jueves, 17 de diciembre de 2009

De todos y de nadie


Me molesta observar cosas que no deberían importarme. Paso de la indiferencia a la intriga en segundos, y por eso se fijaron en mí. Ojala hubiera seguido mi rutina como estaba estipulada desde un principio, desde que puse mi pie izquierdo en el frío suelo de la mañana. Pero no, aquel día no iba a poder deshacerme del destino que me acechaba con ganas de devorarme de principio a fin. Son contados aquellos instantes que puedo recordar para siempre, ya sea por agradables, porque los suspiros que me arrancan son de pura y llana satisfacción, o por horrendos, mordaces, angustiantes. Aquel día, sin embargo, lo rememoro por inusual, porque me cambió la vida, porque me siento animal salvaje, sedado y llevado al zoológico y despertado con lechuga y frutas cuando lo recuerdo. Me siento muchas cosas, pero aquí no se trata de sentir uno, sino de hacer sentir al prójimo, a ella. Todos mis sentimientos los tengo que transformar en palabras para así poder regalarlos, esperando en la otra persona un rostro de viva satisfacción, de justificación a un excéntrico gusto. Y esas caras, esos gestos los obtengo. Pero por ahora, tengo que empezar por la comida, lo que pasó aquel día en que salí, ví, y luego me comí el atún.

Iban a dar, pues, las tres de la tarde. Yo salí a la calle y el sol me abofeteó. No nubes, no aire corriendo entre las casas. Llevaba veinte pesos en el bolsillo e iba en busca de algo para acompañar mi fiel lata de atún en agua y mis galletas saladas. Quizás frituras, o una pieza de pan, mas el refresco. La tienda quedaba a la vuelta de mi casa, tres puertas a la izquierda, y yo caminé. Cuando doblé en la esquina, noté un automóvil azul celeste estacionado indiscretamente junto a la acera, que siempre está abandonada. Yo, curioso (no sé de donde saqué este impulso, fue el primer error de todos), me aventuré a poner las manos sobre el vidrio y examinar el interior. Era un bonito automóvil, aparentemente un último modelo, lleno de accesorios femeninos. Me fui de ahí y seguí caminando a paso lento, a paso desinteresado de todo. En la tienda seguí con esta pausa, esto de cruzar los brazos y olvidar lo que estaba haciendo, olvidar el atún que me iba a comer y suplirlo con pláticas amenas y palabras y palabras. Me dan las tres y media y pago mi refresco y únicamente el refresco, porque he preferido ahorrar. Paso junto al coche y siento un leve esbozo de intriga. ¿De quién es? Nadie a quien contarle esto, porque estoy solo en casa, mis padres salieron de viaje por una semana y no puedo recordar con exactitud a donde fueron. Lo más importante es que estoy solo en casa. Me comí el atún con naturalidad, pero al probar las galletas saladas noté ademanes de impaciencia en mis reflejos. Casi tiro el refresco y las servilletas. Como era lo único que traía en mente, atribuí mis desvaríos al pensamiento del auto y la estúpida curiosidad que había engendrado en mi persona. Me limpié los labios y salí, a fijarme en el auto y a tentar a mi intriga, al suspenso barato. Y ahí estaba el auto vacío, desesperantemente vacío y sin alguna pista. Me acerco, me apoyo en un poste de madera y contemplo con supuesto interés al citado vehículo. Ese fue otro error, jamás debí salir, ni acercarme, ni recargarme, ni mucho menos quedarme ahí como idiota. Fueron varios errores, ahora que lo pienso. Pero ya no había marcha atrás. El sol me seguía abofeteando la cara, y esperé.

Eran las cuatro. En ese momento no me dí cuenta de que todo lo que acababa de hacer me había conducido al temible territorio de la incertidumbre. Fue todo como un relámpago cayendo en medio de la ciudad. Algo inesperado fue el automóvil negro de vidrios polarizados y la puerta del copiloto abriéndose. Era una mujer morena, alta, elegante, de unos cuarenta años. Cabello negro lacio, hasta los hombros, labios pintados de marrón. No me fijé en su ropa, no tuve tiempo. Ya el conductor, de lentes oscuros y traje sastre impecable, se acercaba a mí como gorila enfurecido. Sólo escuché el “¡atrápalo!” que gritó ella, y de pronto yo ya forcejeaba inútilmente. Sentí un golpe en el hígado, el tipo me llevó frente a la mujer, quien me dijo “Nos vemos mañana”. En aquel momento yo estaba tan confundido que, cuando entré al auto negro de vidrios polarizados, empecé a reír. Una risa, unas carcajadas de nerviosismo puro, de preguntarse qué está pasando, y sobre todo, por qué, o para qué. El tipo escuchaba cumbias, yo iba acostado en el asiento trasero y pensé en el secuestro. Todo lucía bastante improbable, así que dejé que la realidad se fuera mostrando poco a poco ante mis ojos, aún remojados en las finas fragancias del escepticismo. Me vino a la mente la mujer y su elegancia de cuarenta años, sus palabras, ¿mañana? ¿Mañana qué? No estaba amordazado y se me ocurrió preguntarle a mi secuestrador, el gorila de lentes oscuros y traje sastre inmaculado, sobre la razón de todo este circo arrebatado y de reflejos como ráfagas. Pero fue inútil, su respuesta fue un sincero silencio que se me contagió.

Me comió el nerviosismo, de pronto. No me fijé a donde estábamos yendo, bien pude haber tratado de escapar del auto, pero la pistola en el bolsillo de mi captor me hizo pensarlo dos o tres veces. Además no lucía amenazante y su tranquilidad me daba una especie de confianza, confianza desesperada o sólo una jugarreta de mi mente para no pensar en cosas peores. Ya después no supe que fue lo que me pasó que me ganó la boca cerrada. Llegamos a una obra negra, y estaba la puerta negra. La casa era de dos pisos, los ladrillos estaban expuestos, no había ventanas, pero sí una puerta negra. Mi secuestrador ya no parecía tanto un secuestrador, ahora lucía más bien como un maestro, alguien posicionado un nivel arriba en la escala de valores de un juego que yo no entendía, o no estaba autorizado aún para entender. Me abrió la puerta, me llevó a la planta alta del lugar (la obra negra se encontraba a las afueras de la ciudad, de esto me di cuenta cuando miré por la ventana y vi el caserío a lo lejos) y había una cama. El baño era lo único funcional y estaba aparentemente terminado. La ausencia de palabras o explicaciones fue provocándome lentamente una picazón en la espalda, un ansia de comerme las uñas, de querer llorar como cuando uno es niño y se pierde en una plaza. El tipo abrió un armario, sacó una bolsa con ropa y se metió al baño. Había una gran colección de sacos, corbatas, camisas y pantalones. Y los zapatos y las calcetas también estaban ahí. ¿Y ahora? El hombre salió del baño, vestido como persona normal, ya sin el traje y la elegancia, y me habló.



-Hay jugo y galletas en uno de los cuartos de abajo. Te voy a dejar aquí y mañana vengo a abrirte la puerta a las dos y media de la tarde, y te vas a tener que llevar el coche negro y la pistola. Melissa te va a estar esperando en la esquina de la calle L. y la calle A. Tienes que ponerte alguno de los trajes del armario. Y toma estas pastillas de menta, porque las vas a necesitar.

Se fue.

Yo me quedé ahí, pidiéndole explicaciones a las paredes, o a la tierra, o a la ventana sin ventana. Nunca iba a obtener nada, así que bajé por jugo y galletas y pensé en este sueño no soñado, en esta vida no vivida. No era pesadilla, porque no la sentía como tal. Se trataba, sencillamente, de realidad pura, improbable, y pensé en Melissa. La mujer de cuarenta años era Melissa, y era guapa. ¿Por qué esperarme a mí, en todo caso? Yo mismo me sentía extraño al pensarme ahí, solo, estando sin saber por qué. La noche era silenciosa y el no hacer nada me hacía sentir mal, porque a mi no me gusta dudar y además, estaba dudando del secuestro, un secuestro atípico, un secuestro Light que no tenía razón. Me quedé dormido.

