martes, 19 de abril de 2011

Epifanía


Clara subió a la azotea para decirnos a Enrique y a mí que la cena estaba lista. Enrique no tenía hambre. Acababa de despertarse. El festejo por su cumpleaños se prolongó una semana. A momentos, Clara y yo fuimos incapaces de conocer el paradero de Enrique. A veces entraba por la puerta seguido por un grupo de gente alcoholizada y salía sin que nos diéramos cuenta. Clara esperó un par de segundos a que le contestáramos, pero no lo hicimos. Bajó por las escaleras.
—Ve tú a cenar —me dijo Enrique. Estaba mareado y su piel se había vuelto verde. Las luces de la ciudad brillaban a más no poder. Yo no estaba seguro de querer bajar a cenar con Clara. Ella estaba molesta conmigo por la forma en como dejo regados los calcetines por toda la casa. Sabía que si bajaba a cenar me iba a encontrar con un rico platillo, pero se volvería indigesto por el sermón de Clara.
—No tengo hambre —le dije a Enrique, pero no soné creíble.
—No, lo que pasa es que no quieres ver a Clara —me contestó.
Estábamos recargados en una barda. Eran las tres y media de la mañana. Nos tocó ver a un automóvil que se estacionó en una esquina cercana a nuestro edificio. El conductor se bajó del coche y, para nuestra sorpresa, resultó ser Pablo. Estaba terminándose un cigarro. Abrió una de las puertas traseras y de ella salió Coronel, el perro de Pablo, un dálmata impresionante. Pablo vociferaba. Coronel permanecía quieto, sentado. Sacaba la lengua y meneaba la cola de repente. Pablo se veía molesto.
—¿Por qué Pablo saca a pasear a Coronel en el coche? —me preguntó Enrique.
Yo guardé silencio porque no tenía idea.
Enrique se separó un instante de la barda y se inclinó para vomitar.
—Estoy jodido, jodido de verdad —me decía entre arcadas.
Pablo se tranquilizó un poco. Tomó a Coronel por la correa y anduvieron caminando por ahí. Coronel marcaba su territorio. Pablo sacó otro cigarro y lo encendió. Y se puso a fumar.
En ese momento me puse a pensar en Clara. ¿Qué estaría haciendo ella sola en la cocina? Y a raíz de esa pregunta surgieron otras más: ¿por qué Clara siempre había estado soltera? ¿Es que no le gustan los hombres ni las mujeres? ¿Es que le gustan los objetos? La única forma de averiguarlo era ir y preguntarle, pero entonces recordé que estaba enojada conmigo.
De pronto no pude ver a Pablo. El vómito de Enrique apestaba de forma terrible. Se limpió los labios con las mangas de su camisa y se alejó un poco del charco de vomitada que se expandía con lentitud.
—Tienes que cenar algo —insistió Enrique. Yo lo vi realmente mal, como si después de vomitar hubiera envejecido diez años. Le pregunté si quería que lo llevara a su habitación.
—No, ahí siento que me ahogo, me falta el aire siempre. Todo huele al perro de Pablo y ya no aguanto.
Pensé que rompería en llanto, pero sólo escondió el rostro entre sus manos y se puso a lanzar gemidos de dolor.
—Necesito el aire, la brisa… un poquito de frío —dijo.
Me quité la chamarra y lo cubrí con ella. Saqué mi celular y me puse a tomar fotografías del horizonte iluminado. Luego me acosté y me quedé dormido. Aunque no por mucho tiempo. Después de un rato de sueño me despertó Clara, agitándome y diciendo mi nombre con voz monótona.
—No puedo creer que nadie haya bajado a cenar —me dijo Clara.
—Es que no tenía hambre —respondí.
—No puedes evadir lo de los calcetines. Lo siento, pero no puedes —y me apretó la muñeca derecha con fuerza. Sus uñas me dejaron marcas profundas.
Sentía ganas de decirle muchas cosas. De insultarla, de arrojarla al vacío, de besarla; hasta tuve ganas de que me marcara con un fierro al rojo vivo, como si fuera ganado. Como si fuera una vaca. Quise decirle “Clara, perdóname por mi estupidez. Dejo los calcetines regados por toda la casa porque te amo y tengo miedo de perderte”, pero, ¿me creería ella?
Mientras yo pensaba estas cosas, ella se había recostado junto a Enrique. Miraban el charco de vómito con curiosidad. Platicaban en voz muy baja. Veía que sus labios se movían, pero no fui capaz de interpretar nada. Luego me miraron y entendí que hablaban de mí. En los ojos de Clara había una especie de ternura, mientras que Enrique me observaba con curiosidad.
Me levanté y bajé a la cocina, dejándolos a ellos con sus voces en off. En el desayunador no había más que cereal. Clara me había engañado. Yo esperaba un platillo de verdad. La leche que estaba en el refrigerador había caducado un par de días atrás. Entonces fue cuando me pesó de verdad la falta de sueño, la fiesta de Enrique, la disyuntiva: ¿tomar o no tomar la leche? La intriga que me causaba el haber visto a Pablo así, caminando con su perro de madrugada. He de mencionar que a Pablo lo vemos cada vez menos desde aquella vez. En ocasiones viene sólo para darse un baño. De repente llega a las diez u once de la noche y pone música a todo volumen. Pero ya no somos capaces de cuestionarle nada. Sólo le preguntamos cómo está Coronel.
Saqué la leche del refrigerador. Allá arriba, en la azotea, Clara y Enrique reían. Como dos niños que se persiguen, se hacen cosquillas, se molestan y se necesitan para terminar de jugar. De pronto Clara comenzó a lanzar gemidos. Placer puro. ¿Pero cómo, si Enrique estaba medio muerto? Mientras vaciaba el cereal en mi plato, lo entendí todo: así es el amor.
Recuerdo que después me fui a dormir a mi habitación y desperté a las doce del mediodía. Clara y Enrique estaban en la sala, viendo la televisión, discutiendo como siempre. ¿Así es el amor? Pero Clara no ama a nadie. A Clara no le gustan los hombres ni las mujeres. ¿Le gusta el amor solamente? Me miró con su conmiseración de madre y me arrojó un par de calcetines a mi boca. Salí a comprar un pollo para comer. Enrique ya no estaba verde. Pablo no comió en casa ese día, aunque sí fue al baño porque tenía diarrea.

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