martes, 19 de julio de 2011

Sábado


Era de noche. Richard y yo charlábamos en la banca de una plaza. Nuestra conversación giraba en torno a algunos temas que siempre tratamos cuando nos vemos. Incluso hicimos notar este punto y sólo atinamos a reír, sanamente incapaces de pensar otras cosas o fingir interés por otros temas.
De un momento a otro, empezamos a examinar nuestro entorno. Había un par de parejas que estaban a punto de fornicar, valiéndose de escondites bastante ingeniosos, pero de todas formas un tanto obvios. Mencioné que me habría gustado tener una videocámara. Richard estuvo de acuerdo.
Una de las parejas se dio cuenta de que la estábamos observando (la verdad fuimos bastante indiscretos) y cambiaron de postura. Ahora la chica estaba de frente a su galán, había cierta distancia entre ellos y su sonrisa era más grande, aunque se borraba a momentos.
La plaza no estaba muy bien iluminada que digamos. No estoy seguro de la ubicación exacta de las luces, pero había muchos sectores sumidos en la más densa oscuridad. Esto ayudaba a los novios, pero no a quienes tratábamos de observarlos.
Entendimos que el entrometimiento era aburrido. Pronto nos distrajo una melodía que provenía de algún edificio cercano. Durante un instante pensé que la música salía del órgano de la iglesia que teníamos enfrente. Entonces pensé en escribir un cuento sobre una anciana que practicaba con el órgano todas las noches, a partir de las diez.
Richard escuchó mi idea (ahora recuerdo que la pensé en voz alta) y dijo que era buena. Me decidí a escribirla en cuanto llegara a casa.
Nos fuimos a investigar de dónde salía la música y porqué, aunque al final nos conformamos con el “dónde”. Era en la Casa de la cultura. Parecía que habría una pasarela o algo similar. Estuve tentado a meterme para ver si había bocadillos. Quizás Richard pensó lo mismo, pero no lo hicimos.
Ya no teníamos dinero suficiente, así que caminamos unas cuantas cuadras y nos despedimos. Habíamos pasado cerca de un montón de mierda de caballo y duré un buen rato sin poder dejar de percibir el aroma. También había un evento en el teatro, una graduación infantil. Lo supe porque vi a unos cuantos padres de familia sosteniendo con orgullo algunos diplomas.
Eran casi las 10:20. Los últimos camiones de la noche estaban por pasar, si no es que ya lo habían hecho. La calle Constituyentes lucía desolada, como de pueblo fantasma. Un taxista se terminaba un cigarro, mientras miraba aburrido el aparador de una farmacia. Algunas personas corrían hacia el mercado. Eso fue una buena señal.
Cuando llegué, las personas que estaban ahí me estudiaron de forma minuciosa. Luego, una vez que pasé unos minutos esperando, pude unírmeles en su labor de escrutinio al prójimo. A lo lejos se veían los monstruos anaranjados, con sus decorativas luces amarillas al estilo de los carteles luminosos de Broadway.
De la nada se me acercó un anciano con gabardina y sombrero. Al principio me miró con timidez, como si quisiera reconocerme. Me dio mala espina, así que me alejé un poco. El viejo sonreía bastante.
El camión llegó. El hombre fue el primero en subirse, provocando el enojo de una señora. Por un instante fui incapaz de ver al señor; me senté en el primer asiento desocupado que vi, y el viejo se sentó a mi lado. Entonces me dijo:
—Conozco todo sobre tu vida.
Algunas personas alcanzaron a escuchar lo que el hombre me dijo. Él mismo se dio cuenta de que quizás habría sido más conveniente hablar en voz baja. Yo no supe qué pensar. Estaba concentrado en mis escalofríos.
Luego me dijo, moderando su tono de voz:
—Has hecho cosas muy estúpidas en tus 19 años.
Me atreví a mirarle la cara. Su nariz aguileña sobresalía de forma que, quizás en otras circunstancias, me habría matado de risa. Pero en ese instante me pareció macabra. Llevaba un espeso bigote blanco. Sus ojos eran muy pequeños y no me transmitían nada en absoluto.
Tomé una determinación (algo raro en mí, por cierto): decidí ponerlo a prueba. Si hacía alarde de saber muchas cosas de mi vida, entonces debía tener un punto flaco. Le pregunté la hora exacta en que nací, mis lugares favoritos, el color de mi cepillo dental, mi número favorito entre el 34 y el 723, etc. Respondió a todo con una exactitud pasmosa. Incluso recordó detalles que yo ya había olvidado.
El camión avanzaba con rapidez, a la vez que se balanceaba por el mal estado en el que se encuentra la calle 5 de Mayo. Pensé con desesperación algún acertijo, algún momento de mi vida que difícilmente alguien más podría conocer.
—Seguramente —comencé a decir—, no conoces el número exacto de ocasiones en que me he sentido mal del estómago.
El viejo palideció. Sus ojos se enrojecieron.
—No es justo… No es justo... Te enfermas mucho, ¡no es justo! —alcanzó a decir antes de desvanecerse.
Nadie notó esto porque en ese justo instante un niño inició un llanto estrepitoso. Me sentí aliviado. Segundos después, un dolorcillo se dejó sentir en mi abdomen. Era el proceso de digestión de los nachos que había devorado esa noche. ¡Otra a la cuenta, señor stalker!

2 comentarios:

Breathless dijo...

Los Nachos me provocaron indigestion ese dia!!

Román Villalobos dijo...

¡El queso frío es malo para la salud!