domingo, 23 de mayo de 2010

No saber con qué, y sin embargo

Amanda me llamó del trabajo y me dijo que no podría pasar por Pablito a la escuela. El plan era que yo pasara por él y me lo trajera al despacho para que la esperáramos juntos a las dos y media. Colgué y cerré unas carpetas con asuntos pendientes, abrí la ventana y me asomé a la calle. Vi las caras agobiadas de la gente que maneja autos que se atoran entre el asfalto y el sol. Pensar que yo sólo habría de caminar y tomar de la mano a Pablito y escuchar las preguntas que nacen en su mente de siete años. Siete años. Los siete años de mi vida.
    A la una y veinte salí de la oficina y le dije a mi secretaria que iría por Pablo. Nadie me busca a esa hora, de todos modos. Bajé las escaleras y caminé tranquilamente por la calle, aflojándome la corbata. Ya se veían algunos niños uniformados en los autos que pasaban y en las esquinas, sujetos de las manos de sus madres. Pablo siempre sale del colegio y corre al auto de Amanda, abre la puerta y se lanza. Hola mamá. Hola chiquillo, ¿cómo te fue? Debe parecerle aburrido a Pablo que yo pase por él. Aburrido y cansado. Y el sol, además.
    Los árboles del colegio susurraban. El griterío de los niños, los claxons de los automóviles, los gritos, los nombres, algún agente de tránsito, el sol otra vez y pregunto al portero por el grupo de segundo a. No ha salido aún. Una pared y saludo a viejos conocidos. Escucho la letanía de cosas que se ocupan para las tareas, las maestras platicando con mamás de alumnos que no avanzan y la preocupación. Pero los niños juegan unos con otros y ya. De repente, yo ahí recargado en la pared viendo a los autos y a los niños y maestras, una mano se posa en mi hombro y es Gustavo. Abrazo. Le da clases a Pablito pero no me acuerdo de qué. ¿Cómo te va, Pablo? Bien, le respondo. Noto algo en su semblante y se lo digo, le pregunto qué tiene. Agacha el rostro y ríe, se quita los lentes y los limpia con un paño y yo ahí esperando. “Tu hijo me ha puesto a pensar, Pablo”, y yo me extraño. Lo noto melancólico, como aquel Gustavo adolescente. Pablito viene corriendo y me da la mano, saluda a Gustavo y éste sólo sonríe. “¿Un cafecito en mi casa, Pablo? Qué tal a las seis”, me pregunta. Sí, Gustavo, un café o dos en tu casa, a las seis está bien.
    Gustavo se subió a su auto marrón de mil batallas y Pablito y yo nos fuimos por refrescos a la tiendita de enfrente. Me platica de las clases de español, que le apasionan. Detalles de Sarahí, la niña que le gusta, su peinado de hoy, su risita. Pablito se ruboriza y bebe de su refresco de naranja. Caminamos fuera de la tienda y le pregunto qué le dijo a Gustavo, qué pudo haberle dicho para ponerlo así. Pablo dice no acordarse, finge no saber de qué le hablo. Lo ha aprendido de su madre. Par de pillos. Llegando al despacho, después del sol y más autos y más gente y esquinas, Pablito saluda a mi secretaria y ella le da un dulce. Nos metemos a la oficina y Pablito se pone a ver qué hay de tarea. Yo me acerco a la ventana. Son las dos de la tarde. Otra media hora. Esperar.
    Cuando llega Amanda y nos subimos al coche le cuento lo que dijo Gustavo. Ella interroga a Pablito, que va en el asiento de atrás. Pablito dice no acordarse, finge no saber de qué le habla su madre. Los dos sonríen.
    La comida pasa tranquila. Me llevo el auto al despacho y trabajo otras dos horas. Una tarde pesada, un calor denso y luego acordándome de la cita con Gustavo y el café tan poco apetecible pero ya ni modo. Dije a la secretaria que no más visitas (sólo había tenido un par) y me fui a la casa de Gustavo en el auto y con el sol dándome de lleno en la frente. Otra vez aflojándome la corbata. Me estacioné frente a la casa. La fachada verde, los barrotes blancos y la basura. Lo descuidado de la cochera. El coche. Toqué el timbre. Gustavo estaba todavía con el mismo semblante y me abrió el cancel. Nos sentamos en la sala. “¿Y por qué no mejor un vinito, Gustavo?”, le pregunto. Sonríe, va por la botella y copas y se sienta. Yo sirvo.
    “Tu hijo me preguntó en clase que con cuál órgano del cuerpo es que amamos”, me dice. Yo me acomodé en el sofá, le di un trago a la copa y suspiré. “Pude haberle dicho que no se ama con ningún órgano, o que el corazón…”, continúa con voz muy queda. “Le hubieras dicho que con el corazón, Gustavo. ¿Qué problema?”, respondí. Gustavo toma la copa y luce inseguro, y sí, de repente es el Gustavo de tanto tiempo atrás. Se queda un rato con la copa entre los dedos, agitando el aromático tinto. “Es que yo no puedo enseñar nada que no haya podido comprobar…”, resuelve con melancolía. Suelto una risa queda y entrecortada y le digo que cómo es posible, que cómo entonces la evolución, los átomos, las multiplicaciones, la gramática, la historia de México o de California. “Es que tengo los libros, Pablo. Ningún libro me dirá con qué órgano se siente el amor. Yo no puedo decirle a un niño que se ama con el corazón porque no lo he comprobado, porque no tengo un texto que me sirva para decir ‘lee ese libro, Pablito, ahí está la respuesta’. Y te darás cuenta del riesgo. Qué tal que Pablito crece y se da cuenta de que se ama con el cerebro o con el hígado. ¿Cómo saberlo?”, habla Gustavo titubeante. Vuelvo a verter tinto en mi copa y suspiro y me acuerdo tanto del Gustavo adolescente, tan temeroso con aquel primer poema a Azucena, aquella hoja de papel que se perdió entre sus exámenes y sus trabajos. Ahí estaba frente a mí de nueva cuenta.
