Abrí los ojos. Limpié la saliva
derramada sobre mi montón de fotocopias. Suspiro.
Recojo mis cosas y salgo de
la mesa de estudio. Me lastima el brillo de las largas lámparas colgantes. Soy
el único ser que deambula por los pasillos de la biblioteca. Escucho el resonar
de mis pasos entre los libros polvorientos.
Somnoliento aún, miré el
reloj y vi que ya era tarde para llegar temprano a la última clase del día.
Empujé la puerta de vidrio y caminé al aula.
No paré de repetirme: es
demasiado tarde, es muy tarde para todo.
La universidad parece
abandonada. Hay pocos autos estacionados, la mayoría llenos de basura y cagadas
de pájaro.
Los intendentes cierran la
entrada principal y una chica les grita que todavía no ha anochecido lo
suficiente, pero ellos la han ignorado antes y esta vez no es distinto. Me
encontré a un guitarrista mientras subía por las escaleras.
No me miró; trataba de
hallar el acorde ideal para empezar. Lo hizo. Luego cantó. Llorando de dolor /rezo por tu alma, María. /Quién diría que tu sonrisa
dolería.
Caminé hacia mi salón y
noté, a lo lejos, los edificios más altos de la ciudad y sus luces
cuadriculadas. Entré.
Me senté en la esquina más
recóndita sin mirar a nadie a los ojos. Mi primera intención fue escuchar al
profesor a toda costa. Un rápido examen del entorno me mostró que todos estaban
atentos. Me incomodé.
Pero el profesor no había
comenzado su clase; tomaba lista y yo había llegado justo a tiempo. Dije:
presente. Terminó de tomar asistencia y perdió la atención de la mayor parte
del grupo. Algunos sacaron sus teléfonos, sus computadoras, libros, tareas de
otros cursos y coloridas revistas.
Un sujeto a mi izquierda
extrajo comida del interior de una enorme bolsa negra y comenzó a venderla.
Pronto se formó una pequeña fila y se puso a atender a los clientes.
La chica que está frente a
mí habla por teléfono con una amiga suya, que se encuentra al otro extremo del
salón. Hay gente que se besa, gente que escucha música, gente que la compone.
Suena la voz del profesor.
Se disuelve entre todo. Está anotando unos garabatos incomprensibles en la
superficie del pizarrón.
Bostezo. Cerca de donde
estoy, un grupo de alumnos ha entablado una discusión. Refutan todo lo que el
profesor dice. Lo tachan de imbécil, incompetente. Se sonríen. Comparten una
botella de algo.
Eso me hizo recordar la
botella de agua que compré antes de entrar a la biblioteca. Encontré en la
tienda a uno de mis maestros. El señor tiene un doctorado en una disciplina muy
innovadora. La mayor parte del tiempo se la pasa fumando y observando las
figuras que forman las aves al volar bajo el cielo de la tarde. Le dije hola.
Sonrió y me dio una palmada
en el hombro. Me deseó de todo corazón que nunca terminara un doctorado. Y se
fue, arrojando al suelo lo que quedaba de su cigarro.
Busqué la botella en mi
mochila. La encontré vacía. ¿Qué podía yo hacer?
Tomé mis cosas y fui a
sentarme a uno de los asientos delanteros. La gente ahí parecía atenta.
Hay unos cuantos vasos de
café, hojas regadas por el suelo, lápices. Mis compañeros realmente participaban,
acumulando cantidades exorbitantes de puntos extras. Quise aportar algo.
Me acerco a uno de mis
colegas. Le pregunto sobre lo que está hablando el maestro. Me observa, con una
mezcla de asco y pena. No me dice nada, a pesar de que se lo pido de favor un
par de veces.
Regreso a mi lugar,
resignado. Saco mi cuaderno y anoto conceptos desarticulados que logro
escucharle a mi maestro. Él no es capaz de detenerse. Sigue y sigue adelante,
siempre al frente, todo un progresista. Pregunta si hay dudas.
En mi entorno inmediato hay
sorbos a los vasos de café y cabezas que dicen “no”. Entendí que no tenía
sentido ver la hora. Era muy tarde para todo.
A veces se apagaban las
luces y algunos de mis compañeros salían al pasillo a gritar que todavía había
grupos en clases. La luz volvía después de un par de minutos. Mientras esto
pasaba, pude ver que mis colegas, los aplicados, limpiaban sus lentes con las
mangas de sus camisas y realizaban, a ciegas, infinidad de correcciones en sus
notas.
El profesor, por su parte,
sacaba yogures y barras de granola. Clavaba su mirada en el vasito de plástico
y se esmeraba en dejar limpia la cuchara. Pude ver todos estos detalles porque
el cielo morado brillaba más que de costumbre, como si ya no necesitara de las
estrellas.
Una polilla entró por las
ventilas y, herida, revoloteó por todo el suelo, entre los pies del profesor,
quien jamás la notó. Pasé una buena parte de la clase observando los
movimientos del insecto, como si tratara de darme un mensaje.
Creo que pude descifrarlo.
La polilla me dijo que ya era muy tarde, demasiado tarde para cualquier cosa.
La luz seguía yéndose a
intervalos regulares, hasta que al profesor dejó de importarle una mierda y
decidió seguir su monólogo a oscuras. Me puse a escuchar a su verborrea. Decía que
Marx tenía una extraña fijación sexual por Adam Smith, y no dudó en tacharla de
parafilia.
