeron avaro, sí, antisocial, inhumano, cabrón hijo de puta. Yo me aferraba a mi botella de cerveza casi entera y observaba el cielo. No mucho me preocupaba ya. Trataba de formar figuras con las nubes. Pensé en contarle a Diana mi nuevo plan: terminar de una vez por todas con Oceanía.
Mis compañeros me gritaban: mamón, gorrón, sibarita malagradecido. Lo hacían un tanto en broma, un tanto en serio. Habían sido tres largos meses de trabajos humillantes, de pedirle prestado a todos mis maestros. Tres meses hasta que junté lo suficiente. 
En cierto momento de la comida, al profesor le dio un ataque de risa. Al principio reímos con él, pero cuando notó que ya nadie más reía se detuvo. Nos explicó, todavía con lágrimas en los ojos, que el trabajo en realidad había sido inútil. Que todo había sido un experimento socio-filosófico que tenía que ver con ciertos postulados del naturalismo y del tradicionalismo oriental. En realidad ya estaba un poquito pasado de copas y no pudo articular bien sus palabras. Pero escogió un buen momento para hacer su declaración: ya a nadie le importaba un carajo su materia, "sus mamadas", como solía decir Jonás. 
Fabio había sacado una guitarra de alguna parte y deleitó al respetable con algo de su repertorio. La mayor parte de su show fue mera improvisación. A las chicas no les gustó para nada, pero de cualquier forma estaban muy entretenidas con sus novios, quienes se comportaban como una especie muy inferior de homínidos, tragando y sorbiendo todo lo que podían. 


 Vi todo esto como si no formara parte del conjunto, como si no perteneciera. Me sentía lejos ya, y en cierta forma lo estaba. Las luces se encendieron, y cuando esto sucedió ya nadie a mi alrededor era capaz de decir una oración sin arrastrar las letras.
Me fui temprano, antes de las ocho. Mi profesor y todos mis amigos habían caído en un profundo estado de embriaguez y creo que no notaron mi partida. Pero yo salí silbando una canción. Me escurrí por entre las dos fábricas, dando toda clase de explicaciones a los empleados que me preguntaban qué rayos hacía por ahí. Mis zapatos se llenaron de lodo y de los edificios salían chillidos espantosos. Logré ver un montículo de cabezas de cerdo en un recinto circular, de ensangrentadas paredes blancas, similar a una plaza de toros.
Fue inevitable preguntarme: ¿qué relación hay entre los cerdos y el detergente que, se supone, producían en esas fábricas? Pero estaba muy desconcentrado como para buscar una respuesta. Fue divertido llenarme los pies de lodo. Las nubes seguían cambiando de forma. "Todo valdrá la pena", me dije un millón de veces. Ya había hecho mi maleta. Mi boleto estaba a salvo en el cajón de mi buró y Diana ya había recibido mi mensaje.
Al día siguiente volé a París, horas antes de que el presidente Mercado declarara públicamente su afición por el billar. La Ultraderecha puso el grito en el cielo.