Una tarde, durante la clase, Verónica nos dio la noticia de que el
bebé que esperaba era un cerdo. Llevaba en su útero un lechón. Nos lo dijo sin
una emoción específica. Tenia una sonrisa en el rostro, pero ese gesto no nos
comunicaba nada.
Yo había empezado a calificar los exámenes que me iban
entregando. Le di un sorbo al café. Algunos de mis alumnos se habían
acercado a Verónica y pedían explicaciones.
Verónica no sabía qué debía decirles. Se limitó a
repetir lo que le había dicho el médico. “Verónica, no sé cómo decirle esto,
pero está usted esperando un cerdo”. Varias chicas no pudieron soportar la
idea; me entregaron el examen y salieron apresuradas del salón de clase.
Aunque Verónica ya había entregado su examen, me preguntó si podía darle algunas asesorías para el trabajo final al terminar
la clase y por eso permanecía en el aula. Mi café se enfriaba.
Héctor se acercó a dejarme su examen. Sus movimientos
eran torpes y le sudaban las manos. “¿Qué le sucede a Verónica?”, me preguntó,
“ahora no sé si quiero ir a comer, eso fue muy desagradable”.
Le dije que no se molestara, que comprendiera a
Verónica, que quizás las cosas iban un poquito mal para ella. Pero la señaló y
dijo que no me lo podía creer, que Verónica estaba muy sonriente.
Y en efecto, miré a Verónica y sonreía, enseñando sus
blanquísimos dientes. Ya no supe qué decirle a Héctor.
Pasaron unos quince o veinte minutos hasta que en el
salón sólo quedamos Verónica, su amiga Edith y yo. Edith le preguntó si se
podían ir ya. Era evidente que el examen le había destrozado los nervios. No se
atrevía a mirarme.
Verónica le dijo que si podía esperarla un instante.
Edith salió. Ya pasaban de las cinco. Encendí las luces del salón, que al
oscurecerse había tomado una tonalidad verdosa y me hacía sentir como en medio
de un bosque.
Le dí consejos a Verónica sobre la redacción de su
ensayo. No estaba nada mal. Se veía que tenía idea de lo que quería decir y en
general su trabajo estaba bien estructurado. Le brillaron los ojos cuando se lo
dije.
Hice una serie de anotaciones con tinta azul. Traté de
ser lo más claro posible. No sé porqué las condiciones del embarazo de Verónica
me hicieron ser más considerado con ella. Mi café se terminó. Quedaron, en el
fondo del vaso, unos granitos inalcanzables.
Le pregunté cómo se sentía. Me describió sus últimas
citas con el médico, desde que se supo embarazada hasta la anterior. Según me
comentó, en ningún momento había sentido que algo andaba mal.
—A lo mejor es porque es la primera vez que me embarazo
—me dijo, y su voz sonó como la de una niña. Sentí un escalofrío.
Ya no tenía nada más qué decirle sobre su trabajo. Pudo
irse en ese instante, pero la detuve.
—A ver, Vero… ¿cómo un cerdo?
Pareció no entender mi pregunta y no me respondió. Formulé
otra.
—¿Qué opina el papá? ¿Ya lo sabe?
Cerró los ojos, diciendo “no sé quién es el papá”. Contemplé
las comisuras de sus labios. Tomó sus cosas y caminó lentamente hacia la puerta
del aula. Me rasqué la cabeza y la miré abrir la puerta. Edith quería irse
cuanto antes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario