lunes, 31 de enero de 2011

Con el gorro azul caminando cabizbajo por la calle



Abro una puerta y de pronto
me pregunto para qué, qué
estoy haciendo. Y pasa media
hora sin que pueda saber
de mí un atisbo, una pista.
De súbito me acuerdo, me
pesa el mismo miedo de
la infancia: si abrí esta
puerta es porque iba saliendo
Un cielo azul, un polvo en
el viento, una nada. Color
amarillo pálido, de nadie.
Curioso el miedo que me borra
de la cara los demás temores.
Curioso porque no recuerdo si
nací con él o me lo regalaron.
También curioso es, amor,
tu forma de ocultarte cuando
el amor te llama. Curiosa
eres, ¡qué agradable!
Ya te quiero como un…
Como demasiado, y aún de ti
yo no sé casi nada.
Un cielo, un polvo, un azul,
un viento, gracias por nada.
Un color amarillo que va
a los brazos de nadie y baja
de una ausencia prolongada.
Siempre el horror, el temblor
al ver la sombra de la pluma
en la pared, una pluma que
me fue heredada al preguntar
porqué: porqué porqué porqué.
Sale el sol, camina y se
esconde y yo entre las
cobijas. Hay quienes dicen que
es “ocio”, otras le llaman
“miedo” y yo pregunto:
¿Por qué? ¿Por qué un polvuelo,
un azulento, una granada?
¿Por qué un amarillo, un
ciento, una falsa mirada?
El sol se ha ido ya. Se ha
pintado de amarillo y el
cielo resiente su partida.  


lunes, 17 de enero de 2011

El tuétano perdido


Mónica no sabía preparar huevos estrellados, pero daba todo de sí esa mañana al intentarlo por enésima vez.
—Creo —dijo Uriel— que tengo la solución a nuestros problemas.
Mónica no se desconcentraba de su tarea. Un par de huevos no iban a derrotarla esa vez, a pesar de haber salido victoriosos en múltiples ocasiones. Fue por eso que no le respondió a Uriel. Éste prosiguió:
—Sí, ya sé lo que tenemos que hacer.
Todo en la cacerola lucía en orden. Mónica esbozó una sonrisa nerviosa y se dijo a sí misma “creo que lo estoy logrando, creo que al fin me van a salir estos pinches huevos”.
—Mónica, ¿me estás escuchando?
Las yemas amarillas lucían tan perfectas y a la vez tan frágiles, que Mónica se conmovió unos segundos. El mundo entero cabía en su desayuno.
—Bueno, qué más da, te explicaré mi plan.
Uriel le explicó su plan. No hubo respuesta por parte de Mónica, quien todavía cuidaba sus huevos estrellados. Había metido unas cuantas tortillas en el microondas y ahora giraban y giraban. Uriel suspiró.
—Hice lo que pude —murmuró.
Después prendió el televisor. Las noticias eran las mismas, o al menos similares a las de todos los días: la humanidad había comenzado a terminarse casi literalmente. La monótona voz de la periodista irritó a Mónica. Sus huevos estaban casi listos, pero el timbre de la presentadora de televisión le había crispado los nervios.
—¿Puedes por favor cambiarle de canal? —dijo Mónica molesta.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Uriel con ironía.
—¡Por favor! Me pone nerviosa.
En efecto, Mónica había comenzado a temblar. Apagó rápidamente la estufa y se dio cuenta de que ahora tenía que hacer la parte complicada: trasladar los huevos estrellados de la cacerola al plato sin que se rompieran las yemas. Uriel subió el volumen del televisor.
—No jodas, Uriel, no jodas.
Mónica tomó una espátula de plástico y, acercando la cacerola al plato, se dispuso a servirse. Cuidadosamente, uno de los huevos fue acomodado en la espátula. El tiempo se detuvo para Mónica mientras llevaba ése huevo a su plato. Miraba fijamente la gelatinosa yema. Por fin el huevo llegó a destino y Mónica pudo respirar de nuevo. Uriel seguía subiendo el volumen de la televisión.
—Uriel, si le subes un poquito más te juro que el aceite caliente va a dar a tu cara.
Uriel no hizo caso y le subió unas cuantas rayitas más al volumen. Mónica sintió un escalofrío que la hizo estremecerse. Se repuso y empezó con la mudanza del segundo huevo. Sin embargo, comenzó a sentir, suavemente primero y después intensamente, una comezón en el pubis. Se lo había depilado la noche anterior.
Las consecuencias de las ganas de rascarse no se hicieron esperar: Mónica pudo colocar el huevo en el plato, pero la yema sufrió una minúscula fisura y terminó por deshacerse por completo. La plasta blanca de la clara se cubrió del líquido amarillento. Mónica arrojó el plato a la pantalla de la televisión. 
La televisión se rompió. El plato también.
—¡Nunca me van a salir estos huevos! —gritó Mónica.
Uriel se levantó de la silla sin decir nada y fue a abrazar a Mónica, quien había empezado a llorar sin control.
—No pasa nada Moni, no pasa nada.
—¿Cuántos huevos más voy a tener que echar a perder para aprender? —preguntó Mónica, desconsolada.
—Muchos mi vida, muchos.
—¿Cuántos?
—Muchos —dijo Uriel mientras se acercaba al televisor para limpiar el desastre. El mundo se estaba terminando fuera de esas cuatro paredes y Mónica se había quitado los calzones para poder rascarse a gusto el cortísimo vello púbico y andar fresca por toda la casa.