    El silencio reinó por un largo rato. Bebía de mi copa y me servía más. Me dio calor. Le reproché que cómo era posible que no supiera con qué órgano se ama, si Azucena y después la facultad de Biología. Había tantas mujeres bonitas en Biología, Gustavo. Pero él miraba la ventana, de repente la botella pero nunca me miraba a mí. “Es que tú no entiendes, Pablo. Tú tienes a Amanda y a tu hijo, tu familia. Tú tienes el amor y es algo que se aprecia desde lejos. Pero yo no puedo, yo no puedo decirle a un niño que se ama con tal o cual parte si ni siquiera yo estoy seguro”, respondió. De Azucena no me dijo nada porque quizás no la tomó en serio, porque quizás no siente que aquello haya servido de algo, de aprendizaje. Tal vez piensa que los poemas que no entregó nunca podrán servir como amor, como enamorarse. Aunque hablara de ella todo el día en el bachillerato, si no entregó esos poemas no, no fue amor y no lo será. Se le rasaron los ojos. “Yo no puedo hablar de lo que no he vivido, Pablo”, y se llevó las manos al rostro, los codos a las rodillas. Lágrimas.
    Gustavo ya no estuvo en condiciones de platicarme nada. Lo levanté, le di un abrazo y un “ánimo” y me salí. Fui pensando en lo que acababa de pasar durante el trayecto al despacho. López ya estaba yéndose y me limité a darle una palmada en el hombro. La oficina, otro rato sentado ahí leyendo documentos, actas. Las luces, el ruido agonizante de la calle. Dieron las ocho y cerré puertas, apagué luces, me metí al coche y llegué a la casa. Amanda y Pablito iban a cenar. Me les uní, una ración de ensalada y una plática cotidiana. Miraba a Pablito y reía por dentro. ¿Cómo era posible? ¿Por qué preguntar? Revisé su tarea antes de que fuera a acostarse, la firmé y tuve tiempo de contarle un cuento. Y cuando apagué la luz de su cuarto miré a Amanda en el sofá, leyendo, y me acerqué para abrazarla un rato. Se nos pasó la noche platicando, mirándonos de cuando en cuando a los ojos, como en aquellas mañanas en Derecho.
    Supe, con el transcurso de los días, que Gustavo dejó de ir al colegio. Le pedí a Amanda que cuando fuera por Pablito a la hora de la salida preguntara por el profesor Gustavo. Una maestra le dijo que había renunciado. Cuando supe esto, tomé el auto y fui a buscarlo a su casa. Y entonces toqué mucho el timbre y nada. No había ruidos pero sí más polvo. Nada más. Me quedé un rato mirando la fachada de la casa, como si algo extraño flotara sobre ella. Una nube de tierra, de tristeza. Y así pasé varios días y de nuevo nada. No he vuelto a pasar por esa casa desde el extraño funeral, las caras de consternación y la falta de explicaciones. El entierro, las caras largas, pala de tierra y el sacerdote hablando con voz cavernosa. La mamá de Gustavo llorando. Toda la sangre de Gustavo allí, llorando. Especulaciones, que si fue suicidio, que la inanición, un accidente. Nunca supimos exactamente qué fue lo que pasó. Yo me quedé con la escena de Gustavo con las manos tapándole el rostro y me cuesta dormir de vez en cuando, me cuesta dormir porque recuerdo, porque pude haberle dicho otra cosa, porque pude no haber reído y sin embargo lo hice, porque aunque le dí un abrazo necesitaba otra cosa, que le diera la razón. Pero no, luego pienso en la pregunta, en la fuerza de la pregunta, en Pablito acostado en su cama, habiendo escuchado el último cuento de esa noche, y preguntándome con qué órgano del cuerpo amamos. Y yo retrocedí y cierto vértigo por la seguridad perdida se apoderó de mí, y cuando estaba con las piernas titubeantes y una repentina náusea, Amanda me abrazó por la espalda y dijo “Con todos, Pablito. Amamos con todo el cuerpo”.
    Y apagamos la luz. Amanda me amó en la sala, me preguntó sobre mi duda, sobre mis temblores y yo le dije que Gustavo. Ella se recostó en mi pecho y me dijo “Pablo, la verdad es que no se con qué, pero te amo”. Y hubiera querido que Gustavo lo supiera, que supiera que estaba en lo correcto, que se puede amar sin saber con qué.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Todos los iglús vacíos


