domingo, 2 de octubre de 2011

Un paseo por Bujará

 A Diana.

El profesor nos entregó los trabajos y nos escoltó a la entrada de su casa. Pudimos ver que en cada montón de papeles había docenas de anotaciones con tinta roja. Notó nuestro desánimo, y fue generoso con las palabras de aliento.
—El trabajo está bien, jóvenes, pero podría estar mejor.
Los rayos del sol nos pegaban en la cara y sudábamos como maratonistas. El jardín de la casa del profesor rebosaba de flores y de polen. Tuvimos tiempo de bromear un par de veces con el maestro, pero de inmediato sentí que no debimos haberlo hecho.
—Nos vemos el miércoles, échenle ganas, ustedes son los mejores del grupo.
El profesor se metió a su casa y Roberto y yo nos encontramos en medio de una colonia que desconocíamos casi por completo. No había forma de escondernos del sol. Tampoco podíamos huir de la humedad. Caminamos tratando de que nuestros pasos nos llevaran por instinto a la avenida.
Roberto estaba fatigado, triste. Nos habíamos desvelado haciendo ese trabajo y la sensación de que todo había sido en vano se dejaba sentir con fuerza en mi cabeza.
Pateamos infinidad de piedras. La colonia estaba como muerta. Por todas partes había charcos de agua estancada y los perros de la calle no interrumpieron su descanso para ladrarnos o correr detrás de nosotros.
Olisqueé mis axilas. Me encontré con un aroma indescriptible.
Después de un rato de andar en silencio hacia ninguna parte, nos dimos cuenta de que habíamos caminado en círculos. Guiándonos por el sonido de los autobuses, llegamos a la avenida sin más contratiempos.
Algo en esa colonia me hacía pensar en el mundo después de un sutil Apocalipsis, como si todas las personas se hubiesen desintegrado durante el transcurso de la noche. Los vacíos jardines de niños, cuyos decorados salones reflejaban la insoportable luz del atardecer; los enormes eucaliptos, las decadentes paredes de las casas más antiguas, los pasos aletargados de Roberto, el movimiento del agua cuando por torpeza pisábamos un charco.  

 Cruzamos la avenida haciendo gala de nuestra experiencia. No volteamos a los lados, como si en el fondo nos importara poco que un tráiler cualquiera arrasara violentamente con nuestra humanidad. Llegamos a la parada del camión. Ahí volví a escuchar la voz de Roberto.
—Tengo tanta pinche flojera —dijo.
Nuestra ropa estaba cubierta por una delgada capa de polvo. Busqué monedas en los bolsillos de mi pantalón. Saqué dos de ellas. Se llenaron del sudor de mis manos.
Roberto contemplaba el asfalto. Yo me puse a ver los coches que pasaban. Me imaginaba las vidas de todas esas personas. Empleados que volvían a casa después de una jornada miserable, madres de familia que recogían a sus hijos del entrenamiento de futbol o del ensayo de ballet, gerentes que fantaseaban con los firmes muslos de sus secretarias, gente aleatoria, única, reemplazable.
El autobús tardó media hora en pasar. Para cuando llegó, el sol se había metido ya y el cielo se pintaba de morado. Con la atención suficiente, se podían ver algunas estrellas, lejanas entre sí, incapaces de formar una sola figura.
Estuve a punto de quedarme dormido en el camión. Me fijé en Roberto un par de veces. Miraba estupefacto una entallada minifalda.
Me bajé en el mercado. Dejé en el autobús a un Roberto medio perdido, ajeno a su entorno y probablemente lejos de sí. Le di una palmada en el hombro y por accidente toqué la frente de un niño que me miró con temor.
Noté, bajo la luz parpadeante del mercado, que mis huellas digitales se habían multiplicado en las hojas de mi trabajo. Huellas negruzcas, húmedas. La gente que estaba ahí se detuvo en mi figura apenas un momento y luego volvieron a sintonizarse a sí mismos.
De todas partes me llegaba el olor a comida. Oleadas de aromáticas carnes, el sonido de múltiples cuchillos cortando sin misericordia montoncitos de bisteces. Apreté con resignación mis últimas monedas. 
Al llegar a casa continué con mi rutina. Rafa no podía entender uno de sus problemas de matemáticas. Como buen hermano mayor, hice el esfuerzo. Pero al final nos miramos y entendimos que nos era imposible progresar. A Rafa no le importó mucho. Siguió tratando de descifrar el problema hasta antes de quedarse dormido.
Minutos antes de meterme a la cama y ponerle fin a un viernes olvidable, sonó mi teléfono. Era Diana.
—Tengo dos noticias, una es increíble y la otra es mala.
Le pedí que primero me diera la increíble.
—El plan está saliendo a la perfección. Centroamérica está a punto de desaparecer.
La escuché emocionada.
Pregunté cuál era la mala. Se contuvo un instante.
—Mi familia quiere llevarme con el psiquiatra.
Entendí la gravedad del problema. Le dije que tenía que hallar la manera de no ir con el psiquiatra.
—Hay toda una conspiración en mi contra, querido —me comentó, con una creciente seriedad.
Decidí desviar la conversación a terrenos más esperanzadores. Me habló sobre su ya asegurado viaje a París y me pidió consejos para elegir una buena cámara fotográfica. Un temblor inusual en su voz, quién sabe si de emoción o de angustia, estuvo presente durante toda la charla. Le deseé una bonita noche. 


