domingo, 3 de abril de 2011

El arte de callarnos la boca

 Estoy ya cansado de desearte. Quiero dejar de hacerlo. Para eso escribo estas cosas. Porque no me soporto cuando pienso en ti. Por eso y muchas cosas más, ven a mi casa esta Navidad. Me aburro a mí mismo. Ya no me soporto. Un día más y ¡bam! ¡Bam bam bam bam...!
Tomado de la Carta del apóstol anónimo a los desaparecidos, 18:9.

Habíamos llegado temprano. Nos sentamos frente a la casa. Desde la calle se podía ver nada más la puerta negra de la cochera. Las paredes eran de color rosa. Leímos el letrero con cuidado. El letrero decía “cochera en servicio las 24 horas”. Estábamos ahí porque queríamos comprobarlo. Eran las cinco de la mañana y Toño no había desayunado. Yo me había tomado un licuado de fresa y unas galletas de avena, pero la onda de Toño se inclinaba más por los chilaquiles y los huevos con nopales. Y era difícil conseguir cualquiera de esas cosas a esa hora de la mañana y por esa colonia. Tenía fama de suburbio, pero solamente era la fama. Muchas casas abandonadas y llenas de graffiti y condones usados. Y el olor a gatos muertos.
Pues esperamos. Pasó una hora y nadie abrió la cochera. Toño estaba jodiendo: quiero comer algo, quiero comer lo que sea. Pero le dije que esperara. A esa hora empezaron a pasar algunos autobuses y coches con niños cuyos ojos estaban llenos de lagañas.
El sol salió. Toño seguía con su cantaleta irritante. Le señalé un árbol de aguacates que quedaba a nuestra derecha, en la misma cuadra de la casa que vigilábamos. Ya pasaban de las siete y la cochera no se había abierto ni una vez. Toño se subió al árbol y bajó con una bolsa llena de aguacates. “¿No quieres?”, me preguntó. “No tenemos sal, güey”, le dije. No le importó para nada.
Los negocios cercanos abrieron sus puertas unos momentos antes de que dieran las nueve de la mañana. De una boutique salió un anciano con cara de curiosidad. Se nos acercó y nos hizo plática. Le pregunté si tenía sal y dijo que sí, sonriente. Fue por ella con pasos lentos y cortos. En cuanto me la dio, nos preguntó por qué estábamos ahí. Se lo contamos todo. Le dio risa, nos dijo que no nos moviéramos y se metió de nuevo a la boutique. Sacó una pequeña silla de madera y se sentó a nuestro lado. Nos contó su historia de vida, sus mujeres, su luna de miel en Florencia o Tokio u otra ciudad por el estilo y hasta nos confesó que conocía treinta formas distintas de preparar una quesadilla. Toño y yo nos miramos y, sin decirlo, comprendimos que el viejo estaba muy lejos de nosotros, tan lejos como nosotros de él.
De cualquier forma el anciano nos hizo compañía y veía con diversión que nadie abría la cochera. Es más, nadie había salido aún de la casa y ni siquiera parecía que estuviese habitada. Iban a dar las once cuando llegó una mujer joven vestida de forma sencilla y tocó la puerta. Pensamos: es la criada. Nos acercamos a ella y se lo preguntamos. Se ofendió; nos dijo que era empleada doméstica, mas no criada. Se ofendió más cuando le dijimos que para nosotros era lo mismo. No le abrían la puerta, así que aprovechamos para preguntarle cuál era la necesidad de poner un letrero que decía “cochera en servicio las 24 horas” si era un fraude total. Ya no quiso contestarnos nada. Le dimos las gracias y ella nos dijo “Dios los ampare”. Se quedó esperando a que le abrieran la puerta y nosotros nos regresamos a nuestra banqueta.
El viejo nos dijo que tenía mucho calor. Lo que pasa es que el sol le daba de lleno en la cara. Nos invitó a su boutique. Se trataba de un pequeño cuarto con una puerta en cada una de las cuatro paredes y ropa colgada por todas partes. Letreros coloridos de ofertas y descuentos. Polvo. Una pequeña mesita.
Nos pusimos a jugar dominó a costa del enojo de Toño, quien quería seguir vigilando la cochera. Le dije: “Toño, es inútil, ese letrero es una mentira, una burla”. Pero Toño movía la pierna con insistencia, y aún así llegó a ganarnos tres partidas seguidas de dominó. Al viejo le resultó gracioso perder. Yo seguía sintiéndolo demasiado lejos.
Cerca de la una de la tarde, con el sol en lo alto y los autos yendo de un lado al otro, Toño y yo salimos a vigilar de nueva cuenta la cochera. La criada seguía afuera y jugaba con su teléfono celular. Se nos quedó viendo de forma extraña. Toño suspiró un par de veces y luego me dijo que estaba harto y que le iba a poner fin a todo el asunto.
—Todo ha sido tu idea, Toño —le dije—.
Asintió en silencio, me dio un apretón de manos y me dijo que regresaba en diez minutos. Se fue caminando por la calle y yo me di cuenta de que la criada se reía. Quién sabe si de mí o de Toño o de sí misma o de sus jefes, o del letrero o del anciano o quién sabe de qué.
Once minutos más tarde regresó Toño montado en una bicicleta. Se paró justo frente a la cochera. Le pregunté qué demonios hacía y me dijo que observara. La cochera se abrió y de ella salió una mujer enfundando una escoba. La mujer tenía los ojos rojos y, por la espuma que le salía de la boca, deduje que estaba encabronada.
—¿Estás ciego, animal? El letrero dice cochera en servicio ¡las 24 horas! ¡Las 24, pendejo!
Toño recibió una paliza sin que la criada, el viejo (que estaba observando el espectáculo a mi lado) o yo nos animáramos a intervenir. El delantal de la señora estaba percudido y lleno de manchas de salsa.
Después de escupir un par de dientes, Toño se levantó y golpeó a la señora en el rostro. La mujer cayó al suelo y se llevó las manos a la cara. Luego se las quitó y luego se volvió a cubrir con ellas. Así lo hizo unas dos o tres veces. Mientras lo hacía nos dejó ver que sus ojos estaban llenos de pánico o indignación o algo por el estilo. Empezó a gritar y patalear y se metió corriendo a la casa, cerrando la puerta de la cochera tras de sí. El viejo, al parecer, ya estaba acostumbrado a la escena. Se metió a la boutique y se puso a mezclar las fichas y a repartirlas. Toño entró con nosotros acompañado de la criada.
—¿Cómo es que te tumbó dientes con la escoba? —le pregunté a Toño en son de burla, pero no me contestó. Solamente me observó, sonriente. La criada y él se miraban de forma peculiar. Supongo que ya desde entonces estaban enamorándose. Traté en vano de hacer que Toño recobrara el sentido diciéndole: “Toño, pero si tú ya tienes una novia”. Esperé que me insultara o que la criada saliera corriendo hecha un mar de lágrimas, pero en cambio se rieron y se abrazaron con fuerza. “¿Qué novia?”, me preguntó Toño. Entonces lo entendí todo.
El viejo (de cuyo nombre nunca nos enteramos, puesto que nos conformamos con decirle “don”) se puso impaciente porque no empezábamos a jugar. Yo estaba un poquito harto de todo. Tenía comezón en la cabeza y tenía la urgencia de tomar un baño. Sólo entonces comprendí mi error: llamar al celular de Toño a las tres de la mañana, víctima del insomnio, y decir “Toño, me agrada tu idea, me inquieta ese letrero, vamos a ver si es cierto, vamos a ver si es cierto o si nos están viendo la cara”.
Y entonces el anciano nos ganó. Me sacó de mi memoria, ganándome. Le di un abrazo y dije “adiós a todos”, saliendo de la boutique. Toño y la criada se besaban y el viejo los miraba, añorando quizás otras épocas o su luna de miel en Nantes o en Perú.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ayyy, te odio.
Por eso y muchas cosas más
ven a mi casa esta navidad.

Shell dijo...

1. Tu cuento me da calor.
2. Toño y el narrador me hacen pensar en alguno de tus videos de la prepa. "Ya estamos diciendo puras tonterías por el sol"
3. Noto que ya estás haciéndote rico con este blog.

Román Villalobos dijo...

1. Tenía calor cuando lo escribí.
2. Sí, ahora que lo mencionas, tiene el mismo tono de los diálogos de esa época.
3. Tanto así como rico, pos no. Qué más quisiera yo.

Abrazo :)