Se despertó de un largo y pesado sueño. Parpadeó varias veces y miró a su alrededor. Nada familiar, un lugar en el que nunca antes había puesto un pie. Había dos pequeñas lomas frente a él y entre ellas se escurría una vereda indefinida y brusca. Estos tres elementos fungían como testigos de su extrañeza. Todo le parecía tremendamente bizarro; no tenía idea del motivo, razón o circunstancia que lo había colocado en un lugar tan peculiar. El atardecer estaba en su apogeo y el cielo comenzaba a pintarse de tonos rojizos. Las nubes se tiñeron de morado. Había a su lado derecho un enorme letrero blanco. Se acercó para ver lo que había en él; nada más que un rectángulo con una cruz en el centro, y una leyenda que le pareció chocante: "usted está aquí". Ahí estaba, pues, la primera confirmación de su hipótesis: Estaba en un punto medio de la nada.
Debía haber una explicación lógica para tan singular situación. No creía poder estar (aunque evidentemente estaba) atrapado nada más por un capricho del destino. Las nubes se movían con majestuosidad y el viento arrastraba un tenue murmullo. No había nadie a la vista. Ni pájaros cruzando el cielo ni insectos. Pensó que lo más probable era que todo este escenario fuese un sueño muy profundo y que con parpadear podría recuperar su realidad. "No vuelvo a cenar lechuga", llegó a pensar mientras cerraba los párpados con devoción. Esa fue una mala señal, sin embargo. Nunca había estado tan consciente durante un sueño como para recordar lo acontecido antes de irse a dormir. Cerró los ojos con fervor esperando que al abrirlos estuvieran frente a él su computadora, su escritorio y todas esas cosas que forman parte de su cotidianeidad. Pero abrió los ojos y puso un gesto de desilusión. Ahí seguían las dos lomas y su vereda terregosa.
Decidió, pues, caminar. Tenía que haber alguien más ahí que estuviese perdido de la misma manera en la que él lo estaba. Si no había alguien, por lo menos debía haber algún ser vivo, comestible en el mejor de los casos. Caminó y caminó. Contempló paisajes impresionantes de todo tipo. El tiempo parecía correr lento y pudo sentirlo a pesar de que no llevaba reloj alguno. Pasó junto a lagos de agua cristalina, recorrió desiertos insufribles y entró a muchos Iglús vacíos. Cuando no tenía frío, llevaba su suéter gris a rastras porque pensaba que si no le iba a servir era mejor que no le estorbara. Su larga caminata había durado aproximadamente dos días. Llegó a una playa soleada y de fina arena blanca y ahí se sentó; se sentía atrapado, solo, y aunque el sitio en el que se encontraba era bello y tenía una gran diversidad de paisajes, no era su casa ni su rutina. Sentía una fuerte necesidad de volver a ellas. Unas lágrimas se salieron de sus ojos y se tapó el rostro con las manos. La arena se le metía entre los dedos de los pies. El oleaje del mar era imponente y lo arrullaba; sintió la pesadez que precede al sueño. Entonces escuchó una voz.

