miércoles, 21 de julio de 2010

La toalla ensangrentada de Hazel

 "El dolor silencioso es el más funesto."
 Jean Baptiste Racine

Ella realmente necesitaba barrer esa zona de la sala, pero los pies de él se lo impedían. Y él estaba tumbado en el sofá sin ganas de mover las piernas. Estaba la barrera, ella nunca le había dirigido la palabra más que los buenos días y tardes. Pero él sentía que ella estaba allí de pie como esperando algo. La sentía a ella, sus incómodos ojos, su impaciencia. La desesperación de que ya se le estaba haciendo tarde.
    —Uf, las jugadoras de Colombia están llegando muy fuerte —dijo al aire con intenciones de que el aire fuera ella.
    Ella no respondió, el “disculpe joven” se agolpaba en su garganta y buscaba un modo de salir. No se atrevía. Tampoco podía entender cómo era posible que le ganara la timidez en un momento así, siendo que ya iban a dar las dos y después de las dos todo el centro es un mar de gente y sudor y autos. Sujetaba fuertemente la escoba. En la televisión suena un silbato y hay imágenes de una futbolista ensangrentada.
    —¡No manches! —Gritó él, incorporándose—, sabía que algo así iba a pasar. ¡Qué buen partido!
    Ahora estaba al filo de su asiento. Y los pies todavía bien plantados en el suelo, a pesar de que por unos momentos habían quedado en el aire. Ella ahora mordiéndose los labios. De repente hubo algo que a ella le costó trabajo creer. Sus manos temblaban. No podía ser cierto. El hijo de su patrona, su patroncito, la hacía temblar, y era un temblor de miedo, de miedo a dar una orden, de miedo a interrumpir su descanso. No entendía cómo, él nunca había sido malo con ella y ahora tampoco lo estaba siendo, sencillamente no movía los pies y ese era todo su delito. Y eso a ella le estaba provocando un pánico que aún era incipiente. En la pantalla, los médicos del equipo le ponían una toalla en la cabeza a una de las jugadoras. El trapo se llenó de sangre.
    —Le abrieron la frente a Hazel Quiros —dijo él.
    De repente volteaba a verla y creía adivinar lo que estaba pasando. Pero ni así movía los pies de su lugar, los tenía bien plantados en el suelo. Ella seguía mordisqueándose el labio inferior. Un arrebato le llegó quién sabe de dónde.
    —Joven…
    Él desvió la mirada del televisor y la contempló, la examinó de pies a cabeza. Entonces la miró directamente a los ojos y ella bajó la cabeza, apenada. Pero como el no dijo nada, ella siguió.
    —Disculpe, ¿puede mover tantito los pies? Me hace falta barrer esa parte.
    El muchacho lanzó un profundo suspiro. El partido seguía su curso en la pantalla del televisor. Se levantó tranquilamente y se sentó en el sillón de al lado. Ella por fin pudo barrer esa parte de la sala, y ahora se sentía un tanto avergonzada y a la vez aliviada de que no le iba a tocar el centro con tanta gente. Él miraba intermitentemente a la pantalla y a ella. Tenía sed.
    —Clara, ¿me puedes traer un vasito con refresco cuando termines?
    Ella todavía barría el piso cuando escuchó la petición del muchacho. Sintió escalofríos. No podía mirarlo ya. Simplemente asintió con la cabeza. Dejó la escoba por ahí en la pared y fue por el refresco. Ella entraba a la sala con el vaso cuando notó que él la esperaba de pie, al centro de la habitación. Clara se acercó a él y le dio el vaso en la mano. No podía mirarlo. Algo le impedía verlo. Algo que ya sabía qué era y no quería aceptar, no quería admitir. Y de repente otras palabras aglutinándose en su garganta.
    —¿Se le ofrece algo más, joven? —preguntó ella titubeante.
    Él la estudió de nuevo con la mirada. Bebió del refresco. Ella sintió profundo y ruidoso el movimiento de la manzana de adán después del trago.
    —Ya no me hables de usted, Clara. Tenemos la misma edad.
    Colombia había metido un gol. Se escuchaban los gritos de las jugadoras y de la afición. Él se sentó de nuevo en el sofá y un rubor inevitable se apoderó del rostro de ella. Ahora lo miraba y pensaba que no debía. Que no debía mirarlo.

miércoles, 7 de julio de 2010

Los taxis son muy caros hoy en día

El doctor me miró con sus lentes de fondo de botella y me dijo que lo mío no era para morirse, que una gripe era más peligrosa que lo que yo tenía. Pagué y me salí del consultorio. Estaba lloviendo muy fuerte y llevaba puesta una chaqueta que no me cubría para nada del agua porque se empapaba toda y total que después de un rato me sentía muy mojado. Y enojado. Pensaba que iba a morirme pronto pero el doctor había echado abajo mis planes. Ya hasta tenía preparado lo que le iba a decir a Margarita. Ahora llegaría a la casa y le diría: Margarita, no me voy a morir, no tengo nada. Y ella seguramente me daría un largo y cálido abrazo, queriendo compartir mi alegría, una alegría que seguramente yo no tendré porque yo quería morirme.
    En el trabajo, todos me darán palmadas en el hombro. ¡Mi hombro de persona que se iba a morir y siempre no! El jefe seguramente me quitará el aumento que me dio sólo por mi enfermedad terminal. Me dirá algo como “me alegra que ya no necesite ese dinero extra para su tratamiento” y yo voy a tener que sonreírle. Yo lo que quería era morirme y ahora me está dando mucho frío y el camión no pasa. Voy a tomar un taxi.
    Tendré que pagarle a este taxista aunque no me guste que ponga su música ranchera. Le pediría amablemente que le cambiara a cualquier otra cosa, pero tendría que poner mi rostro de enfermo terminal y ya no puedo hacerlo porque el doctor me dijo que no voy a morirme. Claro que llegará un día en que moriré de viejo o se acabará el mundo (oh, mi última esperanza, que se acabe rápido el mundo) pero ese día ahora se ve lejanísimo. Voy a tener que seguir viviendo y haciendo cosas como pagarle a este taxista. ¿Treinta pesos por ir del centro a Lomas? ¡Me quiero morir!
    “Está usted exagerando, señor Ramírez. Su enfermedad es psicosomática”, me dijo el pinche doctor. ¡Hijo de la chingada! ¿Psicosomática? ¡Psicosomáticos sus huevos!
    Abro la puerta de la casa. Me encuentro con la boleta de calificaciones de Rubén. Reprobó matemáticas otra vez. A repetir. O talleres de verano o esas cosas. Pienso: si el doctor no hubiera arruinado mis planes de morirme, podría descansar e ignorar lo desastroso que es el rendimiento escolar de este huevón que dice ser mi hijo pues de todos modos yo habría de llegar pronto al cielo o al infierno. Al que sea, me es indistinto. Y ahí está Rubén, tirado en el sillón, jugando playstation. Ni se da cuenta de que llegué a la casa.
    Voy subiendo por las escaleras y pongo cara de que me tocó Dios y de que la vida es una experiencia sana y divertida. Abro la puerta de mi habitación y me encuentro a Margarita, acostada, viendo la televisión y apretando una y otra vez uno de los botones del control remoto. Quitándome la chaqueta y arrojándola al suelo, grito: ¡vieja, no me voy a morir!
    Lo que hace ella es seguir viendo la televisión sin decir nada.