miércoles, 14 de diciembre de 2011

El perdón



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Tenía siete años. Un sábado por la mañana, la abuela me despertó y dijo que me arreglara porque iríamos a un templo que yo no conocía. Refunfuñé. Salimos. La gran ciudad despertaba poco a poco.

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Caminamos por una arboleda, a través de un parque, frente a una olorosa carnicería, y llegamos al templo. En ese momento me pareció impresionante. Enormes muros de piedra y un atrio inmenso. Entramos.

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El lugar estaba casi solo. Una anciana, de rodillas, musitaba cosas que no pude escuchar con claridad. Mi abuela me llevaba de la mano. Nos dirigíamos al altar, caminando por en medio de las bancas. Percibí que la anciana no era la única que murmuraba, pero no pude ver a los demás.

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—Mira —me dijo mi abuela, señalándome al Cristo ensangrentado del altar—, él es Jesús. Hace mucho tiempo, Jesús vino al mundo a traer amor. Luego, unos hombres malos lo pusieron ahí, en esa cruz.
            Había hilos de sangre en las piernas de Cristo. Sus ojos me miraban fijamente.
            —Murió por nosotros, por nuestros pecados.
            Tosí.
            —Él te ama a ti, a mí, nos ama a todos.

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Le pedí a mi abuela que me llevara a ese templo cada domingo. Me molestaba que el lugar se llenara de gente. Pero de cualquier forma lograba concentrarme en Cristo. En la sangre de Cristo. En sus ojos que querían decírmelo todo pero que no hacían ruido. La abuela me tomaba de la mano cada vez con más fuerza.

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Mi abuela solía decirme que Jesús perdonaba con besos. Me preguntaba qué querían decir sus palabras.
            —Si Jesús hubiera podido, habría besado a los que lo pusieron en esa cruz —me comentaba, mientras tejía uno de tantos suéteres de estambre.
            Por las noches, antes de dormir, imaginaba quiénes serían los modernos enemigos de Jesús. Y siempre terminaba pensando en mí. Me veía culpable de algo que no llegaba a comprender.

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Una tarde, en plena pubertad, me masturbé por primera vez. Al terminar, confundido aún, cerré los ojos e imaginé a Cristo. Limpié lo que había hecho, todavía con sorpresa, y me dije: si Jesús regresara a la tierra, ¿qué pensaría al ver tantas imágenes de sí mismo por todas partes, ensangrentado, masacrado y lleno de dolor?
            Esa noche no pude dormir bien.

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A veces creía ver a Jesús afuera, en la calle, esperando el autobús en la parada más solitaria de la avenida. Me restregaba los ojos y Cristo desaparecía.

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Seguí creciendo. Dejé de ir a misa, pero de cualquier manera frecuentaba aquel templo sólo para mirar a Jesús, el hijo de Dios. En los días más tristes lograba escapar de mis deberes para contemplar los clavos que lo sujetaban a la cruz. En su mirada encontraba condensado un caudal de sufrimiento. Me hacía sentir, no sé porqué, más tranquilo.
Tenía veintiún años cuando murió mi abuela.

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La habían asaltado. Un fulano siguió sus pasos una noche. No sé qué hacía mi abuela, sola, caminando por la calle a esa hora. El sujeto vio la delgada cadena que colgaba del cuello de mi abuela. La alcanzó; se la arrancó sin trabajos. La sorpresa le causó a mi abuela un infarto fulminante. Y se quedó ahí, inmóvil, en la fría acera.

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Un amigo de mi infancia acudió al velorio y, al abrazarme, me dijo:
            —Dios sabe porqué hace las cosas.
            No pude evitar sentir que aquello era una estupidez.
            —Un Dios de verdad no haría estas cosas —repliqué.
            Mi amigo me miró con ternura.
            —Ahora estás enojado. Pero te repito: Dios sabe porqué hace las cosas.
            Busqué desesperadamente un vaso de café.

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—¿Por qué tu padre es así? —le pregunté al Cristo ensangrentado cuando me animé a visitarlo semanas más tarde, venciendo el miedo y la nostalgia que me traía el lugar.
            Se lo pregunté de nuevo en silencio una y otra vez. Lloré. Estaba solo en el templo.
            Sonaban los murmullos. Permanecí ahí horas y horas, sentado, contemplando los haces de luz que entraban por los vitrales.

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En cierto momento me quedé dormido. Un viejo me despertó tocándome el hombro.
            —Mira —me dijo, señalando el altar, que no estaba muy lejos de nosotros.
            Cristo había bajado de la cruz. No había más sangre en su piel.
            A su lado, una mujer lo tomaba de las manos. Cristo la besó.
            Cuando se separaron, descubrí que la mujer era mi abuela. Me miró un instante, apenas un par de segundos. En sus ojos vi todo el amor del mundo.

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Parpadeé. Me encontré solo una vez más. No pude pedir más explicaciones, Jesús permanecía clavado en el altar y no me atreví a darle la espalda al salir. No quedaron rastros del viejo; sólo ecos. Hacía frío en el exterior. Se me erizó la piel.

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Al caminar por la arboleda pensé en la boca de Jesús. A veces me pregunto si habrá rastros de mi abuela en los labios de aquel Cristo sanguinolento. Al besar a alguien tiemblo unos instantes. ¿Qué tal si al abrir los ojos me encuentro a Jesús, perdonándomelo todo?

1 comentario:

Lelio dijo...

batsante bueno...

me atrajo no se si por el hecho de hablar de dios o algo respecto a él, pero ya no pude dejar de leer despues.