sábado, 27 de agosto de 2011

Tres espadas

La fuerte lluvia me despertó temprano. Pensé que estaba soñando, y ahora que lo pienso, probablemente tenía razón. El agua caía con mucha potencia y de súbito me acordé del diluvio universal.
Planeaba volver a dormirme, pero no pude. Había algo en mi cerebro que no me lo permitía. Lo atrapé a tiempo. Me senté junto a la ventana y dejé que la tormenta me arrullara.
"Esta es la última vez que lloro por ti", murmuré. No estaba llorando ni nada, pero lo dije de todas maneras. Creo que conoces las condiciones de nuestra situación. No necesito más confusión de la que ya tengo. Por eso ahora dejo las cosas inconclusas por enésima vez, y me voy a vivir tranquilo en mi mundo de paredes y ventanas luminosas, y textos subrayados y mis cosas de siempre.
Alguien me dijo: estás escribiendo desde un lugar de pérdida. Detecté dicho lugar a tiempo y me quité las cadenas en silencio.
La lluvia caía y yo imaginaba una escena de una película inexistente: tú vas a un patio abandonado y encuentras mi cadáver. Pero hay alguien detrás que te abraza y te impide la caída.
Tarde o temprano nos veremos, pero ya no querré llevar a cabo mi plan en su totalidad.
Mi corazón te quiere, pero está amando el cuchillo que lo atraviesa, y eso en cualquier país es enfermizo. Hoy lo salvé a tiempo y lo metí a casa. Ya ha perdido mucho tiempo allá afuera. Ahora quiere descansar y ver películas, y escuchar canciones que le den alivio.
Habíamos llegado al punto de no retorno, pero es toda una pesadilla. A mí me importa poco: hoy regreso. 
Y tú no tienes por qué estar triste. Ya sabías que yo no tengo palabra. Ya sabías que esto iba a pasar, tú me lo dijiste. 
Pero no estás sola; por ende, no puedes estar triste. 
Yo sí estoy solo, pero hoy ya no me duele nada. 
La lluvia terminó después de un rato, y un brillo rojizo se coló por entre las gotas. 
Es lo que salió de nosotros y cayó al suelo, y formó arroyos que hoy están en otra parte. En una habitación inalcanzable. A menos que quieras subir noventa pisos. Lo dudo.
Estoy corriendo, me escondo detrás de todo lo que ves. Es que quiero salvarte de mí.
Hay ciertas palabras que no debí decirte nunca. A estas alturas, los dos sabemos porqué escribo esto. Y no puedes negarlo: no digo más que la verdad.

Si te despiertas temprano, verás que el sol no guarda rencores porque sale siempre. Al fin, amor, ¡un sol libre de mí!




