Era de noche. Richard y yo charlábamos en
la banca de una plaza. Nuestra conversación giraba en torno a algunos temas que
siempre tratamos cuando nos vemos. Incluso hicimos notar este punto y sólo
atinamos a reír, sanamente incapaces de pensar otras cosas o fingir interés por
otros temas.
De un momento a
otro, empezamos a examinar nuestro entorno. Había un par de parejas que estaban
a punto de fornicar, valiéndose de escondites bastante ingeniosos, pero de
todas formas un tanto obvios. Mencioné que me habría gustado tener una
videocámara. Richard estuvo de acuerdo.
Una de las
parejas se dio cuenta de que la estábamos observando (la verdad fuimos bastante
indiscretos) y cambiaron de postura. Ahora la chica estaba de frente a su
galán, había cierta distancia entre ellos y su sonrisa era más grande, aunque
se borraba a momentos.
La plaza no
estaba muy bien iluminada que digamos. No estoy seguro de la ubicación exacta
de las luces, pero había muchos sectores sumidos en la más densa oscuridad.
Esto ayudaba a los novios, pero no a quienes tratábamos de observarlos.
Entendimos que
el entrometimiento era aburrido. Pronto nos distrajo una melodía que provenía
de algún edificio cercano. Durante un instante pensé que la música salía del
órgano de la iglesia que teníamos enfrente. Entonces pensé en escribir un
cuento sobre una anciana que practicaba con el órgano todas las noches, a
partir de las diez.
Richard escuchó
mi idea (ahora recuerdo que la pensé en voz alta) y dijo que era buena. Me
decidí a escribirla en cuanto llegara a casa.
Nos fuimos a
investigar de dónde salía la música y porqué, aunque al final nos conformamos
con el “dónde”. Era en la Casa de la cultura. Parecía que habría una pasarela o
algo similar. Estuve tentado a meterme para ver si había bocadillos. Quizás
Richard pensó lo mismo, pero no lo hicimos.
Ya no teníamos
dinero suficiente, así que caminamos unas cuantas cuadras y nos despedimos.
Habíamos pasado cerca de un montón de mierda de caballo y duré un buen rato sin
poder dejar de percibir el aroma. También había un evento en el teatro, una
graduación infantil. Lo supe porque vi a unos cuantos padres de familia sosteniendo con orgullo
algunos diplomas.
Eran casi las
10:20. Los últimos camiones de la noche estaban por pasar, si no es que ya lo
habían hecho. La calle Constituyentes lucía desolada, como de pueblo fantasma.
Un taxista se terminaba un cigarro, mientras miraba aburrido el aparador de una
farmacia. Algunas personas corrían hacia el mercado. Eso fue una buena señal.
Cuando llegué,
las personas que estaban ahí me estudiaron de forma minuciosa. Luego, una vez
que pasé unos minutos esperando, pude unírmeles en su labor de escrutinio al
prójimo. A lo lejos se veían los monstruos anaranjados, con sus decorativas
luces amarillas al estilo de los carteles luminosos de Broadway.
De la nada se me
acercó un anciano con gabardina y sombrero. Al principio me miró con timidez,
como si quisiera reconocerme. Me dio mala espina, así que me alejé un poco. El
viejo sonreía bastante.
El camión llegó.
El hombre fue el primero en subirse, provocando el enojo de una señora. Por un
instante fui incapaz de ver al señor; me senté en el primer asiento desocupado
que vi, y el viejo se sentó a mi lado. Entonces me dijo:
—Conozco todo sobre tu vida.
Algunas personas
alcanzaron a escuchar lo que el hombre me dijo. Él mismo se dio cuenta de que
quizás habría sido más conveniente hablar en voz baja. Yo no supe qué pensar.
Estaba concentrado en mis escalofríos.
Luego me dijo,
moderando su tono de voz:
—Has hecho cosas
muy estúpidas en tus 19 años.
Me atreví a
mirarle la cara. Su nariz aguileña sobresalía de forma que, quizás en otras
circunstancias, me habría matado de risa. Pero en ese instante me pareció
macabra. Llevaba un espeso bigote blanco. Sus ojos eran muy pequeños y no me
transmitían nada en absoluto.
Tomé una
determinación (algo raro en mí, por cierto): decidí ponerlo a prueba. Si hacía
alarde de saber muchas cosas de mi vida, entonces debía tener un punto flaco.
Le pregunté la hora exacta en que nací, mis lugares favoritos, el color de mi
cepillo dental, mi número favorito entre el 34 y el 723, etc. Respondió a todo
con una exactitud pasmosa. Incluso recordó detalles que yo ya había olvidado.
El camión
avanzaba con rapidez, a la vez que se balanceaba por el mal estado en el que se
encuentra la calle 5 de Mayo. Pensé con desesperación algún acertijo, algún
momento de mi vida que difícilmente alguien más podría conocer.
—Seguramente
—comencé a decir—, no conoces el número exacto de ocasiones en que me he sentido mal
del estómago.
El viejo
palideció. Sus ojos se enrojecieron.
—No es justo… No es justo... Te enfermas mucho, ¡no es justo!
—alcanzó a decir antes de desvanecerse.
Nadie notó esto
porque en ese justo instante un niño inició un llanto estrepitoso. Me sentí
aliviado. Segundos después, un dolorcillo se dejó sentir en mi abdomen. Era el
proceso de digestión de los nachos que había devorado esa noche. ¡Otra a la
cuenta, señor stalker!
2 comentarios:
Los Nachos me provocaron indigestion ese dia!!
¡El queso frío es malo para la salud!
Publicar un comentario