lunes, 3 de enero de 2011

Alicia



Alicia llegó temprano a la cita. Se sentó en una banca del parque, en la más solitaria. Y ahí se puso a esperar. Iban a dar las cinco de la tarde y el sol era insoportable. Pero ella lo estaba soportando, de cualquier manera.
Algunos chicos jugaban futbol, otros hacían suertes con sus bicicletas, y una que otra pareja de novios se besuqueaba apasionadamente a la sombra de un árbol. Alicia, paciente, miraba los colores de la vegetación, de las casas aledañas al parque, de las poquísimas nubes del cielo, y de sus manos.
—¡Qué descoloridas están mis manos! —pensó.
Así que dieron las cinco de la tarde, hora de la cita, y Federico no había hecho acto de presencia. Alicia tarareaba una melodía que nunca antes había escuchado, y se lamentó, pues al no estar dotada para tocar instrumento musical alguno, su melodía se perdería en el olvido.
Gotas de sudor comenzaron a bajar por su cuello y sus mejillas. Su blusa púrpura se calentaba sobremanera. También le dio comezón en un pie. Un balón estuvo a punto de estrellarse en su cara.
Dieron las 5:14 y Federico aún no llegaba. El cielo se tornó amarillento, y la humedad del ambiente era muy elevada. Los chicos que jugaban futbol se retiraron y compraron helados de kiwi y arándano en algún expendio de helados cercano, mientras las aceras comenzaron a vaciarse lentamente de caminantes.
El parque también se había quedado casi completamente solo. Todas las parejas abandonaron el lugar en cuanto notaron que las manchas de sudor de sus ropas crecían a una velocidad considerable. Huyeron en la búsqueda de un lugar más fresco para poder hacer sus cosas de amantes.
A pesar de haber quedado completamente sola en el parque, Alicia no se mostró afectada. Al contrario, la soledad la confortaba y la hacía pensar, sin saber por qué, en mullidas y frescas almohadas. Ella también quería, como las parejas que momentos atrás la habían dejado sola, correr con su amante a buscar un rincón en un armario o en una oscura sala para ponerse cómoda y dejar rastros de saliva en piel ajena.
Había, sin embargo, dos problemas. El primero era que Federico no llegaba y, el segundo, era que Federico no era su amante. Todavía.
Un vendedor de helados, ya de edad avanzada, se acostó en una banca aledaña a la de Alicia y, cubriéndose el rostro con su sombrero, se quedó profundamente dormido. Roncaba. Alicia consideró que eso era algo simpático.
A pesar de la sonrisa que le arrancaron los ronquidos del anciano, Alicia mostraba ya algunos signos de impaciencia. Eran las 5:28 y Federico aún no aparecía.
Una frase, terrible sin duda, empezaba a construirse en su mente: me ha dejado plantada. Pronunció esas palabras para sus adentros y el eco de las mismas fue devastador. Alicia temió estar perdiendo su tiempo en vano.
El eco no duró mucho, de todas formas. En un segundo apareció Federico, conduciendo su imponente camioneta azul marino. Se estacionó frente al parque y se bajó apurado. Vio, a lo lejos, a Alicia. Corrió con más prisa. Y llegó y se sentó a su lado. Se dieron un beso y un abrazo.
—Perdón por la tardanza, Alicia, pero es que las moscas...
—¿Qué moscas, Federico? —preguntó Alicia extrañada.
Federico temblaba, como si su sistema nervioso estuviera severamente alterado.
—Mi padre ha comprado unas moscas, y me hizo que lo llevara a recogerlas, pero ya estoy aquí. Perdón, en serio.
Alicia levantó las cejas, sorprendida, y aceptó la disculpa. Trató de hablar de cosas superficiales, pero Federico contestaba con expresiones inciertas y nerviosas y una que otra onomatopeya.
—Dime, ¿cómo siguió tu mamá?
—¡Bruuuum!
—¿Eh?
—¡Kerrrssplaash!
Alicia pronto se sintió incómoda al no poder hablar con Federico sobre cualquier cosa. Éste, no obstante, trató de controlar sus impulsos y de ordenar sus ideas. Aclarando su garganta, dijo:
—¿Sabes, Alicia? Anoche que estaba solo en mi cuarto... bueno, era de madrugada ya. Y estaba solo. Entonces empecé a tener fantasías, fantasías eróticas, y en todas ellas estuviste tú, Alicia. Tú y algunas otras, pero siempre tú de protagonista, con ajustados trajes de baño que yo... yo, ¡yo, feliz de la vida, me atrevía a quitarte!
Alicia se levantó y salió corriendo. Federico la seguía y le detallaba las fantasías eróticas que había tenido la noche... la madrugada anterior.
—¿Te llevas bien con Laura, Alicia? ¿Son amigas? Porque ayer en mi imaginación fueron muy, muy amigas y yo estuve muy feliz de compartir su amistad, y de que ambas me hicieran su esclavo y amigo y confidente, y merecedor de su amistad desnuda. ¡Su desnudez de ambas! ¿Puedes creerlo? ¿Son amigas?
Alicia quería gritarle algo pero no sabía exactamente qué. Así que siguió corriendo hasta llegar a un taller mecánico. Ahí dentro, los trabajadores la escondieron, golpearon a Federico hasta dejarlo con severos traumatismos craneales, y escoltaron a Alicia hasta su casa.
Cuando la chica abrió la puerta de su casa, volteó para despedirse de sus héroes. Ellos, con las manos detrás de la espalda, escucharon las palabras de agradecimiento de Alicia, y no faltaron algunas lágrimas.
—Sólo hicimos lo que debió haber hecho cualquier caballero, señorita —dijo uno de ellos, hablando por sus compañeros.
Hubo aplausos, vítores, y entonces se regresaron al taller. Alicia cerró la puerta y se sirvió un vaso con abundante jugo de toronja porque tenía mucha sed.