lunes, 4 de enero de 2010

La angustia nunca ha matado a nadie


Las palomas comen las semillas que arrojo al suelo. Frío sábado por la mañana en La Merced; están heladas mis manos pero las semillas no, las palomas menos. Ellas comen y son felices, platican, ríen, divagan y no me invitan porque yo no soy paloma. No pasa nadie a esta hora, la fuente está apagada, están limpiando el templo y las nubes no llueven, el agua no llueve. Mi mano izquierda arroja semillas a un paciente grupo de palomas, me miran de vez en cuando como esperando, como pidiendo más porque nunca es suficiente. Nunca nada es suficiente.
Acabo de visitar a un amigo enfermo que necesitaba verme, según él, para pagarme algunas deudas. En su habitación había focos apagados, un televisor encendido y él solo, tomándose unas medicinas. El frasco anaranjado brillante y un vaso de agua tibia en el buró, mi amigo tose.
—Qué bueno que viniste, estoy muriendo —me dice.
—¿Muriéndote de qué, Víctor?
—La angustia me mata.
—La angustia nunca ha matado a nadie, Víctor.
Vi un dinero en el buró. Víctor quería pagarme lo de aquella vez, cuando entramos a su casa después de una borrachera juvenil, él recién casado y yo solo como siempre, y vimos a su esposa entre los brazos frenéticos de un anónimo. Yo estaba ebrio, así que sólo me acuerdo de la sorpresa en sus rostros, de las sábanas de pronto detenidas, el tipo escapando y Víctor convertido en un energúmeno; casi pude ver al diablo en él, con el cuchillo en mano y su esposa de repente ya sin gritar. Una fuente silenciosa de sangre. Yo ya no estaba ebrio, cuando nos subimos al coche con la muerta yo ya no estaba ebrio.
—Pues a mí sí me está matando —dijo.
—¿Para qué soy bueno?
—Ahí están tus cinco mil pesos.
—No era necesario, los necesitas más tú ahorita —le dije todavía con las manos en las bolsas.
Víctor hizo una mueca de disgusto y me señaló, como pudo, el montoncito de billetes. Yo estaba ahí parado, renuente a acercarme y a nada. No quería recoger ningún dinero pero Víctor tosió tanto y con ese gesto me chantajeó, fue como un “si no lo tomas, me voy a deshacer”. La habitación olía a pesadumbre, hacía calor pero un calor ahogado, y no entendía por qué tan temprano, supongo que él ya temía que la hora estuviera cerca. La televisión hablaba casi en otro idioma. Víctor tose.
—Ándale, ¿qué no ves que me estoy muriendo?
—Yo no veo nada, tú todavía puedes salir adelante —le dije.
—¿Para qué? Ahí va a estar siempre ella y yo ya no quiero…
Me ofreció cinco mil pesos si le ayudaba a esconder el cadáver, y no sé por qué acepté; dinero no me hacía falta y menos penas. La muerta iba en el asiento de atrás y Víctor me iba dirigiendo. Fue un milagro no habernos accidentado esa noche, aunque, en el fondo, creo que Víctor lo habría preferido. Durante cuarenta años lo persiguió la fotografía, el recuerdo en su cabeza de esa noche cálida por el alcohol, cuando llegamos a mitad de ninguna parte y en medio de la oscuridad y las dudas, del miedo y la angustia de no saber qué estaba sucediendo en realidad, enterramos a la muerta y no volvimos a pasar jamás por ahí. Cuando los familiares preguntaron por ella, Víctor dijo que había desaparecido sin avisar. Pero nunca desapareció, siempre estuvo ahí con Víctor, susurrándole cada noche y atormentándolo con frases etéreas en la regadera.
—Bueno, voy a tomar el dinero pa’ no hacerte repelar más —le dije.
—Está bien.
Me acerqué al buró y al mismo tiempo vino a mí el Víctor lloroso de la noche oscura en que se hizo viudo. Traté de no pensar en eso ni en lo que sucedía ahora, en que la enfermedad me hacía pensar de pronto en la muerte con su capa negra, allí sentada. Víctor me había quedado a deber ese dinero por todos estos años, una cantidad que yo no quería y que terminó enfriando nuestra amistad. Puse el dinero en mis bolsillos y mi amigo lanzó un suspiro de satisfacción. Yo no quería estar allí presente, pensé en eso cuando vi llegar a la enfermera. Me despedí de Víctor, estreché su mano y allá afuera estaba el médico.
—Dice que la angustia lo está matando, doctor —le comenté.
—Qué va, la angustia nunca ha matado a nadie.
—¿Entonces no morirá?
—Ese hombre tiene asuntos que lo molestan, pero aún le resta mucha vida —me dijo tranquilamente.
Entonces yo me fui lentamente por las calles del centro, me senté en La Merced y me puse a darle de comer a las palomas, que a veces se impacientaban. No me invitan porque yo no soy paloma. La muerta no me susurra porque yo no la maté.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

espero nunca me pase eso jajajaja
me sorprendi el dia q nos topamos en la calle!!!

realmente es una proeza poder verte en la street!! jaja

congrats!!
Atte: Uziel en la Luna
www.uzielenlaluna.blogspot.com

María - Té de Libelula dijo...

Hola Román.
Estuvo buena. Me entretuve un ratín jeje.

Aunque, para serte sincera, no me agrado mucho como te dirijes a la esposa del viudo. Sé que es absurdo, porque es un relato (Sí, un relato, no un simple relato). Pero... Bueno, yo soy de la idea de que a los muertos tienes que dirigirte con respeto.


Todo lo demás me gustó.


Suerte.

Addi. dijo...

Jajajaja. El coment de Tere.
Estuvo bien chido amigo, todas tus historias deberían ser cortometrajes. Logras introducir al lector en tu lectura como nadie!! Te odio :)

Addi. dijo...

Valga la redundanciaP

A n g e l dijo...

Addi es GAY

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Impactante el tema de tu relato, yo igual considero que tus textos deberias ser parte o mas bien un cortometraje, no digo ni medio ni largo, generalmente los cortometrajes te dejan con esa sensacion de que por ser cortos, a veces uno busca mas y mas de esa historia, y bueno, el texto cumple con esa base para ser una buena pelicula de corto lapso, felicidades...

María - Té de Libelula dijo...

Che Addi hijo de chismoso

u_u

Lelio dijo...

ahhhhhhhh!!!!

esta poca madre, me quede con la boca abierta esta vez..

dantealejandro dijo...

Ah, qué digno texto, Román. me gusta la atmósfera del relato. Un gran saludo! Feliz año!