Mi abuelo me decía que yo jamás llegaría
a ser poeta. Siempre que llegaba a mostrarle mis versos infantiles escritos en
papeles arrugados, los tomaba y los echaba a la basura. Riendo, me decía que
mejor me dedicara a criar perros.
A pesar de mi abuelo, yo
crecí queriendo ser poeta, y por eso me inscribí a la facultad de economía. Ahí
aprendí sobre lo terrible que es la devaluación y el monopolio, y cuando
estudiaba para mis exámenes, escribía hojas y hojas de poemas llenos de inspiración.
Luego me expulsaron de la
facultad de economía. Tenía veinte años. En cuanto regresé a mi ciudad natal,
mi abuelo me recibió con un fuerte abrazo y me dijo:
—Vamos poniendo un criadero
de perros en el rancho.
Y a mí me pareció buena
idea. Después de una temporada en el criadero, podría inscribirme a Psicología
en la universidad local y hacer de mí un hombre de provecho. Y, al mismo
tiempo, seguir escribiendo mi poesía.
Así pasé unos meses cuidando
perros en el rancho. Los días eran soleados y hacía mucho viento, y eso hacía
felices a los perros. Empezamos a venderlos muy
caros. Y con todo y su increíble precio, los vendíamos a todos.
Por las noches, escribía
poemas acerca de lo triste que es ver partir a un cachorrito en brazos de una
desconocida. Sin embargo, mi abuelo seguía diciéndome que yo jamás llegaría a
poeta. En una de esas ocasiones, mi papá me defendió:
—Oye, déjalo que se haga
poeta si quiere. A ti te gustaba mi poesía.
Mi abuelo se carcajeó y se
metió a su oficina. Papá lo tomó como una victoria y bebimos cerveza para
celebrar.
Esa misma tarde llegó mi
hermano mayor al rancho. Vimos una estela de tierra levantarse sobre el
horizonte. Mi hermano venía acompañado de su mujer. Se bajaron del coche y los
recibimos con un abrazo.
Mi mamá recalentó la comida
y platicamos muy animados antes, durante y después de comer. En plena
sobremesa, nos enteramos de que mi cuñada estaba embarazada. A todos nos dio
muchísimo gusto.
Aprovechando que el ambiente
era agradable, mi abuelo le preguntó a secas a mi hermano el motivo de su
visita.
—Es que me quedé sin trabajo
—dijo mi hermano.
Después siguió un silencio
incómodo, que luego rompería mi abuelo con una estruendosa risotada. Se metió a su oficina
y se puso a ver la televisión.
Mi hermano aceptó hacerse
cargo de los perros mientras encontraba un trabajo de verdad. Yo me regresé del
rancho a la ciudad para empezar la carrera de Psicología, que estaba llena de
materias interesantes e inspiradoras. Leí a Freud y me pareció fabuloso. Los
debates con mis compañeros de clase eran apasionados y todo ese mundo de
análisis y pruebas psicométricas me fascinó. Por las noches escribía poemas
hasta en las paredes y llenaba los cuadernos de mis compañeros con versos y
estrofas sueltas durante las clases.
Entonces me expulsaron de la
facultad de psicología. Esa ocasión mi abuelo me recibió en el rancho con un
semblante serio y me dijo:
—A mí se me hace que lo tuyo
es la poesía, hijo.
Decidí que, mientras buscaba
mi carrera ideal, me quedaría en el rancho a criar perros. El negocio era todo
un éxito. Mi hermano no se veía muy contento. Le habían crecido la barba y las
ojeras. Se pasaba el día cargando cachorritos y dándoles leche con un biberón.
Mi cuñada entonaba canciones de cuna. Su vientre se abultaba lentamente.
Una mañana lluviosa, mi
hermano y yo salimos a caminar a un cerro que queda cerca del rancho. Íbamos
platicando de futbol y de nuestros juegos de la infancia. Nos resbalamos y
caímos al lodo un par de veces, lo que nos dio mucha risa.
—Cuando tenías unos seis
años decías que querías ser ingeniero, porque te gustaba mucho apretar a lo
loco los botones de mi calculadora científica —me dijo mi hermano.
Me puse a pensar seriamente
en su comentario y recordé que, sin duda, los números tenían un carácter muy
poético. Buscaría alguna buena facultad de ingeniería y me inscribiría en ella
en cuanto me fuera posible.
Llegamos al cerro y
empezamos a subir. Teníamos que pasar por caminos llenos de vegetación, y yo
tenía miedo de las serpientes, como la que había matado a la abuela cuando yo
era apenas un bebé. Le comenté a mi hermano sobre mis miedos y se rió. Me dijo
que no tuviera miedo. Me encogí de hombros.
Mi hermano me platicaba sus
planes a futuro. Según me dijo, acababa de encontrar una plaza interesante en
una empresa que producía bolsas de papel. Sonaba muy emocionado. La lluvia se
iba poco a poco. Me dijo que mi cuñada y él ya habían escogido el nombre del
bebé. Caminábamos en medio de un matorral muy denso y las espinas nos rasgaban
la piel. Le pregunté cómo se llamaría el bebé y ya no me contestó. Le grité una
y otra vez pero no dijo nada.
Ya no estaba ahí.
Lo busqué por todo el camino
que habíamos recorrido y no lo encontré. Me senté debajo de un árbol y rompí a
llorar.
Regresé al rancho con la
ropa manchada de sangre por los rasguños de las espinas y, parado en medio del
patio, grité:
—¡Mi hermano se perdió en el
cerro!
Mi cuñada salió de la cocina
y se desmayó en los brazos de mi madre, que iba detrás de ella. Mi papá, mi
abuelo y yo buscamos a mi hermano por una semana, pero al séptimo día nos
regresamos desilusionados y lo dimos por desaparecido.
Esa noche estaba tan triste
por mi hermano perdido que le escribí un libro completo de poemas. Tiempo
después, una vez que me recibí como diseñador gráfico, tuve la oportunidad de
publicar dicho libro y ser, finalmente, un poeta de verdad.
1 comentario:
bastante interesante tus escritos...
bastante tiempo habia pasado desde la ultima vez que estuve aqui y pude leer detenidamente sin sentir que el sueño me ganase...
yo aun quiero ser poeta.
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