lunes, 14 de septiembre de 2009

Luces de carretera


Me levanté a las 4:30 de la mañana para darme un baño e intentar abrir los ojos de forma definitiva. El agua helada me caía por los hombros y se estremecían los nervios de mi espalda. Finalmente pude despegar los párpados, aunque no recordaba con exactitud el por qué de mi temprano despertar. Me llené el cabello de shampoo y lo froté con fuerza, una y otra vez. La espuma iba bajando por toda mi piel y me daba cosquillas. Y así, sintiendo un cosquilleo artificial, me acordé del por qué estaba madrugando. Tenía que ir por ella al aeropuerto. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Iba a llegar a las 6 de la mañana al aeropuerto de León, procedente de Tijuana. Tuvo alguna especie de congreso o cátedra o exposición o curso en San Diego y le había prometido con todo el cariño de un amante que yo mismo la recogería de forma puntual y la recibiría con un beso reconfortante y exhaustivo. Pero ahorita estaba a poco más de una hora de distancia de aquel acontecimiento, y además, estaba mojado y desnudo. Aún así, no necesité más motivación que el recuerdo de sus labios para poder sacudirme la pereza y vestirme en 15 segundos. Camisa y pantalón de vestir, justo como a ella le gusta.

A un vaso de jugo y unas galletas de chocolate las condecoré como desayuno. Le di de comer al perro, quien seguramente se preguntó la razón de mi tempranera actividad, y salí a prender el coche. La calle estaba muerta, las luces iluminaban el vacío, los árboles susurraban en un idioma que me resultaba un tanto ajeno y se percibía el apresurado movimiento de algunas bestias nocturnas. Gatos hambrientos, perros escapistas, ratones perseguidos, ¿fantasmas, tal vez? Había una densa neblina, aunque yo creo que más bien era un reflejo de mi mente. Me armé con buena variedad de música para el camino, alguna que me mantuviera despierto en la autopista. No me gusta mucho manejar, y menos de madrugada, pero bueno, una promesa al amor de mi vida no es algo que deba tomarse tan a la ligera, ¿o si? Total, en cuanto la tuviera entre mis brazos, todo cansancio, todo desvelo, toda molestia habría desaparecido.

Iba recorriendo las calles y me encontraba con situaciones bastante peculiares. Había un puesto de tacos, con unos cuantos clientes, quienes discutían sobre asuntos de cultura general. Pude ver desde lo lejos sus platos atiborrados de servilletas sucias, las botellas vacías de refresco acumuladas en las mesas y unas tímidas luces que luchaban vagamente por iluminar aunque fuera media cuadra. La mayoría de las calles estaban abandonadas. De entre las sombras salía uno que otro borracho aullador. En las esquinas esperaban pacientemente algunos chicos y chicas a que sus padres pasaran por ellos después de alguna fiesta en una de las discotecas del malecón. Pero para ser sincero, eran muy pocas las almas osadas que habitaban la calle a esa hora. Y yo me sentía verdaderamente fuera de lugar. Llegué a la gasolinera con el involuntario fin de interrumpir al empleado de la lectura de su libro vaquero. Me dijo dame las llaves, le dije aquí tienes, me dijo cuánto le pongo, le dije llena el tanque. El tanque se llenó, las manos del empleado también, pero de billetes. Con la billetera vacía, me lancé al interior de la boca del lobo, o mejor dicho, a la oscuridad de la carretera. El trayecto hasta la autopista habría resultado más divertido de no ser por el hecho de que no había más autos en el camino. Yo creo que así debieron sentirse los caballeros de los cuentos de hadas, cuando les tocaba recorrer a caballo los bosques más tenebrosos, los pantanos más asquerosos y los parajes más desoladores. Pero que va, a mí me faltaba muchísimo para poder compararme con esos respetables galanes. Yo simplemente iba a cumplir mi promesa. La promesa que le hice al amor de mi vida.

Casi me perdía al estar buscando la entrada a la autopista. Bueno, qué se puede esperar de un tipo somnoliento conduciendo a las 5 de la mañana en medio de un paisaje completamente oscurecido. Ahí estaba, después de una dosis de retornos, el letrero bendito: autopista León-Aguascalientes. Me metí a la autopista y me adentré por completo en un camino gobernado casi enteramente por camioneros arrebatados. No sabes qué pánico me provocaba el hecho de que mi auto estuviese en medio de dos camiones a gran velocidad. Como que sentía que en cualquier momento me iban a apachurrar como acordeón. Una sensación terrible, si me lo preguntas. Pasé junto a la famosa Mesa Redonda y su negrura me pareció imponente. Casi me arrepentía de lo que estaba haciendo, pero en cuanto comenzaba a sentirme un poco mal, inmediatamente recordaba el rostro angelical de mi amada y se me olvidaban todos mis miedos. En este punto debes estar pensando que soy irremediablemente cursi, y sí, quizás tengas algo de razón. Pero ya tenía un mes sin verla, y en estos casos, un mes es como una eternidad y media.