“¿Una Smithfilia?”, preguntó
uno de los listos de la clase. El profesor dijo que sí. Vi su sonrisa
amarillenta entre las sombras. “¿Dónde podemos leer más sobre eso?”, preguntó
otra alumna, rascándose una espinilla.
El profesor dictó una serie
de fuentes bibliográficas que los aplicados escribieron con avidez. Pero el
resto del grupo permanecía ajeno a lo que pasaba al frente. La polilla
continuaba con su danza herida.
La luz se interrumpió tantas
veces que el profesor se resignó: se llevó una mano a la frente con un ademán
lento, triste. Murmuró: es demasiado tarde ahora. Anotó la tarea para la semana
entrante y todos en la clase mostraron un poco de interés por unos momentos.
Copiaron con prisa los
jeroglíficos del profesor. En la oscuridad, veo algunos rímeles corridos, unas
cuantas cabelleras en desorden, risas, humo. Los compañeros que discutían han
levantado la sesión.
Los aplicados recogen sus
cosas en un parpadeo y salen al pasillo. Corro detrás de ellos para hacerles
unas preguntas sobre la tarea. No me había detenido a leerla después de haberla
escrito.
Los alcancé. Me miraron de
reojo. Repito mi pregunta una y otra vez pero nadie me responde. Uno de ellos
dice: ¿por qué nos detuvimos? Siguen caminando. Bajan por las escaleras. Desaparecen.
Recargado en la pared, me
llevé las manos a la cabeza y luego las escondí en mis bolsillos. Sentí una
corriente de aire frío que me hizo estremecer.
El resto del grupo me
alcanzó en el pasillo y habrían pasado por encima de mí de no ser porque me
mantuve aferrado con fuerza a los ladrillos del muro. Mis compañeros gritaban
que no era demasiado tarde, que era muy temprano para cualquier cosa. Aúllan,
caen al suelo, se levantan.
Y yo ahí, pensando que no
quedaba tiempo para nada.
De pronto siento que alguien
me toma del brazo. Es una chica. La había visto solamente un par de veces en la
vida. Se me acerca al oído y me pregunta: ¿qué se necesita para llamar tu
atención?
No supe qué responder, me
reí y miré mis zapatos a falta de algo mejor qué hacer. Ella rió también a la
vez que cerraba los ojos. Hizo otra pregunta: ¿qué me hace falta para estar
contigo?
¿Y yo qué podía decirle?
Abrió los ojos de nuevo y se
fue. Soltó mis dedos lentamente.
Caí en la cuenta de que pude
haber dicho “no sé, no tengo idea”. Pero era muy tarde ya, demasiado tarde.
Mis compañeros bajan y
rompen las cadenas de la entrada principal. Ya no hay intendentes, nadie puede
reclamarles nada. Todo sigue estando oscuro. Me doy cuenta que, a lo lejos, la
luz eléctrica llega y se va de forma intermitente.
Como si tratara de dar un
mensaje.
Mi profesor es el último en
salir. Lo saludo. Sonríe amable y me dice que es una sorpresa verme por ahí. Ignorando
esto, le pregunto sobre la tarea. Me dice que haga mi mejor esfuerzo.
Le digo que ni siquiera pude
entender lo que escribió y que copié en mi cuaderno.
“No importa”, me dijo, antes
de irse corriendo por el pasillo.
Bajo por las escaleras. El
guitarrista se ha ido. Tropiezo un par de veces sin caer. Llego a las áreas
verdes, cerca ya de la entrada principal, pero no quiero salir porque no sé si
haya camiones. Y ¿quién caminaría a esas horas de la noche en una ciudad de luces
parpadeantes?
Algo a mi izquierda me detuvo. Vi a un grupo de personas preparando una fogata. Traté de no
acercarme; un temor que no supe explicar se apoderó de mí. Pero uno de ellos me
llamó. Un amigo de la primaria.
“Estamos aquí”, dijo, “porque
queremos estar todos para la clase de las siete”. No entendí mucho, no pude
esconderlo. “Lo que pasa es que nuestro profesor nos pone falta a todos si el
salón no está completo cuando él llega”, explicó mi amigo, “así que hicimos una
promesa, y dormiremos aquí para estar a tiempo, juntos, todos juntos”.
Miré sobre su hombro. Sus
colegas lucían tensos.
Le di un apretón de manos a
mi viejo amigo, pensando seriamente en que de ninguna manera podía ser
demasiado tarde para ellos. Pero para mí sí lo era. Caminé a la entrada
principal.
Me acerqué con cautela a la
parada del autobús. Después de todo, no podía ver las fisuras del suelo y no
quería caerme. Hay tres o cuatro personas esperando, no puedo distinguirlas
bien. Murmuran. A veces ríen.
Hacía un poco de frío. Me
llegaba el olor de la fogata. Extrañé mi cama, mis cosas. Vi el camión a lo
lejos y pensé que era mi último as bajo la manga.
Pero entonces el camión pasó
de largo. El chofer hizo una señal extraña, como disculpándose. Los pocos
pasajeros me miraron sonrientes.
Las luces volvieron a las
calles. Me había quedado solo de nuevo; las personas que esperaban el autobús a
mi lado se fueron caminando por otra parte.
Decidí irme a pie, con la
vaga esperanza de encontrar un taxi por ahí. Ya no se veían las estrellas.
¿Acaso era demasiado tarde? No, era muy tarde hasta para eso.
1 comentario:
Tengo fe en que el relato de la clase sea absolutamente ficticio.
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