*
Tenía siete años. Un sábado por la mañana, la abuela me despertó y dijo
que me arreglara porque iríamos a un templo que yo no conocía. Refunfuñé. Salimos.
La gran ciudad despertaba poco a poco.
*
Caminamos por una arboleda, a través de un parque, frente a una
olorosa carnicería, y llegamos al templo. En ese momento me pareció
impresionante. Enormes muros de piedra y un atrio inmenso. Entramos.
*
El lugar estaba casi solo. Una anciana, de rodillas, musitaba cosas
que no pude escuchar con claridad. Mi abuela me llevaba de la mano. Nos
dirigíamos al altar, caminando por en medio de las bancas. Percibí que la
anciana no era la única que murmuraba, pero no pude ver a los demás.
*
—Mira —me dijo mi abuela, señalándome al Cristo ensangrentado del
altar—, él es Jesús. Hace mucho tiempo, Jesús vino al mundo a traer amor.
Luego, unos hombres malos lo pusieron ahí, en esa cruz.
Había hilos de
sangre en las piernas de Cristo. Sus ojos me miraban fijamente.
—Murió por
nosotros, por nuestros pecados.
Tosí.
—Él te ama a ti, a
mí, nos ama a todos.
*
Le pedí a mi abuela que me llevara a ese templo cada domingo. Me
molestaba que el lugar se llenara de gente. Pero de cualquier forma lograba
concentrarme en Cristo. En la sangre de Cristo. En sus ojos que querían
decírmelo todo pero que no hacían ruido. La abuela me tomaba de la mano cada
vez con más fuerza.
*
Mi abuela solía decirme que Jesús perdonaba con besos. Me preguntaba
qué querían decir sus palabras.
—Si Jesús hubiera
podido, habría besado a los que lo pusieron en esa cruz —me comentaba, mientras
tejía uno de tantos suéteres de estambre.
Por las noches,
antes de dormir, imaginaba quiénes serían los modernos enemigos de Jesús. Y
siempre terminaba pensando en mí. Me veía culpable de algo que no llegaba a
comprender.
*
Una tarde, en plena pubertad, me masturbé por primera vez. Al
terminar, confundido aún, cerré los ojos e imaginé a Cristo. Limpié lo que
había hecho, todavía con sorpresa, y me dije: si Jesús regresara a la tierra,
¿qué pensaría al ver tantas imágenes de sí mismo por todas partes,
ensangrentado, masacrado y lleno de dolor?
Esa noche no pude
dormir bien.
*
A veces creía ver a Jesús afuera, en la calle, esperando el autobús
en la parada más solitaria de la avenida. Me restregaba los ojos y Cristo
desaparecía.
*
Seguí creciendo. Dejé de ir a misa, pero de cualquier manera
frecuentaba aquel templo sólo para mirar a Jesús, el hijo de Dios. En los días
más tristes lograba escapar de mis deberes para contemplar los clavos que lo sujetaban
a la cruz. En su mirada encontraba condensado un caudal de sufrimiento. Me
hacía sentir, no sé porqué, más tranquilo.
Tenía veintiún años cuando murió mi abuela.
*
La habían asaltado. Un fulano siguió sus pasos una noche. No sé qué
hacía mi abuela, sola, caminando por la calle a esa hora. El sujeto vio la
delgada cadena que colgaba del cuello de mi abuela. La alcanzó; se la arrancó
sin trabajos. La sorpresa le
causó a mi abuela un infarto fulminante. Y se quedó ahí, inmóvil, en la fría
acera.
*
Un amigo de mi infancia acudió al velorio y, al
abrazarme, me dijo:
—Dios
sabe porqué hace las cosas.
No
pude evitar sentir que aquello era una estupidez.
—Un
Dios de verdad no haría estas cosas —repliqué.
Mi
amigo me miró con ternura.
—Ahora
estás enojado. Pero te repito: Dios sabe porqué hace las cosas.
Busqué
desesperadamente un vaso de café.
*
—¿Por qué tu padre es así? —le pregunté al Cristo
ensangrentado cuando me animé a visitarlo semanas más tarde, venciendo el miedo
y la nostalgia que me traía el lugar.
Se
lo pregunté de nuevo en silencio una y otra vez. Lloré. Estaba solo en el
templo.
Sonaban
los murmullos. Permanecí ahí horas y horas, sentado, contemplando los haces de
luz que entraban por los vitrales.
*
En cierto momento me quedé dormido. Un viejo me
despertó tocándome el hombro.
—Mira
—me dijo, señalando el altar, que no estaba muy lejos de nosotros.
Cristo
había bajado de la cruz. No había más sangre en su piel.
A
su lado, una mujer lo tomaba de las manos. Cristo la besó.
Cuando
se separaron, descubrí que la mujer era mi abuela. Me miró un instante, apenas
un par de segundos. En sus ojos vi todo el amor del mundo.
*
Parpadeé. Me encontré solo una vez más. No pude
pedir más explicaciones, Jesús permanecía clavado en el altar y no me atreví a
darle la espalda al salir. No quedaron rastros del viejo; sólo ecos. Hacía frío
en el exterior. Se me erizó la piel.
*
Al caminar por la arboleda pensé en la boca de
Jesús. A veces me pregunto si habrá rastros de mi abuela en los labios de aquel
Cristo sanguinolento. Al besar a alguien tiemblo unos instantes. ¿Qué tal si al
abrir los ojos me encuentro a Jesús, perdonándomelo todo?