lunes, 23 de mayo de 2011

Sobre cómo bailabas


Pasaba mucho tiempo sentado en la azotea. Me escondía debajo del lavadero y ahí me ponía a leer cómics. Casi nadie subía y si lo hacían ya sabían qué iban a encontrar. Un montoncito de historietas y un niño en silencio, devorándolas todas. Además hacía mucho calor y el lavadero estaba fresco. A veces me daban ganas de meterme en la pila del agua y simplemente sumergirme un ratito con todo y ropa. Los pájaros iban y venían y parecían curiosos. Una mañana, un par de ellos, me parece que eran torcacitas, trataron de llevarse uno de mis cómics mientras yo estaba adormilado. Y casi se salían con la suya. Alcanzaron a maltratarlo con sus pequeñas garras. Desde ese momento fui más cuidadoso y procuré dormir con las historietas escondidas entre mis brazos. Eran veranos bastante memorables y yo lloraba los últimos días porque para mí la escuela siempre ha sido un lugar espantoso que no debería existir.
Uno de esos días se me ocurrió sentarme en la barda de la azotea que dividía mi casa de la de los vecinos, que tiene cuatro pisos y siempre me traía a la memoria un castillo o una fortaleza o algo así. De lo que sí estaba seguro era que la casa de mis vecinos era un lugar único e inigualable. No era precisamente hermosa, pero tenía un aire de misterio, de mundo interminable. Entonces estaba yo sentado en la barda, leyendo, y a mi lado derecho estaba el patio de los vecinos. La pared en la que me apoyaba era de una bodega que quedaba atrás de la casa. Nunca supe qué clase de cosas guardaban en ese sitio, pero siempre había mucha actividad, ruidos como de autos y muebles siendo desplazados de un lado al otro y órdenes y objetos pesados cayendo al suelo.
Así que leía emocionado, porque el lugar me empezaba a gustar mucho. Me daba una sensación de vértigo. En el patio de mis vecinos había muchas macetas con flores y un par de árboles. Todo olía a tierra mojada y alcancé a ver una manguera echando agua de forma silenciosa. Me pareció, no sé por qué, que la manguera iba a estar abierta por el resto de la eternidad. Creo que tenía que ver con el hecho de que un patio tan bonito en medio de la ciudad me parecía algo inconcebible. Entonces, repito, yo leía una de mis historietas. Era de Spiderman. Me gustaba sentirme como él cuando pasaba horas y horas arriba. Pensaba que podía ir de una azotea a otra, colgando de una telaraña. De repente me encontraba con alguna araña y me daban ganas de dejar que me mordiera. Pero sabía que era algo estúpido, que era imposible ser como Spiderman. Por si las dudas, lo pedía cada que apagaba las velitas de mi pastel de cumpleaños. Al fin y al cabo era mi deseo, y yo podía pedir lo que se me viniera en gana.
Estaba leyendo a Spiderman, quien a su vez se hallaba a punto de salvar la ciudad de Nueva York por enésima ocasión, cuando una ráfaga de viento me arrebató el cómic de las manos y lo llevó hasta un lugar escondido entre las macetas del patio de mis vecinos. Tardé en reaccionar, pero lo hice. Era una situación de emergencia. Mi cómic podía mojarse. Era un hecho que ya se había maltratado, pero mi temor era que pudiera mojarse. Según yo, había caído lejos de la manguera, pero de cualquier manera eso no hizo que mi temor aminorara. Pensé que lo más rápido era aventarme al patio, tomar la historieta y después escalar. También podía intentar salir por la puerta, pero eso significaba que tendría que haberle dado explicaciones a mis vecinos y yo nunca he sido un orador.
Bajé de la azotea. Juro que me temblaban las piernas. Mi mamá me vio apurado e inmediatamente supo que algo malo estaba pasando. Me preguntó. Le conté. Me acompañó a la casa de los vecinos y fue ella quien tocó la puerta. Pensé: bueno, ella dará todas las explicaciones. Pero no fue así, porque me dijo que tenía que seguir haciendo la comida, que le dijera a quien fuera que abriera la puerta lo que había pasado y que no olvidara decir por favor y gracias cada que fuera posible. Sentí terror. Me quedé ahí parado, mirando la puerta. Por un instante pensé que todo era en vano, que no había nadie y que había perdido mi cómic para siempre. Pero luego pensé precisamente en eso, en el cómic, en que lo estaba disfrutando mucho y que era uno de mis favoritos. Entonces tragué saliva y esperé.
Después de un ratito, en el cual volví a tocar la puerta, abrió don Chava, a quien siempre consideré como un viejito sensacional, y, sonriente, me preguntó cómo estaba yo y qué era lo que se me ofrecía. Me fue muy sencillo explicarle lo que había pasado. Me habría cohibido de más si hubiera sido cualquier otra persona, sobre todo Yolanda, una niña insoportable que se creía que me podía dar órdenes solamente por ser tres semanas más grande que yo.
Así que don Chava me dejó pasar a su casa. Le expliqué que mi historieta se había caído a un patio muy bonito lleno de plantas y árboles y se mostró confundido, como si ese lugar no existiera o como si me hubiera equivocado de casa. Pero no dejaba de sonreír. Me dijo que buscara, que me sintiera como en mi casa. Solamente había entrado una o dos veces al hogar de los Vega y pensaba que podía perderme en cualquier instante. Don Chava me abandonó en cuanto llegamos a una pequeña salita. Su esposa, doña Rosita, salió a saludarme y me ofreció algo de tomar. Le dije que no, que muchas gracias, que iba a buscar mi historieta. Le mencioné el lugar en el que había caído y tampoco se mostró muy segura de saber de dónde se trataba. Así que me puse a caminar solo. La casa estaba llena de desniveles y escalones. Conté cuatro baños y cinco salas de estar. Los dormitorios se encontraban en los pisos superiores. Nunca pude encontrar la cocina, pero el olor a chiles rellenos inundaba todos los cuartos.
Encontré, después de mucho buscar, un patio, pero el piso estaba recubierto de cemento y no había nada más que un par de escobas y un boiler. Había tres puertas, y cada una de ellas llevaba a un pasillo. Empecé a preocuparme: ¿a qué horas iba a salir de ahí? Me olvidé por unos momentos de la historieta y me pregunté por el porvenir de mis días. Caminaba y no encontraba el patio, y tampoco encontraba a nadie. Estaba asustado y dejé de preguntarme cosas, dedicándome tan sólo a caminar.
En uno de los pasillos di vuelta hacia la izquierda. Ya estaba bastante asustado, por el montón de salas de estar vacías, polvorientas, por los retratos de gente desconocida y por las vasijas con flores plásticas. Pero al dar la vuelta y empezar a caminar por un tramo de pasillo muy iluminado, solté un grito. Una chica bailaba con los ojos cerrados, de cara a la luz que provenía del final del pasillo. Llevaba el cabello más o menos largo y un vestido blanco que se transparentaba a momentos. Yo no sabía prácticamente nada sobre lo que una mujer necesitaba para ser considerada “bonita”, pero me pareció que ella lo era. Tenía una piel muy blanca y desde lejos parecía ser suave. Después de un rato de estar ahí parado observándola, pensé que podía asustarla si de pronto ella me miraba. Pensaría que yo era un fantasma o algo y lloraría de miedo. Así que tosí un poquito. Cof cof. Funcionó.
Me miró divertida, como si nunca hubiera visto a un niño en su vida. Y quizás no lo había hecho hasta entonces. No lo sé. El caso es que me sonrió y se acercó a mí, diciéndome hola, cómo te llamas. Le dije mi nombre y luego me dijo que se llamaba Mónica y que acababa de cumplir quince años, y que su color favorito era el azul. Una vez que estuve lo suficientemente cerca de ella como para verle el color de ojos, me olvidé por completo de la historieta y lo único que ocupó un lugar en mi cerebro era el hecho ya innegable de que la chica era muy, muy bonita.
Entonces le pregunté por qué nunca la había visto antes. Lo hice de forma tímida, titubeando. Me dijo que estaba de visita, que don Chava y doña Rosita eran sus abuelos. Que vivía lejos, muy lejos, y que de hecho era la primera vez que estaba ahí. Entonces yo le dije que vivía en la casa de al lado. Y ya, hubo un silencio durante el cual ella no dejó de examinarme. Me fijé en la puerta que estaba al final del pasillo. Ahí estaba el patio lleno de plantas y color verde. Y entonces me acordé: ¡mi cómic! Caminé hacia el patio y Mónica me siguió, jugando con mis brazos. Le dije que tenía once años. Me dijo “qué padre”, y me revolvió el cabello. Comenzó a tararear una canción y yo me apresuré a buscar mi cómic entre las macetas. El olor del jardín era extraordinario. Había abejas y colibríes, y un montón de bichos entre las hojas. Mi historieta estaba ahí, sana y salva, esperándome. La tomé. No se había maltratado mucho. Técnicamente había terminado mi misión y todo lo que tenía que hacer era emprender el viaje de regreso a mi casa. Caminé hacia la puerta por la que había entrado, pero Mónica se interpuso. No lo hizo de forma violenta. Me abrazó con fuerza, casi con desesperación. Aunque ella era cuatro años mayor, casi éramos de la misma estatura.
Luego me dijo que era un niño muy bonito y muy tierno. ¿Cómo podía decirme que era tierno cuando apenas llevábamos tres o cuatro minutos de conocernos? Sus manos se movían de forma extraña por mi espalda: estaba tratando de darme un masaje o algo similar. Metió las manos por debajo de mi playera. Yo estaba helado y no supe cómo reaccionar.
Empezó a preguntarme si me estaba gustando lo que hacía y sólo atiné a decir que sí. Se subió el vestido a la mitad de los muslos. No paraba de preguntarme si me gustaba lo que veía. Y yo decía que sí, que sí. Entonces me dijo “tócalos, ándale”. Sin pensarlo un segundo, pasé mis manos por la superficie de su piel brillante, mientras ella iba subiendo su vestido cada vez más, hasta que me fue posible ver que no llevaba ropa interior. Hasta entonces había imaginado que la entrepierna de las mujeres era un poquito distinta. No sabía exactamente cómo, pero distinta. No supe por qué, pero lo que estaba tocando y viendo me resultó sorprendente, hasta su desordenado vello púbico, por el cual también pasé un par de dedos. Ella notó mis nervios y eso la divertía bastante. Tomó una de mis manos y la pasó por entre sus muslos. “¿Qué sientes?”, me preguntó. Yo no sabía a ciencia cierta qué era lo que estaba sintiendo, pero estaba bien. Se sentía bien. Le dije que no sabía y ella soltó una risa larga y pausada con los ojos cerrados.
Puse mi historieta en el suelo y besé a Mónica en el cuello, y luego un poquito más abajo, cerca de sus hombros. Algo rápido. Ella estaba divertidísima, o al menos así lucía. Por instinto miré sus senos. Eran pequeños, pero perfectamente redondeados. Me preguntó si me gustaría tocarlos. Para mí era demasiado. Quería decir que sí, pero tartamudeé mucho y eso terminó de enternecerla. Se bajó el vestido de forma que sus pechos quedaron libres. De nuevo, yo los imaginaba distintos. Pero ya estaban ahí frente a mí y no me quedaba otra cosa más que tocarlos. Y eso fue lo que hice. Primero con ansias, luego con más calma. Sus pezones no tardaron en reaccionar y yo pensé que la había lastimado, así que me detuve unos segundos. Pero ella me dijo, “ibas bien, no pares”, y entonces no paré. Puse mi rostro contra su pecho y sentí sus palpitaciones. Me arrodillé y abracé sus muslos, oliéndolos, besándolos. Y me quedé un instante sin hacer nada.
Después me apartó de ella y se acomodó el vestido. Estaba sonrojada, pero su sonrisa no se había difuminado para nada. Tomé mi historieta y caminé hacia el pasillo. Pensé que ya no había nada qué hacer ahí. Pero antes de irme, Mónica me jaló y me dio un beso largo en la boca. Besar resultó ser algo mucho mejor de lo que había pensado. Nos separamos y la miré casi con temor. Pero ella me miró como una madre o como una virgen, y me dijo adiós con una mano.
Me fui del patio hojeando mi historieta en el pasillo, como si no hubiera pasado nada allá atrás, como si no hubiera encontrado a nadie y como si no hubiera inaugurado mi libro mental de notas sobre las mujeres con páginas y páginas de presurosa caligrafía. Le di las gracias a don Chava; me invitó a comer chiles rellenos, pero yo no tenía hambre. Bueno, sí tenía hambre, pero no lo sabía. O lo había olvidado, o no lo notaba.
Mi mamá me preguntó por qué había tardado tanto, y le dije que la casa de los Vega era enorme, llena de cuartos en los que nunca hay nadie, y pasillos por los que no baila ninguna quinceañera. Pensé que había metido la pata, pero mi mamá estaba viendo un programa de concursos y no reparó en nada de lo que acababa de decirle. Comimos arroz con milanesas de pollo y agua de jamaica. Y después caí en la Mónica cuenta de que Mónica toda la tarde, y que Mónica poco a poco en la Mónica en la que me Mónica a leer Mónica el atardecer Mónica Mónica Mónica Mónica. ¿Mónica Mónica Mónica? Mónica, Mónica Mónica Mónica, Mónica; Mónica Mónica Mónica.

1 comentario:

Garvas dijo...

Qué bonito. (=