domingo, 21 de agosto de 2011

Evitar los cafés como una sana costumbre



Imagina un café solitario a las cinco de la tarde. Tiene estos vidrios enormes que permiten ver los automóviles que pasan. La gente que camina observa a los comensales y trata de acallar sus ganas de café.
Ella está esperando. Lleva un suéter marrón algo ligero, ideal para el otoño. El cabello suelto; sus rizos andan libres por ahí, encima de sus hombros, cubriendo sus orejas y la piel de su cuello y otros rincones. Parpadea con frecuencia. Un sorbo al café, un ademán con la cuchara.
El tiempo pasa.
Gente entra, gente se va. Las meseras caminan de un lado a otro, tirando servilletas, monitoreando las mesas en busca de vasos vacíos, o simplemente aparentando amabilidad.
Un rayito de luz ilumina uno de sus brazos. Un tatuaje de luz, un rectángulo móvil que aclara su piel. Está impaciente. Siente nervios. ¿Y si no llega?
Pero la puerta se abre. ¿Puedes verlo?
Se quita la chaqueta, como queriendo quitarse el ruido de afuera, la gente.
La busca un par de segundos, la encuentra y va hacia ella. Sonríe. Ella corresponde.
Se abrazan. Y vaya abrazo, como si supieran que el mundo fuera a terminarse momentos más tarde. Y un corto, tímido beso en las mejillas. Quizás a manera de preámbulo.
Hablan. Sobre lo que pasó. Se tocan los motivos, las causas. Hay un poco de temor, de duda, pero se disipa. Por eso están ahí.
En algún punto de la conversación, sus dedos se encuentran y ya no se soltarán.
Ella sonríe, tranquila.
Y entonces la charla toma distintos rumbos. Como un ladrón sigiloso que explora una gran mansión, buscando solamente un objeto preciado. Y para ellos, el objeto valioso está siempre disponible, a una distancia muy corta.
El perdón. Disculpas. Un nuevo intento, quizás. Ya hubo tiempo, ¿qué más hace falta?
Lo llevan en la piel, entre los ojos, no pueden ignorarlo.
Pasan algunos minutos. A veces ríen, o se quedan mirando la transparencia de las ventanas.
—Sé que arruiné muchas cosas —dice él—, y sé que no se olvidan. Sería tonto pedirte que lo hicieras.
Ella guarda silencio. Está atenta.
—Pero de todas maneras quiero que las olvides, ¿sí? Haz un esfuerzo.
Y ella se rinde. Saca a relucir la blandura de su corazón.
Allá, lejos, el sol se esconde. Los edificios se oscurecen. Los automóviles han encendido las luces. La gente joven toma las calles.
Él dice algo sobre necesidad. Necesita a alguien. A ella; y se lo dice. Y su reacción, ¿la viste? Eran lágrimas.
Entrelazan sus dedos con fuerza. Poco a poco, el resto del mundo se disipa.
Con voz delgada, casi rayando en el miedo, ella dice: te quiero. Y es todo un zoológico lo que se desata en sus estómagos, un pasado que se vuelca y los toma desprevenidos.
¿Qué más queda?
Se han perdonado. Luces amarillentas que iluminan su pequeño milagro. Lo echan a andar de nuevo y tú eres testigo.
Sabes que lo eres, y te duele. Que podrías ser tú, pero te es imposible.
Conténtate con mirar el contacto. Ahora se besan.
Un par de bocas lastimadas jugando a sincronizarse. Labios mordisqueados por el nervio. Una angustia que disparó y causó daños, noches de insomnio y suspiros al por mayor y que ahora está ausente.
Se ha perdido como el vapor de un nuevo café. Es la maravilla del refill, de que las meseras puedan adivinarlo todo.
Mira la escena, no te distraigas. No mires hacia atrás.
Después del beso, un abrazo aletargado. Míralos.
Podrías ser tú. Tiene tu misma sombra. Y tal vez ella es justo lo que estás buscando.

martes, 9 de agosto de 2011

El amor de verdad


Quería unas ranas, así que fui a comprarlas a una tienda de ranas que me habían recomendado tiempo atrás.
Cuando llegué al lugar no había ningún otro cliente. El encargado llevaba una playera amarilla y jugaba con su teléfono celular.
Lo reconocí: habíamos estudiado juntos la primaria. No lo había visto desde entonces. Supo quién era yo en cuanto me acerqué. Me dio un abrazo. No pude, sin embargo, recordar su nombre. Empezaba con J. Tal vez era Javier, Jerónimo o Jacinto, o quizás Juan.
Procedió a contarme su historia de vida con lujo de detalles. Como si hubiera ido sólo para saludarlo y no para comprar ranas.
No paró a lo largo de diez minutos, a pesar de que hice todo lo posible por mostrar desinterés en su monólogo.
—¿Sabes qué es lo peor de todo? Que me digan “es que no puedes ser gay, ser gay es malo, no es de Dios”. Yo pienso, ¿cuál es su problema? Yo soy gay, me gusta mucho ser gay y no me importa lo demás. ¿O qué? —me dijo, esperando una respuesta.
—No me importa si eres o no eres gay. En realidad, no me importa absolutamente nada de la vida de nadie. Vengo por ranas.
—¡Ah! —contestó y, frotándose los párpados, me señaló los pasillos que estaban junto al mostrador—, pues… adelante.
Así que fui a ver a las ranas y juro que no puedo comprender porqué estaban ordenadas de esa forma. Algunos contenedores estaban vacíos, mientras que otros estaban a punto de reventar.
Las ranas me miraban con amor y comprensión, que es justo lo que estaba buscando de parte de algo o de alguien. Me daban ganas de llevármelas a todas.
Traté de hacerlo, de hecho. Me metí una rana al bolsillo, pero logró escapar. Cuando el empleado vio al animalito saltando por ahí me advirtió que podía echarme de la tienda.
Entonces le dije que quería unos cuantos ejemplares de cierta especie de rana de color rojo. Fue por unos frascos y unas pequeñas redes.
Mientras tanto, yo silbaba una canción que había olvidado y hurgaba en los bolsillos de mi pantalón.
En ese momento entró un hombre a la tienda. No tengo nada qué señalar acerca de su aspecto. Era un tipo de apariencia bastante olvidable. Me dijo buenas tardes y yo le respondí con lo mismo.
Fue directo hacia el empleado. Se besaron y se dieron un abrazo tan largo durante el cual fácilmente pude haber tomado un montón de ranas y salir corriendo sin descaro alguno.
Pero no lo hice porque, vaya, estaba silbando una vieja canción y trataba de hacerlo sin equivocarme.
El empleado se acercó de nuevo, dejando a su novio cerca del mostrador, y se mostró bastante distraído. Le era difícil meter las ranas dentro de los frascos. Le dije que yo podía hacerlo.
Se fue con su pareja y yo metí tantas ranas como pude en cada uno de los frascos. Temí que murieran aplastadas. Pero eran gentiles, nobles, y su corazón palpitaba con fuerza. Estaban visiblemente enamoradas de mí.
Me acerqué al mostrador con los frascos. Eran siete pero se me cayó uno en el camino y las ranas que iban dentro murieron al instante.
El empleado estaba tan idiotizado por la presencia de su amor que fue incapaz de hacer bien las cuentas. Su pareja me miró con simpatía y me dijo:
—Mira, no te apures. Yo pago.
Lo miré con suma desconfianza. Descubrí que se ofreció a pagar la cuenta sólo para que yo me fuera lo más rápido posible. Todavía titubeé un par de veces.
—Con confianza, en serio —me dijo.
Dije que estaba bien. Pusieron los frascos en una bolsa y salí. Afuera había una larga fila de gente que esperaba un taxi o un autobús. Frente a nosotros, la avenida y su singular desorden.
Llegué a casa y lo primero que hice fue liberar a las ranas en el comedor, cuidando de que no hubiera vías de escape. Dejé que una manguera llenara de agua la sala, que es el lugar más bajo de mi casa y que siempre me hacía pensar que podía convertirse en alberca o estanque.
Fui a la alacena y deposité en el agua toda la comida que pude. Luego acerqué las pocas plantas que tenía y abrí la puerta del pequeño jardín trasero.
A las ranas pareció gustarles el lugar y al cabo de unos días todo era felicidad, de esa que me orillaba a andar desnudo por la casa y cantar canciones de los Beatles a todo volumen.
La humedad hacía estragos en las paredes, pero los anfibios lucían felices y me agradecían mi atención y mi amor con cada uno de sus movimientos. Pronto fueron cientos de ranas y yo pensé que tanto amor me volvería idiota.
Entonces un día me visitó Olivia. Se impresionó al ver en lo que se había convertido mi casa. Pero de cualquier forma no modificó su expresión de pedantería.
Fui a la cocina a buscar una botella de vino o cualquier cosa para ofrecerle. Cuando regresé al comedor, alcancé a ver la espalda desnuda de Olivia sumergiéndose en el agua turbia. Las ranas saltaban de un lado al otro. Hasta entonces noté que habían crecido enredaderas por toda la casa.
Olivia nadaba al estilo mariposa. Me decía que los renacuajos le mordisqueaban los dedos de los pies y la entrada de la vagina. Se veía que lo disfrutaba.
Me sonrió coqueta. Recordé que cuando era niña había practicado natación sincronizada. De repente sólo pude ver sus muslos. Ella trataba de averiguar si todo era como antes.
Llevó a cabo una rutina casi perfecta. Salió del agua y estaba emocionada. Olía realmente bien, una mezcla entre agua de ranas y antojo de estar conmigo.
Unos parpadeos después y estábamos sobre la cama destendida, siendo acompañados por un nutrido grupo de anfibios que saltaban sin parar. Algunas ranas aterrizaban directamente en los pezones o en la cara de Olivia, evidenciando sus celos. Otras se aferraban a mis dedos, como tratando de impedir una traición amorosa.
Olivia y yo encontramos la forma de comenzar, pero ella estaba ansiosa y harta de las ranas. Cuando tuvo la oportunidad, tomó a una de ellas con sus manos y empezó a arrancarle las patas con los dientes. Me dolió muchísimo.
—¿Cuál es tu problema, estúpida?
Olivia me miró entre ofendida y soberbia, me dio una patada en la entrepierna y salió huyendo. Las ranas trataban de consolarme mientras me retorcía de dolor; saltaban a mi cabello y a mi pecho, croando y dejándome sentir sus palpitaciones.
Aquella noche croé junto con ellas y estoy seguro de que los vecinos me odiaron más que de costumbre.

jueves, 4 de agosto de 2011

Lo que las cosas piensan de mí



con una presencia que abunda.
Un nombre a los fantasmas
y una luz que busca.
Tarde, paso a paso,
la mano acaricia, paso,
inquietud que estalla.

Con tus mil sonrisas
decora un salón:
por las noches
los dos seremos muchos.
Abunda, paso a paso,
corredor que da a la luna,
tierra impertinente (estorbo),
camarilla de gente
que observa y guía nuestros pasos.

¿A dónde vas, piel, ojos,
sangre todo cuerpo espacio
risa todo tiempo un mundo?
Un mundo eres, ya lo sabes,
y te impones y me reinas
un tiempo, el tiempo
compartido, es todo.
A todas luces somos locos,
estamos mal, pero de locos
es el juego y lo jugamos,
y de males ¡ya sabemos!

aquí vienen todos.
Traen todas sus cosas.
Siempre hablo de cosas,
nadie habla de mí.
Eso me calma.
Tú serás, tú eres,
lo has sido siempre,
¿quién eres?
¿Importa?
¿Importamos?
Trae tus cosas,
no seamos nada,
nadie. Nunca.

Amargo, 
avanzo entre bostezos.
Daría mi voz por un silencio
que brote de tus ojos.
Pero que tu mano se quede,
sí, todo el tiempo.
Lleno de ausencia a las personas.
Me he guardado para ti.

párpado, ya sabes,
es tan difícil, difícil es,
ábrete mundo.
Muéstrame un sueño entre tus brazos.

espero dos, tres,
cuatrocientos años.
Los que pasen.
Conozco al muro de piedra.
Lo conozco.

violeta el cielo, alimentando
mis ganas de tener paciencia 
a la ráfaga de viento
que nos empuja. Violenta
atmósfera de paz que penetra
mis días; iban en picada. Ya no más.
Hay algo que tengo que decir.
Un lapso que gotea.
La promesa de un escape.
Intercambio.

No hace falta una señal, aurora.
Contigo basta y sobra.
Llueve este mes, lloverá siempre.

un palacio de ciegos donde nadie
te pueda hacer daño, donde
pueda ser sombra 
y evitarte el miedo.
Un palacio sin horas,
un hogar, árboles de tibias hojas,
enredaderas en un balcón
que sea de ti.
Me cegaré, no soy digno,
no merezco, no puedo ni debo,
no soy, ciego mis ojos para no decirte que

sí, tengo fe,
no tengo nada más,
cúbreme,
guárdame de todo.
Universo de afilados dientes,
no es nada si me estás
cuidando hasta de mí.

el aplauso de un delfín,
la cuchara, la sopa,
una mueca, la sal,
una mesa, tú, vos.
Amanece, se hace tarde.
Una vida que se parte en dos.
Como sacarse el corazón
y echarlo al vuelo, ver
que caiga en un rincón.
Desatar la risa...


---

Suave, te enterneces.
Tener es el verbo, sí, lograr,
querer, buscar
una morada frente al mar
y menos luz para apreciarte entera.

lunes, 1 de agosto de 2011

Acuerdos

Dedicado al club de apreciación de los labios de Scarlett Johansson. 

No había mucha gente en la sala, así que ella pudo distinguirlo con facilidad en una de las filas delanteras. Lo dejó ahí. Ella se sentó a unos cuantos lugares de una pareja que se besaba como si el mundo fuera a terminarse.
La película tenía tres minutos de haber comenzado. No se perdió de cosas trascendentales. Se puso cómoda.
Dio un par de sorbos al refresco. Lo esperaba: no tenía gas. Se concentró en la película. De vez en vez miraba hacia donde estaba él. Sonreía.
Las manos de los amantes se movían de un lugar a otro con ansiedad. Mientras, la película seguía su transcurso.
Escenas pulcras, bien pensadas. Una fotografía intachable. Diálogos cortos pero significativos. Él tenía una inquietud: quería ver si ella había llegado ya. Pero una parte del trato era no mirar hacia atrás. Se resignó.
Lo hizo con una sonrisa, claro está. La sonrisa de quien siempre cede.
El contenido de los envases con palomitas de maíz disminuía con el paso de las escenas. De repente alguien tosía. Y ella parpadeaba con un ritmo regular.
Durante el intermedio, ella rompió una parte del trato. Se suponía que, una vez llegada la pausa a mitad de la película, ninguno de los dos podía moverse de su asiento, ni siquiera para ir al baño.
A él le pareció justo, mas sin embargo, no pensó que otro de los puntos del trato se volvía en su contra y a favor de ella: el hecho de que él no podía voltear para atrás.
Ella lo sabía. Salió al baño, pero tuvo la discreción de hacerlo rápido. Nada le garantizaba que él fuera incapaz de quebrantar el acuerdo.
Entró de nuevo a la sala y vio que la postura de él permanecía idéntica.
Suspiró satisfecha.
La gente regresó de la fuente de sodas y la película siguió su curso.
En la pantalla, una ciudad se extiende hacia el infinito. Enormes edificios, luces. Ella piensa que, de estar ahí, podría marearse.
Él no lo puede creer: los caracteres indescifrables están por todas partes.
“Sin duda”, piensan ambos, al unísono, “perderse allá debe ser interesante”.
La película sigue. Está por terminarse. Hace frío en la sala; los espectadores se calientan los brazos.
Llegan los momentos cruciales. Algunos se aferran a sus asientos. Aquí y allá hay lágrimas. Él llora. Trató de no hacerlo. Se repitió a si mismo que no debía llorar. Pero lo hizo. No pudo evitarlo.
Ella sí lo logró. No obstante, sintió movimientos extraños en su garganta y en su estómago. Algo cálido y expansivo. La melancolía. Es su forma de llorar.
A su lado, la pareja lloraba. Después, inspirados, se besaron.
Las luces de la sala se encendieron. Los asistentes se pusieron de pie y se fueron. Algunos mareados, un montón de basura, todo un desastre listo para que los empleados de limpieza comenzaran su extenuante tarea.
Como estaba acordado, él esperó a que la sala se vaciara. Ella fue de las primeras en salir. Metió sus manos en los bolsillos del suéter. Se subió al auto y sobrevivió al tráfico de las ocho.
Él, por su parte, una vez que terminaron los créditos de la película, salió del cine con lentitud. Se distrajo unos momentos viendo los aparadores, sin saber a ciencia cierta porqué.
Luego tomó un taxi, cuyo conductor estaba inspirado y cantaba una balada tras otra. Eso no incomodó en absoluto al pasajero, quien pensaba una y otra vez en las escenas que acababan de pasar ante sus ojos.
En el beso final y en cómo los protagonistas llegaron a él. Iba rescatando en la memoria sus partes favoritas de la trama. Estando frescas en la mente, las escenas de una película recién vista tratan de deslizarse de la cabeza como peces en manos inexpertas.
Ella llegó primero a su casa. Saludó a quien correspondía y comió algo. El plato no estaba tan lleno pero daba igual. Él llegó un poco después a su casa. Se metió a la regadera. El agua comenzó a caer.
Encendieron las computadoras casi a la misma hora. Minutos más tarde, charlaban sobre lo que habían visto.
—Japón me asusta —escribió ella —, es impresionante cuán distinta es la cultura.
—Sí, sería entretenido perderse allá. Una minipesadilla —contestó él.
Se estableció otro trato, un acuerdo idéntico. El día, la hora, las mismas condiciones. La charla siguió como de costumbre, con sus balsámicas sorpresas. El sueño se posó en los cuatro párpados.
La ciudad infinita, esclava de las luces artificiales, pasó una noche como cualquier otra.