Le dije a Mario
que ya no podía más. Él quería saber qué me pasaba pero yo no estaba dispuesto
a confesarlo. Le dije ayuda, ayuda por favor. Mario, en serio, es que no puedo
decirte. Mario, es que tienes que confiar en mí, que ya no aguanto.
Mario me dio una palmada en el
hombro. Lo sentí como un hermano mayor. Se le trabó la palabra “tranquilo” en
la lengua, pero con la palmada había sido suficiente. La callejuela estaba
sola, de un bar salía música estridente y en un restaurante había ruidos de
mesas y copas y una guitarra acústica. Y a los árboles los movía el viento y
caían las hojas mientras Mario jugaba con las llaves que llevaba en el
bolsillo.
—Al menos dame pistas —me dijo.
Pistas. Cualquier palabra que tocara el asunto me obligaría a
contarlo todo, cualquier palabra o gesto podía hacer que todo se me cayera de
las manos.
—¿Es del corazón?
—Sí, Mario, es del corazón.
Pude controlarme y no contarle de más, y Mario prendía el estéreo de
su auto y yo pensaba que no era tanto algo del corazón, aunque no sé en dónde
más se pueden sentir los miedos. En el estómago, sí. Pero al final todo va a
parar al corazón, ahí todo se aglutina y parece llevar prisa y la mayoría de
las veces nada más puede entrar o salir. Las cosas se quedan en la puerta, en
las arterias, y desde ahí molestan.
—Es miedo, más que nada.
Mario daba la vuelta en una esquina. En el estéreo sonaba música
electrónica, beats suaves y repetitivos. Me hacían pensar en mi propio corazón
inquieto.
—¿Miedo a una persona?
Examiné por instinto el piso del coche. Me fijé en mis zapatos
llenos de tierra, luego mis dedos que temblaban por el aire frío.
—Miedo a lo que cierta persona puede hacer.
Mario se puso a hablarme de mi paranoia. Su voz sonaba como la de un
anciano comprensivo y sabio, me hizo pensar en mis abuelos aunque ninguno de
ellos tenía una voz así. Mario hablaba y me decía que en primer lugar el miedo
era algo natural, que no tenía que reprimirlo, que hacía bien en dejarlo salir
así, temblando (señaló mis dedos), así, pidiendo ayuda.
Yo no sabía dónde vivía Mario. Una casa pequeña, rayando en lo
precario, en una colonia clavada entre otras dos o tres. “Yo tengo miedo”, me
confesó Mario, “yo tengo miedo de que cualquier día de estos alguien me
confunda, me golpeé y me deje tirado en una acera, y con sangre alrededor, en
la camisa, en la cara, ya sabes”. Movía mi lengua de un lado a otro, mi aliento
era terrible. “Eso es el miedo, saber que todo puede pasar”, y cuando dijo esto
me miró. Nos estábamos sentando en el sofá.
Prendió el televisor. La
pantalla estaba negra.
—Dime un nombre —me pidió Mario.
—Verónica —contesté.
Movía la pierna izquierda sin parar. Mario se hallaba en cuclillas
frente al televisor, que no era muy grande. Tenía su atención fija en un punto
de la pantalla.
—¿Ella existe?
—Sí.
Mario se puso de pie, se sentó en el sofá que quedaba a mi derecha,
sacó un cigarro, lo encendió, lo probó, y no lo volvió a tocar.
—Concentra todo tu miedo en Verónica. Imagina que está aquí.
Me costaba trabajo cerrar los ojos. Sentía que la mano de Verónica
iba a aparecer junto a mí en cualquier instante. Mario se veía tranquilo y el
televisor seguía en negro, a veces se dejaban ver algunos dígitos en color
verde brillante. Tragué saliva.
—Imagina que está a tu lado —me dijo Mario.
El cuerpo de Verónica a mi lado como un balde de agua helada, como
mis genitales empequeñeciéndose, un escalofrío en los brazos y la espalda
temblorosa. Mario comenzó a silbar una melodía.
De la parte trasera del televisor salió un conejo.
Su pelaje completamente blanco, sus ojos rojos y el hocico inquieto
que tienen todos los conejos.
—Dile a Verónica lo que sientes.
El conejo avanzaba lentamente. Sentía mi presencia. Quizás podía
oler mi miedo. Y yo pensaba que el conejo era Verónica.