--¿De verdad quieres regresar? --preguntó una voz de mujer.
--S-si, supongo... –respondió mientras se incorporaba para ver a la mujer.

Era morena, de largo y brillante cabello oscuro; llevaba puesto un vestido blanco desgastado que le llegaba a las rodillas y le permitía a él apreciar la belleza, el bien definido trazo de sus piernas. La piel lucía húmeda por el sudor, la brisa del mar. Había pequeños granitos de arena en sus mejillas y sus brazos. De toque final, una blanca sonrisa escondida detrás de coquetos labios. En otras palabras, la chica poseía una hermosura que, quizás –pensó él--, nadie le había hecho notar.

--Cierra tus ojos –dijo ella mientras se acercaba a él para tomarlo de las manos-- y deja que yo haga el resto.
--Ah, eso no funciona, yo ya lo intenté –dijo él.
--¿Intentar qué? –respondió ella, sonriendo.
--Eso de cerrar los ojos.
--Cree... --le dijo ella y después suspiró.

Él cerró los ojos con la fe de un ateo. Las manos de la chica eran suaves, y en cuanto él las tocó, pensó que sus intenciones eran buenas. Duraron unos segundos con las manos entrelazadas. Por momentos, el hombre se sintió feliz de haber encontrado a alguien. Y vaya alguien tan hermosa. Sin duda, la belleza de la mujer lo había dejado impresionado. Ahora quería abrir los ojos de nueva cuenta para verla, para admirar su sonrisa y su piel, adivinar la forma de aquellos velados muslos. Tal vez, con suerte, provocar su risa. Se decidió. Comenzó a abrir lentamente los ojos y, hundido en sus pensamientos, dijo riendo:

--¿Ves? Te dije que no...

La chica había desaparecido junto con el mar, la playa y la molesta arena entre los dedos. Él estaba ahora en un pasillo viejo, oscuro, de paredes blancas y ni una puerta a la vista. Mientras trataba de entender qué estaba pasando, la voz de la chica sonó ahora como si viniera de todas partes y de ninguna.

--Entonces ya estás aquí –dijo ella.
--¿Aquí en dónde? –preguntó él con tono de desesperación.
--En tu casa, en tu rutina –la mujer hizo una pausa--… En tu vida gris.

La chica rió y el eco de su voz se fue haciendo más tenue al pasar unos segundos. Él se quedó parado, tratando de adivinar qué tan largo sería el pasillo en el que ahora se encontraba. Caminó y caminó. Las paredes cada vez más estrechas y frías; las penumbras cada vez más densas. La oscuridad lo llevaba a rastras casi como él llevaba su suéter y su suéter a la soledad. Siguió caminando y estrechándose hasta el último de sus días.