Seguí manejando. De repente, entre la oscuridad del paisaje que me rodeaba, aparecían algunas luces esparcidas entre el horizonte. Conforme fui acercándome al municipio de León, las luces se fueron agrupando, formando así unos enormes monstruos luminosos, que parecían observarme con curiosidad. Llegué a la caseta, le di un billete de 100 pesos a la señorita y ésta me devolvió mis 8 pesos de cambio. Y digo ésta no por ser despectivo, sino simplemente por decirlo. Lentamente el camino me introdujo a un sitio extraño. Las nubes en el cielo, todas llenas de agua, reflejaban el color naranja de las luces de la ciudad. Era un espectáculo bellísimo. A los lados, había fábricas, empresas, edificios grandes, de figuras curiosas, iluminadas, dignas de ser observadas con detenimiento, cosa que no podía hacer porque, carajo, habría chocado. Y no quería imaginarme a mi princesa, esperándome en el aeropuerto, sola, cansada, llorosa…

De alguna manera me salí de la carretera y entré a ese confuso trayecto que va de León a Silao. Existe un punto en el cual no sabes si estás entrando o saliendo de Silao, o si estás apenas metiéndote a León. Lo que estaba buscando era un letrero que me indicara, piadosamente, el lugar donde se encontraba la salida al aeropuerto. Me tocó ver una cantidad pasmosa de hostales, hoteles y moteles, todos con sus respectivas luces de neón color morado sensual. Y lo sensual del morado me recordó, de forma inevitable, a mi hermosa mujer, que sin duda ya estaba esperándome en algún lugar de la zona de llegadas del aeropuerto. Me la imaginé allí, de pie junto a su maleta, esperándome con los brazos abiertos. Por ir pensando estas cosas casi se me olvidaba que tenía que tomar la salida al aeropuerto, pero alcancé a reaccionar a tiempo. Al entrar a las inmediaciones del aeropuerto, noté que había mucha actividad en él. Coches entrando, coches saliendo, gente baja, camina, entra, sale, se mueve, carga, recorre, usa, arrastra, tose, fuma, habla por teléfono, toma fotos, llora, siente, gasta, espera, desespera…
Estacioné mi coche en un lugar alejado y caminé hacia el interior del aeropuerto. En el camino, escuché a una joven familia mientras platicaban sobre las experiencias que vivieron en Tijuana, lo que me hizo pensar que mi querida ya estaría allí dentro, esperándome. Me di un chapuzón en el mar de gente que proliferaba en el interior del aeropuerto y como pude me trasladé hasta la zona de llegadas. Ahí fue cuando la vi desde lejos, ataviada con un vestido rosa escotado que le llegaba a la rodilla. Se apoyaba en su maleta de rueditas mientras observaba el panorama, probablemente buscándome a mí. Rodee para poder sorprenderla, me acerqué sigilosamente y le puse las manos en los ojos, besándole el cuello y lanzando un suspiro detrás de sus orejas. Volteó hacia mí y me alegró la existencia con una sincera sonrisa y la exclamación de mi nombre, seguido de un meloso “mi amor” y una docena de besos. La abracé, casi se me deshace entre los brazos, me mojó la camisa con sus lágrimas. Ella no es una mujer muy sentimental, pero tampoco tolera la ausencia, la distancia, la soledad del corazón. Tenía ganas de acabármela con caricias en ese preciso momento, pero había demasiada gente. Me dijo vámonos a casa, le dije la casa te espera, me dijo como está la cama, le dije fría, ya te necesita.

Íbamos tomados de la mano en el trayecto al coche, ella llevaba su maleta, yo la llevaba a ella. Hacía un poco de frío en el ambiente, así que me adelanté y corrí por alguna chaqueta. En cuanto se la puse, su piel dejó de erizarse. Nos subimos al auto y antes de dejarme siquiera encenderlo, me atacó a besos. Se veía hermosa con ese vestido, y se lo hice saber mientras nos desgarrábamos los labios. Ella me dijo, con la voz sensual que la caracteriza:

-Camisa y pantalón de vestir, tal como me gusta que me gustes.

El coche arrancó y de milagro no nos perdimos. Ella me platicaba de sus aventuras en territorio Estadounidense, me contó del congreso, me contó de su trabajo, me contó de lo realizada que se había sentido, pero también de lo mucho que le hice falta. Me dio gusto escuchar que esta necesidad que yo siento también la tortura a ella. Lo que más me emocionaba era sentir la calidez de su espíritu, la candidez de sus movimientos, el carisma de sus palabras, la delicadeza de sus manos y la profundidad de su mirada. Poco a poco y sin darnos cuenta, entramos a la ciudad de León.