El siguiente lunes salimos temprano de clases y Jonás insistió en llevarnos a Roberto, a Fabio y a mí a un puesto de tortas supuestamente insuperables que quedaba a tres cuadras de su casa. Todos estábamos de mejor humor, las clases habían pasado sin pena ni gloria y el calor del mediodía no nos afectaba en lo absoluto.
Nos subimos al Cadillac de Jonás y soportamos su música disco a lo largo de media hora de camino. Bromeamos sobre la homosexualidad de Dios. Fabio, en nombre de la tolerancia, nos hizo firmar un documento apócrifo en el que prometíamos no burlarnos de las preferencias sexuales de cualquier deidad.
Roberto me obligó a sacar mi ejemplar de la metafísica de Aristóteles y a gritar un párrafo al azar. Saqué media cabeza por la ventana y me puse a vociferar: “El ser y el no ser se toman en diversas acepciones. Hay el ser según las diversas formas de las categorías, después el ser en potencia o el ser en acto de las categorías; hay los contrarios de estos seres. Pero el ser propiamente dicho es sobre todo lo verdadero; el no ser, lo falso.”
Un albañil que descansaba de su faena, me gritó “maricón de mierda, chinga tu madre.” Y yo no pude hacer más que destornillarme de la risa.
Fabio se puso a leer las anotaciones que el profesor le había hecho. Me explicó algo que yo no quise escuchar y a todo le dije que sí. 

Las tortas no estaban mal pero tampoco tuve una epifanía al comerlas. Jonás nos invitó a su casa. Sus papás trabajaban casi todo el día en cosas que él no era capaz de explicar. En cuanto entró a su hogar, se quitó los pantalones y nos ofreció una cerveza. La sala de su casa estaba llena de trofeos de béisbol, floreros, cuadros mal pintados y fotografías en sepia de parajes que hoy en día son ocupados por gasolineras.
Abrí mi cerveza, le di un trago y se la di a Fabio, quien la aceptó gustoso. Jonás nos enseñó sus tres cajas llenas de pornografía. Roberto y él discutieron sobre los diversos subgéneros del cine porno mientras Fabio y yo hablábamos sobre la escuela.
La charla se tornó aburrida. Fabio sostenía que los maestros eran unos ineptos. Mediante algunos trucos logré convencerlo de que los equivocados somos nosotros, miembros del alumnado, seres de cabecitas manipulables, volubles como el más voluble de todos los objetos.
Después de un rato salí a caminar al jardín. Mis tres amigos se habían puesto a ver una cinta porno que yo ya conocía de cabo a rabo. Descubrí una fuente entre dos paredes llenas de enredaderas. El esqueleto de una serpiente se hallaba al pie de la fuente, y yo pasé de largo sin caer en la tentación de tocar los huesos.
Sonó mi teléfono. Era Diana.
—¿En dónde estás? —me preguntó.
Le dije que estaba en el jardín de la casa de un amigo, frente a un esqueleto de serpiente.
—Me gustaría que estuvieras aquí, podríamos ver juntos Medianoche en París.
Le pregunté en dónde estaba ella.
—En la escuela —contestó—, pero a mis profesores les importa poco lo que hagamos.
Discutimos sobre la vacuidad de Marilyn Monroe, sobre si era guapa o bonita. No llegamos a una conclusión. Nos despedimos. 

Después de un rato mis amigos me alcanzaron en el jardín. Fabio se había embriagado un poquito y Jonás amenazaba con bajarse los calzones. Nos sentamos en el pasto y nuestro anfitrión nos contó sus aspiraciones en la vida: poseer un Ferrari y un jacuzzi con forma hexagonal. Entre los cuatro preparamos una ensalada decente y comimos en la habitación de Jonás.
Fabio nos narró a detalle la primera vez que fornicó. Entró en una serie de especificaciones desagradables. Luego se asomó por la ventana y vomitó. Vaya estruendo el de su comida regurgitada al caer en el cemento del patio.
Jonás no se molestó; al contrario, se orinó de la risa y yo empecé a sentirme un tanto agobiado. En cuanto dieron las cuatro, Roberto y yo nos despedimos y nos regresamos a pie a nuestras casas. En el camino nos pusimos a charlar sobre el futuro. Me dijo que pensaba irse a Canadá una vez que terminara la universidad. Yo no le hablé de Diana, a pesar de que ella y yo habíamos concertado ya una cita en París, siendo ése el único evento asegurado de mi porvenir.
—En ocasiones —me dijo Roberto, antes de cruzar una calle solitaria—, sueño con que alguien se decida a escribir el libro de mi vida. Quiero saber a qué atenerme, qué cosas hacer y qué cosas no hacer.
Pasamos junto a un acuario y nos detuvimos a examinar a los peces payaso. Un niño se chupaba el dedo de la emoción: su mamá le estaba comprando una tortuga. “La pobre”, pensé, “no va a durar ni una semana.”
Pasaban hileras de ensordecedores vehículos. Roberto trataba, en vano, de contarme un sueño que había tenido hacía tres o más noches: una anciana se degollaba en los baños públicos de la escuela. De fondo, se escuchaba la Obertura 1812 de Chaikovski. Pasó algo más en su sueño pero no pude escucharlo claramente.
En algunos sectores de la calle tuvimos que caminar por el asfalto, pues había grupos de maleantes fabricando bombas caseras y ancianos haciendo reparaciones innecesarias en la acera. El cielo estaba libre de nubes. O casi libre de nubes.
Nos despedimos una vez que llegamos a la calle O. Caminando a lo largo de la misma, me detenía de vez en vez para leer los titulares de los periódicos. Uno decía así: “El presidente Mercado se declara adicto a los juegos de mesa. La Derecha se escandaliza.”
Al llegar a casa, mi mamá y sus amigas bebían café y tejían suéteres. Me invitaron a sentarme y accedí. Al interior de mi cabeza revoloteaban las anotaciones del profesor, moviéndose de un lado a otro, brillando, gritándome, jodiendo mi paz interior.
El martes me dediqué a corregir, por fin, el trabajo. Durante la tarde hice una pausa para ir a orinar. 
El miércoles, a eso de las seis de la mañana, Diana me llamó para contarme sus más recientes inquietudes.
—Quiero ir a Uzbekistán, que nos vayamos a dar un paseo por Bujará.
Hablamos un rato sobre lo difícil que sería trasladarnos de París a Bujará en coche. Pero ella no dejó que su ilusión pereciera. Al final me convenció y le prometí que iríamos a Bujará.
La melancolía me atacó cuando, todavía medio dormido, me asomé por la ventana y vi que no se veía ni una estrella.
Ese día entregamos de nuevo nuestros trabajos. El cielo comenzó a nublarse, y las primeras gotas de lluvia no tardaron en caer. Mientras charlábamos con el profesor, tratando de lucir lo más despreocupados posible, el director pasó a nuestro salón a darnos una noticia inesperada:
—Muchachos, está sucediendo algo terrible en el mundo. Centroamérica acaba de desaparecer.
La mayoría de mis compañeros se alarmó y hubo lágrimas, confusión y risas nerviosas. Salí al pasillo y le marqué rápidamente a Diana.
—Lo logramos, querido, ¡lo logramos al fin!
Y la escuché llorar. 

