miércoles, 26 de octubre de 2011

Poeta


Mi abuelo me decía que yo jamás llegaría a ser poeta. Siempre que llegaba a mostrarle mis versos infantiles escritos en papeles arrugados, los tomaba y los echaba a la basura. Riendo, me decía que mejor me dedicara a criar perros.
A pesar de mi abuelo, yo crecí queriendo ser poeta, y por eso me inscribí a la facultad de economía. Ahí aprendí sobre lo terrible que es la devaluación y el monopolio, y cuando estudiaba para mis exámenes, escribía hojas y hojas de poemas llenos de inspiración.
Luego me expulsaron de la facultad de economía. Tenía veinte años. En cuanto regresé a mi ciudad natal, mi abuelo me recibió con un fuerte abrazo y me dijo:
—Vamos poniendo un criadero de perros en el rancho.
Y a mí me pareció buena idea. Después de una temporada en el criadero, podría inscribirme a Psicología en la universidad local y hacer de mí un hombre de provecho. Y, al mismo tiempo, seguir escribiendo mi poesía.
Así pasé unos meses cuidando perros en el rancho. Los días eran soleados y hacía mucho viento, y eso hacía felices a los perros. Empezamos a venderlos muy caros. Y con todo y su increíble precio, los vendíamos a todos.
Por las noches, escribía poemas acerca de lo triste que es ver partir a un cachorrito en brazos de una desconocida. Sin embargo, mi abuelo seguía diciéndome que yo jamás llegaría a poeta. En una de esas ocasiones, mi papá me defendió:
—Oye, déjalo que se haga poeta si quiere. A ti te gustaba mi poesía.
Mi abuelo se carcajeó y se metió a su oficina. Papá lo tomó como una victoria y bebimos cerveza para celebrar.
Esa misma tarde llegó mi hermano mayor al rancho. Vimos una estela de tierra levantarse sobre el horizonte. Mi hermano venía acompañado de su mujer. Se bajaron del coche y los recibimos con un abrazo.
Mi mamá recalentó la comida y platicamos muy animados antes, durante y después de comer. En plena sobremesa, nos enteramos de que mi cuñada estaba embarazada. A todos nos dio muchísimo gusto.
Aprovechando que el ambiente era agradable, mi abuelo le preguntó a secas a mi hermano el motivo de su visita.
—Es que me quedé sin trabajo —dijo mi hermano.
Después siguió un silencio incómodo, que luego rompería mi abuelo con una estruendosa risotada. Se metió a su oficina y se puso a ver la televisión.
Mi hermano aceptó hacerse cargo de los perros mientras encontraba un trabajo de verdad. Yo me regresé del rancho a la ciudad para empezar la carrera de Psicología, que estaba llena de materias interesantes e inspiradoras. Leí a Freud y me pareció fabuloso. Los debates con mis compañeros de clase eran apasionados y todo ese mundo de análisis y pruebas psicométricas me fascinó. Por las noches escribía poemas hasta en las paredes y llenaba los cuadernos de mis compañeros con versos y estrofas sueltas durante las clases.
Entonces me expulsaron de la facultad de psicología. Esa ocasión mi abuelo me recibió en el rancho con un semblante serio y me dijo:
—A mí se me hace que lo tuyo es la poesía, hijo.
Decidí que, mientras buscaba mi carrera ideal, me quedaría en el rancho a criar perros. El negocio era todo un éxito. Mi hermano no se veía muy contento. Le habían crecido la barba y las ojeras. Se pasaba el día cargando cachorritos y dándoles leche con un biberón. Mi cuñada entonaba canciones de cuna. Su vientre se abultaba lentamente.
Una mañana lluviosa, mi hermano y yo salimos a caminar a un cerro que queda cerca del rancho. Íbamos platicando de futbol y de nuestros juegos de la infancia. Nos resbalamos y caímos al lodo un par de veces, lo que nos dio mucha risa.
—Cuando tenías unos seis años decías que querías ser ingeniero, porque te gustaba mucho apretar a lo loco los botones de mi calculadora científica —me dijo mi hermano.
Me puse a pensar seriamente en su comentario y recordé que, sin duda, los números tenían un carácter muy poético. Buscaría alguna buena facultad de ingeniería y me inscribiría en ella en cuanto me fuera posible.
Llegamos al cerro y empezamos a subir. Teníamos que pasar por caminos llenos de vegetación, y yo tenía miedo de las serpientes, como la que había matado a la abuela cuando yo era apenas un bebé. Le comenté a mi hermano sobre mis miedos y se rió. Me dijo que no tuviera miedo. Me encogí de hombros.
Mi hermano me platicaba sus planes a futuro. Según me dijo, acababa de encontrar una plaza interesante en una empresa que producía bolsas de papel. Sonaba muy emocionado. La lluvia se iba poco a poco. Me dijo que mi cuñada y él ya habían escogido el nombre del bebé. Caminábamos en medio de un matorral muy denso y las espinas nos rasgaban la piel. Le pregunté cómo se llamaría el bebé y ya no me contestó. Le grité una y otra vez pero no dijo nada.
Ya no estaba ahí.
Lo busqué por todo el camino que habíamos recorrido y no lo encontré. Me senté debajo de un árbol y rompí a llorar.
Regresé al rancho con la ropa manchada de sangre por los rasguños de las espinas y, parado en medio del patio, grité:
—¡Mi hermano se perdió en el cerro!
Mi cuñada salió de la cocina y se desmayó en los brazos de mi madre, que iba detrás de ella. Mi papá, mi abuelo y yo buscamos a mi hermano por una semana, pero al séptimo día nos regresamos desilusionados y lo dimos por desaparecido.
Esa noche estaba tan triste por mi hermano perdido que le escribí un libro completo de poemas. Tiempo después, una vez que me recibí como diseñador gráfico, tuve la oportunidad de publicar dicho libro y ser, finalmente, un poeta de verdad.

1 comentario:

Lelio dijo...

bastante interesante tus escritos...
bastante tiempo habia pasado desde la ultima vez que estuve aqui y pude leer detenidamente sin sentir que el sueño me ganase...

yo aun quiero ser poeta.