Por la mañana bajé por más jugo, más galletas y más sensatez. La noche y el sueño, con sus imágenes etéreas e improbables, bañaron la casa vacía y la cama y el armario con los trajes con una penetrante esencia mecánica: el hacer las cosas por hacerlas, no cuestionar, no imaginar nada, simplemente vestirme y esperar las dos y media de la tarde. Un letargo de media muerte bajo el sol, acechando al sonido de la puerta abriéndose. Llegó mi captor (dudo que tenga sentido llamarle así todavía) y me entregó las llaves del auto, la pistola, y yo estaba vestido de traje sastre y de calor. Me dio, también, los lentes oscuros, y se despidió de mí sin decir adiós, simplemente se fue. Yo tomé el auto, y mientras manejaba, viendo las calles y la gente sin que la gente pudiera verme a mi, sintiendo la protección de un vidrio polarizado y la pistola en el bolsillo sin saber usarla, vi a Melissa en la esquina de L. y A. Un vestido azul celeste y unas hermosas piernas morenas, rostro elegante, afuera del automóvil azul y mi miedo, mi miedo sale a flote. Ella abre la puerta del copiloto. “Llévame a dar una vuelta, hermoso”.

Yo conduje el auto por calles al azar, simplemente dando vueltas y vueltas. Me estacioné en una cuadra vacía, creo que era la calle de T. Ahí Melissa me dijo que era una mujer rica y solitaria, que no sabía cómo llenar tantas tardes vacías después de trabajar y que me necesitaba a mí y a mis “te amo”, pero dichos con sinceridad. ¿Cómo no quererla, si es tan elegante, tan mujer? ¿Cómo no llevarla a un hotel si es tan ella? ¿Cómo no pagar la habitación y arrojar el vestido azul celeste furiosamente a la pared si no ha dejado de ser Melissa ni un segundo? ¿Cómo no hacer todo esto si apenas la conozco? Entre sábanas rentadas y sopor de las cuatro de la tarde, entre un cuerpo desnudo de muchos años, pero joven en esencia, ahí seguía sin entender absolutamente nada, pero ya era inútil querer comprender cualquier cosa. Y yo le decía “te amo” y ella sonreía, y la elegancia en su rostro y en sus senos. ¿Por qué no? Candor humano, amor, y Melissa me habla.

<< ¿Ves a ese muchacho? Él es el siguiente. Ahora ya sabes lo que tienes que hacer, eso mismo que fue hecho contigo. Ya sabes a donde llevarlo y sabes qué decirle. Menciónale que lo estaré esperando en la esquina de Y. con J. Dame tu teléfono, hermoso, dámelo, porque te quiero llamar después, y tal vez deshacerme de este juego aleatorio y jugar sólo contigo. >>

Melissa se bajó del auto y yo palpité. Corazón, obedece a ciegas, sin titubear. Aprende tu condición de eslabón, y sigue adelante, porque ella prometió llamarte a ti y así darte a recordar esta situación ya no como algo inusual, sino como la única situación digna de ser recordada. Yo bajé y capturé al joven, lo metí al asiento del auto e ignoré todas sus preguntas, hice como que no escuchaba nada. Puse cumbias, también.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Jaja! de por si ya
tengo mala suuerte!
.. como siempre
bien hecho "hermoso"
jajaja! te kiero zonzo!
enana loves Rofiiz! =)

Shell dijo...

¿Por qué cumbias?

Ahh esa Melissa es chingona
cuando sea grande seré como ella (H)

Me ha gustado tu texto
un secuestro muy original (:
Abrazos!!! Disfruta los días fríos, querido Román.

Tucker dijo...

Hola pelukas, esta buena la idea de una chika asi, seguro debe existir, ojala un dia me escoja.

Asi le pasara al comu con saddisin.

a mi figura emanar emanar emanar.

Lelio dijo...

orale que intenso,,,, que mejor secuestro diria yo,

muy bueno, muy bueno .... mi respetos.