En el camino de regreso a casa, Jonás prendió el radio para escuchar las noticias. Un periodista narraba con emotividad todos los acontecimientos. Según dijo, Centroamérica se había esfumado así como si nada. Ninguno de mis amigos se atrevió a hacer algún comentario.
En las calles había pocos automóviles. La lluvia arreciaba con lentitud.
Cuando llegué a la casa, Rafa ya me esperaba con su libro de geografía en la mano. Le expliqué que Centroamérica estaba hecha de muchos países como el nuestro, con ciudades, selvas, zoológicos y baños públicos.
—¿Y ya no hay nada de eso? —me preguntó con sorpresa.  
Llovió sin parar en todo el mundo durante una semana. Los ríos se desbordaron, los lagos y presas alcanzaron su máximo nivel histórico, y por todas partes se hablaba de que había comenzado el fin de la humanidad. Pero después dejó de llover y la gente alrededor del planeta detuvo los suicidios masivos.
El día en que por fin salió de nuevo el sol le hablé a Diana.
—Estoy en el aeropuerto, querido. En un rato salgo a París.
Me contó sobre el contenido de sus maletas y sobre su detestable desayuno.
—Me dejaron ir con una condición: que busque un psiquiatra en París. ¡Ja!
Y su risa me erizó la piel. Pude imaginarla, sentada en una fría banca del aeropuerto, vigilando sus maletas, riendo, mostrándole su sonrisa a la masa de extraños que seguramente deambulaba en aquella sala de espera. 
Los días en que no supe nada de Diana fueron deprimentes. Cuando cumplí una semana sin saber de ella, arrojé mi celular a un arroyo mientras Jonás nos llevaba a nuestras casas. Mis amigos me preguntaron porqué lo hice. No quería que supieran de Diana, así que les dije que quería sentirme menos dependiente del capitalismo salvaje.
Cierta mañana, al revisar sin motivación alguna mi correo electrónico, vi que había tres mensajes de Diana. En ellos me relataba los primeros días de su estancia en París. Mencionaba lugares, fechas, horarios. Todo sonaba como a una rutina, pero sabía muy bien que ella las odiaba y que nunca admitiría que estaba armando una sin querer.
Comenzó a enviarme tres o cuatro correos electrónicos por semana. En uno de ellos me reveló que había conocido a un guapo violinista francés que la hacía suspirar. Apagué la computadora en un parpadeo y me senté toda la tarde en el sofá a ver la televisión y comer frituras como todo un infeliz.
Rafa se sentó a mi lado pero de inmediato sintió que algo no andaba bien. No supe cómo explicarle algo que ni siquiera yo sabía qué era.
Mis respuestas a los mensajes de Diana eran cada vez más cortas. Ella lo notó. Me preguntó “¿qué te pasa?” Yo le respondí “no tengo idea.”
Ella me dijo “vení pero ya.” 
Tres meses después, un viernes, el último día del semestre, nuestro profesor hizo una comida para celebrar que por fin nuestros trabajos habían dado en el clavo. El evento se llevó a cabo en un terreno triangular enclavado entre dos fábricas. Había una alberca vacía, miles de hojas secas regadas por todas partes, y una llanta de tractor que estaba algo fuera de contexto.
Se me criticó muchísimo porque no cooperé con nada para la comida. Ni un refresco, ni una jodida servilleta, nada. Poco me importó. Habían sido tres meses de reducir mis gastos a lo mínimo indispensable. Tres meses de incómodo ahorro, de suprimir cualquier clase de lujo, de sacrificio inusual en la época de oro del derroche.
Me dijeron avaro, sí, antisocial, inhumano, cabrón hijo de puta. Yo me aferraba a mi botella de cerveza casi entera y observaba el cielo. No mucho me preocupaba ya. Trataba de formar figuras con las nubes. Pensé en contarle a Diana mi nuevo plan: terminar de una vez por todas con Oceanía.
Mis compañeros me gritaban: mamón, gorrón, sibarita malagradecido. Lo hacían un tanto en broma, un tanto en serio. Habían sido tres largos meses de trabajos humillantes, de pedirle prestado a todos mis maestros. Tres meses hasta que junté lo suficiente. 
En cierto momento de la comida, al profesor le dio un ataque de risa. Al principio reímos con él, pero cuando notó que ya nadie más reía se detuvo. Nos explicó, todavía con lágrimas en los ojos, que el trabajo en realidad había sido inútil. Que todo había sido un experimento socio-filosófico que tenía que ver con ciertos postulados del naturalismo y del tradicionalismo oriental. En realidad ya estaba un poquito pasado de copas y no pudo articular bien sus palabras. Pero escogió un buen momento para hacer su declaración: ya a nadie le importaba un carajo su materia, "sus mamadas", como solía decir Jonás. 
Fabio había sacado una guitarra de alguna parte y deleitó al respetable con algo de su repertorio. La mayor parte de su show fue mera improvisación. A las chicas no les gustó para nada, pero de cualquier forma estaban muy entretenidas con sus novios, quienes se comportaban como una especie muy inferior de homínidos, tragando y sorbiendo todo lo que podían. 


 Vi todo esto como si no formara parte del conjunto, como si no perteneciera. Me sentía lejos ya, y en cierta forma lo estaba. Las luces se encendieron, y cuando esto sucedió ya nadie a mi alrededor era capaz de decir una oración sin arrastrar las letras.
Me fui temprano, antes de las ocho. Mi profesor y todos mis amigos habían caído en un profundo estado de embriaguez y creo que no notaron mi partida. Pero yo salí silbando una canción. Me escurrí por entre las dos fábricas, dando toda clase de explicaciones a los empleados que me preguntaban qué rayos hacía por ahí. Mis zapatos se llenaron de lodo y de los edificios salían chillidos espantosos. Logré ver un montículo de cabezas de cerdo en un recinto circular, de ensangrentadas paredes blancas, similar a una plaza de toros.
Fue inevitable preguntarme: ¿qué relación hay entre los cerdos y el detergente que, se supone, producían en esas fábricas? Pero estaba muy desconcentrado como para buscar una respuesta. Fue divertido llenarme los pies de lodo. Las nubes seguían cambiando de forma. "Todo valdrá la pena", me dije un millón de veces. Ya había hecho mi maleta. Mi boleto estaba a salvo en el cajón de mi buró y Diana ya había recibido mi mensaje.
Al día siguiente volé a París, horas antes de que el presidente Mercado declarara públicamente su afición por el billar. La Ultraderecha puso el grito en el cielo.

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