-¡Ay, no me digas que me vas a regalar unos zapatos nuevos corazón!- exclamó con emoción
-Es bien temprano todavía, no hay ninguna tienda abierta a esta hora, preciosa- le dije, con tono de ternura.
-¿Entonces porque venimos a León?
-Es que ya se me pasó un retorno- le dije apenado.

Se echó a reír. Aunque se reía de mí y de mis distracciones, me enamoré de su carcajada. No me quedó más que echar una risita nerviosa y buscar la manera de regresar a la autopista. Una vez ahí, pasamos por donde el cielo se teñía del color naranja de las luces de la ciudad, y allí le refrendé mi amor. Le dije lo mucho que la amaba y todo lo que había sufrido por tenerla lejos. Le describí la soledad de la casa, la quietud de los atardeceres, la frialdad de la recámara, la monotonía de la bañera. Me miró con ternura y me acarició el rostro, llevándose entre los dedos unas cuantas lágrimas que se habían escapado de mis párpados. Pasamos por la caseta, entre los cerros, debajo de los puentes y junto a la Mesa Redonda. Estaba rodeada de una densa neblina, que ya el sol, que apenas se asomaba por el horizonte, se encargaría de deshacer. Así, a contraluz, me sentía deseoso de llevármela lejos. Y es que la lejanía, el tiempo y la distancia te hacen pensar cosas absurdas. Puedes también reflexionar decisiones concretas, como aquella que me plantó dentro de la joyería y… Conforme nos fuimos acercando a la ciudad, notamos cómo ésta iba levantándose lentamente de su letargo nocturno. Los establecimientos abrían sus puertas, los repartidores de periódico bostezaban en el crucero, los oficiales de tránsito ocupaban sus posiciones, las vendedoras de jugo preparaban su materia prima.

Estacionamos el coche, bajamos sus cosas, nos dimos otro beso antes de entrar, abrimos la puerta y la recibió el perro. Los perros, siempre tan fieles, siempre tan optimistas. Subimos rápidamente a la recámara, cerramos la puerta, nos metimos al interior de las sábanas, tan entusiasmados como un par de niños en pleno juego. Otra vez me asaltó con sus besos y me ablandó el corazón con sus palabras.

-Me encanta que mi amor haya cumplido su promesa…- me dijo entre labios.

La miré detenidamente, le sonreí y la volví a besar, atrapando sus manos con las mías. Luego, me hizo saber que tenía hambre (en los aviones ya casi no dan nada de comer) y, con la mirada, me hizo entender que me estaba implorando por que le hiciera el desayuno. Pero es que yo no sé hacer desayunos…

Como pude, preparé unos huevos con tocino y un vaso de jugo de naranja. Tomé una flor del jardín y la puse en un vaso con agua y todo esto lo acomodé en una mesita hecha exclusivamente para comer en la cama. Puse también una cajita de terciopelo azul, cuyo contenido había comprado durante la ausencia de mi musa. Le llevé el desayuno a la cama, me sonrió con cariño y se dispuso a degustar mis supuestas creaciones culinarias. Al parecer, su desayuno le gustó. Luego, abrió la cajita…

-¿Y este anillo?- preguntó emocionada, con los ojos rasos.

4 comentarios:

karel.enana dijo...

ay qe lindo jaja!
rokaloo me stooi haziiendo
adiictaa a leer uu blog!! brr!

Angélica Coronel dijo...

Román, hermano: leo que tienes unos párrafos muy ingeniosos, pero, hay cosillas que quedan muy vacías, me gustaría tener tus textos impresos para poder hacerte unas anotaciones, si quieres. Según recuerdo pediste mis comentarios.

A n g e l dijo...

Mijooooooooooooo!!!!!!!!!!

Ya cuanto que no visito su blog, y que no pelo al blogger, sinceramente tu historia me encató, esa sensacion de desesperacion, de impaciencia, de ansiedad, por que llegue el dia de ver a ese ser tan especial dentro de uno, lo muestras como si fuera la perspectiva de un adulto, aunque no se, y ya hace mucho que no platico contigo wey, y pues, puede que sea algo veridico, narratorio podria decirlo, una mas de tus experiancias, y si asi fué, pues que gusto saber que por fin ya has encontrado a un motor para hacer posibles mas palabras y renglones repletos de pura sabiduría, y de ese encanto que a todos caracteriza cuando la inspiracion se filtra por los poros...

"Pero ya tenía un mes sin verla, y en estos casos, un mes es como una eternidad y media".

Exactamente asi es como se siente, la espera, se vuelve eterna, pero todo tiene un por qué y una recompensa...

Felicidades mi estimado..

:)

Alice. dijo...

Wow

cada vez que leo aquí, no salgo de esa palabra: wow.

es que usted escribe como todo un señor, un hombre experimentado y muy vivido.

no sé.

me gusta el toque (: