jueves, 9 de diciembre de 2010

Los sándwiches


 A Felipe L.

Le di un trago a la bebida y dejé el vaso en la mesa. Los dos niños me miraban con atención, pero como vieron que yo no decía nada, se pusieron a abrir una lata de anchoas cada uno.
—¿A qué hora bajará su madre? —pregunté.
Ninguno de los dos parecía tener intenciones de responderme. Pasaron unos segundos en los que abrieron las latas, después de un corto esfuerzo, y entonces el mayor me dijo:
—Quién sabe. Mi mamá nunca come con nosotros.
Vaciaron el contenido de la lata en sus platos. El menor se levantó, abrió el enorme refrigerador gris y sacó un frasco de mostaza. Luego se paró con las puntas del pie y sacó de la alacena una bolsa con pan de caja.
Mientras el niño hacía todo esto, yo me comía las uñas y de repente miraba por la ventana. El cielo estaba nublado y la lluvia amenazaba. Unos perros jugaban en el jardín entre las hojas caídas de los árboles.
—¿De qué me dijiste que era el jugo? —le pregunté al mayor.
—Bueno, era de mango, pero le pusimos jugo de arándano.
Sonriente, el menor me dijo:
—El jugo de arándano sabe feo.
Se prepararon un sándwich de anchoas con abundante mostaza. Para mí fue suficiente. Me tomé el resto de jugo que quedaba en mi vaso y salí por la puerta de la cocina en dirección a cualquier otra parte.
Una vocecilla me detuvo.
—¿Adónde vas?
Era el mayor quien me hablaba.
—Si su madre no baja, supongo que yo subiré —respondí.
Los niños se miraron entre sí sin dejar de darle mordiscos a sus sándwiches.
—No subas, mi mami está ocupada —dijo el menor.
—Vaya, ¿y porqué no me lo dijeron antes? Estoy perdiendo mi tiempo.
El mayor comenzó a reír. Sus ojos azules me miraban fijamente, y cuando reía podían verse pequeños trozos de anchoas y el color de la mostaza en su lengua.
—No sé —me dijo, y ya no pudo seguir diciendo nada porque le ganó la risa.
Los dejé en la cocina y subí por las escaleras. No sabía cuál era la habitación de Mariana, así que abrí todas las puertas. El pasillo alfombrado era largo y tenía motivos arabescos.
Abrí la puerta del fondo y lo primero que vi fue un montón de cajas de cartón. Algunas cajas tenían la imagen de una anchoa con un fondo negro. Otras llevaban impreso el nombre de una conocida marca de mostaza. Entonces vi que Mariana había abierto una de las cajas de anchoas y contaba rigurosamente las latas. Al parecer perdió la cuenta cuando entré, porque me dijo:
—¡Eres un idiota! Estaba a punto de terminar el conteo. Ahora tendré que empezar de nuevo.
Y se jaló los cabellos. Las venas del cuello se le habían saltado y se había puesto roja como un tomate. Me arrojó una lata de anchoas, que alcanzó a pegarme en la cara.
—¿Qué esperas, imbécil? ¡Regrésame la lata!
Me sorprendió el humor de Mariana. Pateé la lata hacia ella. Hizo una atrapada espectacular.
—¿Qué haces en mi casa, por cierto? —preguntó.
Y yo cerré la puerta y me bajé con toda la intención de ver la televisión en la sala. Había empezado a llover. Antes de ir a la sala me asomé a la cocina. Los niños aún no se terminaban su sándwich de anchoas con mostaza. O quizás ya se habían preparado otro, no sé. No les pregunté.

1 comentario:

Shell dijo...

Pinchi Román.
Estás muy creativo últimamente. Tus cuentos tienen un saborcito absurdo y onírico, y tus textos de humor manejan el mismo absurdo, lo que los hace sumamente efectivos en el primer caso y en el segundo, demasiado graciosos.
Quería escribirte un comentario desde hace siglos, cuando leí esta historia, pero tenía sueño o hambre o frío o me tenía que ir y se me olvidó. Pero aquí está :)