domingo, 19 de septiembre de 2010

La mujer de Fabián



Por la ventana salía el humo del tabaco. Estaba atardeciendo. El rumor de los caminantes entraba por la misma ventana. Los negocios empezaban a cerrar. Las paradas de los camiones se llenaban lentamente. 
  Adentro de la casa estaban jugando a las cartas. Había vino tibio en las copas. Los ceniceros también se llenaban lentamente, como las paradas de los camiones.
  Adentro de la casa estaban jugando un juego de cartas que no tenía reglas. De repente alguien arrojó al centro de la mesa un rey de tréboles.
  —Acabas de perderlo todo, Fabián —dijo una voz de mujer.
  Fabián se llevó las manos a la cabeza y se levantó de la mesa con su copa de vino medio vacía. Se sentó abatido en el sofá y se lamentó por lo que acababa de perder.
  —No te apures, Fabián. Ya te casarás de nuevo —dijo la misma voz de mujer.
  La mujer que había hablado se levantó también de la mesa y se sentó al lado de Fabián. Seis personas seguían jugando en la mesa. Entre ellas estaba la que hasta hacía unos instantes era la mujer de Fabián. Lucía consternada.
  Constantemente caían al suelo copas vacías. Había varios charcos de vino tinto en el piso blanquecino. El gato se acercó a lamer y se cortó la lengua con los fragmentos de vidrio azul.
  Aunque no conocían las reglas, los jugadores se tomaban el juego con mucha seriedad. Nadie hablaba y todos se miraban con odio. Una mujer echó un seis de corazones al centro de la mesa. Esto causó una gran conmoción.
  —Bueno, ahora sigues siendo la mujer de Fabián —le dijo una voz de hombre.
  Fabián dejó de besarse con la mujer que se había sentado a su lado y corrió a abrazar a su mujer. Los dos lloraron de felicidad. Se fueron al sofá y se besaron apasionadamente.
   La mujer que se había estado besando con Fabián se volvió a sentar en la mesa de juego. Soltó unas cuantas lágrimas.
  La noche se posaba poco a poco sobre la ciudad. Sólo se escuchaba el ruido de los camiones. Se prendieron las lámparas del alumbrado público. Algunos televisores fueron encendidos en las casas vecinas. Salía una luz azul por las ventanas.
  Un jugador, ya muy borracho, arrojó al mismo tiempo un as de diamantes y un siete de oros. Los demás jugadores se sorprendieron cuando vieron en el centro de la mesa un siete de oros.
  —¡Ganaste, Norberto! —le gritaron.
  Entonces abrieron la puerta de la casa y lo echaron a patadas. Rodó por las escaleras. La puerta se cerró. Cuando Norberto se levantó, se sintió muy feliz por haber ganado. Se fue a la parada del camión que estaba en la esquina.
  Los cinco jugadores restantes no se esforzaban mucho por tratar de entender el juego, pero mantenían las miradas poco amistosas porque en el fondo temían que algo horrible les sucediera.
  Las cartas iban y venían de una mano a otra, del centro de la mesa a la baraja y de la baraja a las manos de los jugadores. Las copas de vino se llenaban y se vaciaban constantemente, como las paradas de los camiones.
  La mujer de Fabián estaba desnuda. Miraba las paredes amarillentas y sentía la fría textura del sofá en su espalda. Fabián estaba muy entretenido besándole los pies.
  Sonó el timbre. Los jugadores se miraron contrariados porque no sabían quién debía abrir la puerta. Entonces recordaron que había un anfitrión y todos lo miraron al mismo tiempo. El anfitrión se puso de pie y los jugadores restantes pusieron sus cartas boca abajo en la mesa. Era un niño que trabajaba en la taquería de la planta baja.
  —Que si van a querer tacos hoy —dijo.
  Nadie dijo nada. Miraron al niño con aparente atención. El niño ya estaba acostumbrado a la escena. El anfitrión tomó al niño de la mano y lo sentó en la mesa de juego. Le dio sus cartas y le dijo que tomara su lugar mientras él bajaba y pedía tres tacos de bistec. El anfitrión era el único que estaba sobrio.
  El juego se reanudó. El chico arrojó un cuatro de espadas, un tres de corazones y un diez de tréboles. Los jugadores arrojaron sus cartas al aire y empezaron a reír y a gritar con júbilo.
  —¡Ganamos todos! ¡Ganamos todos!
  Todos se abrazaron y se besaron con efusividad. Hubo una serie de eructos y resbalones. La única que no abrazó ni besó con alegría fue la mujer que se había besado con Fabián. Miraba estupefacta el montón de ropa que estaba debajo del sofá donde Fabián y su mujer jugaban a besarse la piel.
  El niño salió de la casa y bajó a la taquería. Se encontró al anfitrión poniéndole salsa roja a sus tacos.
  —¿Quién ganó?  —preguntó el hombre.
  —Yo les gané, pero creo que no saben jugar —dijo el niño antes de ponerse a destapar refrescos.
  Cuando el anfitrión regresó a su casa, los camiones ya habían dejado de pasar. Encontró a Fabián y a su mujer mirando el noticiero. Estaban desnudos y sudorosos. Y felices. Se sentó en el sofá de al lado y pronto los tres se quedaron dormidos.
  Algunos jugadores yacían dormidos alrededor de la mesa de juego. Muchas cartas se habían mojado con vino tinto. El gato merodeaba por ahí.
  La mujer que se había besado con Fabián volvió a llorar. Se puso de pie, se sirvió más vino en su copa y se lo bebió de un trago.
  Antes de caer dormida al suelo, tuvo la delicadeza de apagar la luz.

3 comentarios:

Lelio dijo...

creas esenarios tan diversos... me sorprendes cada que escribes...


muy bien, asi sigue, asi sigue... un saludo

Shell dijo...

Es onírico, tiene un tufo a Kafka que me produce verdaderas náuseas.
Pero he de confesar que con Franz me cuesta mucho concentrarme; en cambio tu cuento, aunque el principio fue denso y difícil, una vez que le agarré el pedo me atrapó.
Además, observo un cambio en el narrador: ya lo desidentificaste contigo.

Excelente cuento, hijo. Conservas tu lugar en la familia por el momento :)
(el que debería "divorciarse" eres tú, por lo mucho que me tardé en comentarte esto)
Un gran abrazo.

Shell dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.