Sonó mi teléfono.
—¿Escuchaste eso? —me preguntó Julio.
Eran las tres de la mañana.
—No… bueno, depende. Escuché que sonó el teléfono.
Julio tosió.
—Eso no… Escuché que pasó un camión.
Me rasqué el ombligo. Tenía comezón en la cabeza.
—No, no escuché nada. Y eso que estaba despierto.
—¿Otra vez el café? —me preguntó.
—Es Paula.
—Ah.
Julio guardó silencio unos momentos.
—¿Qué Paula? —preguntó por fin.
—Ya no es importante.
—Pero no puedes dormir por Paula —dijo.
—Puta madre.
Hablamos durante medio minuto más y luego acordamos platicar por
Internet. Me ardían un poco los ojos. Fui al refri por una cerveza.
La abrí. Prendí la computadora. Entonces escuché el sonido. Sí,
parecía un autobús. Pero bien podía ser un camión de carga.
Le di un trago a la cerveza.
Julio se conectó. Escribí: es un camión de carga. Él dijo: no.
—La vida sí es un camión de carga —escribió.
Le pregunté de qué rayos hablaba. Empezó a soltar sinsentidos,
memorias de una infancia que ni él sabía si había tenido de verdad.
Me sentí tentado a encender las luces. Pero el color de las paredes
me llevaría de regreso a aquella tarde en que rompí por accidente una revista
de mi tía abuela Florinda.
Su rostro se descompuso cuando vio que la hoja estaba rota. Se sentó
y lloró. Se lo escribí a Julio:
—Yo no tuve la culpa de lo que pasó aquella tarde, pero todavía me
siento muy mal por hacer llorar a mi tía Florinda, ella era tan linda conmigo…
Julio se preocupó mucho por mí.
—Paula te hace mal —escribió.
Me lastimó el color blanco de la pantalla. Toqué la superficie del
monitor de mi laptop. Las paredes de mi habitación tenían el mismo color que
las de aquella vieja sala. Y ya lo sabía: al prender las luces, el tono sería
el mismo.
La sensación, por lo tanto, sería idéntica. Y yo me sabría culpable
de nuevo.
Aquella tarde, algunas lágrimas mojaron el chaleco que mi madre
había tejido con tanto esmero.
Lloré en silencio. Mi tía Florinda, en cambio, sollozaba y hacía
ruidos extraños. Me sentía lo suficientemente culpable como para no sentarme.
Permanecí de pie y el remordimiento me mantuvo inmóvil hasta que llegó mi mamá.
Julio escribió:
—Estoy viendo porno.
—¿Amateur? —pregunté.
—Asiáticas —respondió él.
Me pasó un enlace para ver el video. Me puse a verlo.
Mi mamá se sentó junto a la tía Florinda y la consoló. Esperaba una
mirada de reproche, pero no hubo nada de eso. Hubo comprensión; mamá intuía lo
que había pasado.
El color cyan me invadía aunque no podía verlo a detalle. Sabía que
estaba ahí. Que las paredes de la sala de la tía Florinda me perseguirían para
siempre. Con todo y su radio lleno de polvo. Su televisor en blanco y negro que
me hacía pensar en otras épocas.
Su plato de vidrio siempre lleno de dulces.
El video de las asiáticas era muy aburrido. Estaban fingiendo.
—Está muy malo tu video —escribí.
Julio tardó diez minutos en responder.
La relación entre mi tía abuela Florinda y yo volvería a ser la
misma con el tiempo. El día que murió, mi madre me llamó a mi celular y me dio
la noticia. En ese momento yo estaba con Yolanda, mi primera novia.
Era tan celosa que pensó que la llamada era de una amante. Empecé a
llorar. Entonces dijo: te dejó tu amante. Y se fue, hecha una fiera.
—Esta noche me sirve cualquier cosa —respondió Julio.
No sé porqué su comentario me dio tanta risa.
—No te rías, mamón —escribió.
Después de unos segundos, añadió:
—Oye, ¿tienes papel higiénico?
Respondí que sí. Tomé el rollo de papel, abrí la puerta del cuarto,
toqué la puerta de la habitación de Julio.
Llevaba mi lata de cerveza en la otra mano.
—Cabrón, estás tomando y no invitas —me dijo.
Reímos. Recordé que mamá y yo nos subimos al autobús y, una vez que
estuvimos adentro, ella me obsequió un chocolate que nunca olvidaré.
Antes de encerrarse de nuevo, Julio me preguntó:
—¿Quién es Paula?
Le dije que Paula no existía. Julio se encogió de hombros. Me
preguntó si todavía había cerveza en el refrigerador. Dije que sí. Me dijo que
tenía ganas de jugar Turista mundial.
—Mejor mañana, ¿no?
Julio estuvo de acuerdo. Reanudamos la charla en cuanto regresé a mi
cuarto. Julio había escrito:
—Tus ojeras son demasiado grandes.
Revisé mi teléfono celular. Había un mensaje de Paula:
—Eres un ser humano precioso, te amo.
La tía Florinda hacía unos hot-cakes excepcionales. Leía muchas
novelas de misterio. Escuchaba a Agustín Lara.
No pude recordar porqué me dejaban solo con la tía Florinda. Pero
pasaba seguido. Escuché, otra vez, el extraño ruido que provenía de la calle.
Era un camión, sin duda, pero era de carga.
—¡Es un puto camión de carga! —grité.
De seguro me escuchó todo el vecindario.
Julio escribió:
—Estás pendejo.
Sólo por curiosidad, prendí la luz. Así, con el cuarto iluminado, le
hablé a Paula.
Julio me escribía fragmentos de una historia que un anciano le había
contado tiempo atrás. Se trataba de una cabra mágica.
Paula me dijo que no tenía sueño. Mi tía Florinda, pensé, había sido
una persona increíble.
Apagué la luz. El cyan era mucho más fuerte que yo.
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