Lo pensé así, en un segundo. El conejo era Verónica, y Verónica
avanzaba hacia Mario. Y Mario la tomaba con sus manos y la ponía en sus
piernas. Y la acariciaba. Esto requirió cierto tiempo, pensaba lo que le diría
a Verónica, al pelaje blanquísimo de Verónica y sus ojos escarlata, sus
bigotes, tan de la mano con el televisor.
—Quiero estar tranquilo, Verónica —dije.
Luego una pausa. Tuve náuseas, Mario sacó una zanahoria de alguna
parte y el conejo se apropió de ella, mientras los dígitos de la pantalla se
iban y regresaban a un intervalo irregular.
Le pedí que me dejara en paz, que me dejara amar sin preocupaciones.
Y que guardara silencio, también; el conejo devoraba la zanahoria y Mario me
observaba, yo no podía verlo a los ojos. La sala olía a humo de cigarro.
Entonces el televisor se apagó. Ya no más verde sobre fondo negro.
Mario me pidió que me acercara, que acariciara al conejo.
—En verdad quiero estar bien, quiero ser feliz… —y luego solté más
frases así, mientras una lágrima bajaba por mi mejilla derecha y el conejo se
calmaba, su hocico se quedaba quieto. Mis pasos eran lentos y torpes. Vi los
ojos de Mario.
Sus ojos de anciano paciente, sereno.
—Acaricia al conejo.
Dudé. Pensando en Verónica, en su cuerpo como agua helada, en su
boca llena de mentiras, en Mario como mi hermano mayor haciéndome tocar un
animal que escasa o nula culpa tenía de la mierda que Verónica había traído a
mi vida.
Mario insistió.
—Acaricia al conejo.
Y allá fue mi mano derecha. Cerré con fuerza los ojos. Vino a mí la imagen de la tarde después de la lluvia con Verónica en la banca de
un parque concurrido; ella me miraba a los ojos y me contaba su vida. Supo
envolverme, podía sentir al conejo, como una presencia tibia, nerviosa, expectante.
Al entrar en contacto con el pelo del conejo dejé de escuchar los
pocos sonidos que había en la sala. También pude callar los elementos
silenciosos, como la mirada de Mario y la pantalla en off, las paredes llenas
de marcas, la luz del foco y las altas horas de la noche; entendí que Verónica
se difuminaba y que ya nada podría traerla de vuelta, y fue como si el miedo se
disolviera en algún punto de mis venas, como si ya no estuviera en mí sino en
aquella cabeza pequeña y blanca que al sentir mis dedos se inquietó de nuevo y
miró hacia todas partes con sus ojos rojos.
Las grandes orejas del conejo entre mis dedos, mi sonrisa, la
sonrisa de Mario mientras me pregunta si ya todo ha terminado, que si quiero
una cerveza, un vaso con agua, una película.
Y al principio nada, me voy al sofá. Por un momento trato de pensar
en el temor. Sus residuos. Culebras que se deslizan a un lago, y en el lago se
pierden, se las ve ir al fondo. De ahí no sale nadie. Ahí nada Verónica, el
conejo, el día lluvioso. Todo eso. Y Mario que sabe que lo ha hecho bien.
El hermano mayor que te ve y dice “te lo dije”. Su mirada también
puede significar “la paranoia no tiene piso” o “el miedo es un juguete
imaginario”. Ahí está Mario. Enciende otro cigarro. Éste sí lo fuma. Completo.
Mientras, yo guardo silencio. Lo veo.
Yo diciéndole que por favor me llevara a mi casa, que ya era tan
tarde y yo estaba tan lejos de casa. El conejo bajó de las piernas de Mario y
regresó al lugar de donde había salido, el televisor hizo un ruido
indescriptible. Mario tomó lo que quedaba del cigarro y lo arrojó por una
ventana que hasta entonces pude notar. Afuera de la ventana estaba la noche.
Los restos de la zanahoria en el pantalón de Mario, Mario abriendo
la puerta y la música del automóvil llenando uno a uno los espacios antes
habitados por Verónica, y mi colonia siempre tan tranquila, como muerta.
1 comentario:
perfecto para un fin de semana en el que prefiero hacer todo menos que la tarea...
un cuento en el que me reflejo, mi veronica quiza sea un efecto clavado en mi mente desde el principio de los tiempos...
un saludo.
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