Salimos de la última clase a las nueve
de la noche. Óscar propuso que fuéramos a cenar. Lorena dijo que sí, más por Óscar
que por la cena. Daniel había estado deprimido todo el día y en realidad no
supimos si estuvo de acuerdo o no, pero se quedó con nosotros. Yo no puse
objeciones.
Nos subimos al coche de Óscar.
El estacionamiento se había quedado casi vacío. A lo lejos, las luces de la calle
parpadeaban y se desvanecían, y eso me hacía pensar en la clase de sujetos que
merodeaban por ahí: buscadores de cosas ajenas, con los ojos rojos y las risas
que llenan todos los rincones.
Me puse cómodo en el asiento
trasero del polvoriento Tsuru. Lorena, adelante, escuchaba con atención todo lo
que salía de la boca de Óscar. Éste, por cierto, hablaba demasiado. Daniel
suspiraba una y otra vez.
Nuestro lugar favorito para
cenar era una fonda que visitábamos a menudo. Estaba escondida en las calles
del centro. Para allá íbamos. Pero entonces vimos una humilde cochera
convertida en una cenaduría, de donde salían unos aromas riquísimos que se
colaron al interior del coche.
Óscar dijo que debíamos
probar cosas nuevas. En el fondo lo que no quería era gastar gasolina. Lorena
dijo: sí, vamos a probar algo nuevo. Daniel esbozó a medias una sonrisa. A mí
me pareció bien. Tenía mucha hambre. Y aunque hubiera opinado lo contrario,
Lorena y Óscar ya se habían bajado y sentado en una mesa.
Éramos los únicos clientes.
Una viejita salió a atendernos. Nos mostró una cartulina con el menú. Enchiladas,
tacos dorados, gorditas, sopes. Todos, salvo Daniel, que prefirió los tacos
dorados, pedimos enchiladas.
Y esperamos. Lorena
observaba a Óscar. Óscar contemplaba el horizonte. Daniel hurgaba en lo
profundo de su tristeza y yo estaba muy concentrado en mi hambre. Los olores se
intensificaron y la espera se volvió complicada. Una mosca se detuvo en la
pared.
Entré en una especie de
trance. Trataba de recordar algunos conceptos vistos en las clases de aquella
tarde. Los principios generales del Derecho. Los tratados internacionales. Para
qué sirve la Corte permanente de arbitraje. Pero lo único que recordaba era la
incomodidad de mi asiento y lo insoportable que es estar en un salón sin
ventilación en plena primavera.
Llegaron primero los tacos
de Daniel. Todos nos fijamos en él. Dio unas cuantas mordidas y le preguntamos “¿qué
tal?” Dijo: “están muy buenos”. Después ya no se despegó del plato y se mantuvo
en silencio hasta cierto momento de la cena.
Luego llegó la orden de Óscar, la de Lorena y más tarde la mía. La mujer nos dijo que había agua de jamaica. Los
cuatro quisimos probarla. Las enchiladas eran de buen tamaño y lucían increíbles.
También sabían increíbles.
Disfrutaba de mi platillo.
Todo estaba en su lugar. El agua también estaba muy rica, ni muy dulce ni
desabrida. El hambre se me había disuelto y me sentía, de verdad, feliz.
Entonces escuché una voz tenue, casi un susurro. Puse atención. Era de mujer. No era la
estridente voz de Lorena, ni tampoco sonaba a la anciana. No, era
distinta. Me concentré en averiguar de dónde salía.
No tardé mucho. La voz
estaba saliendo de mi plato. Algo en mi platillo me llamaba por mi nombre.
Era una de las cuatro enchiladas,
la tercera de izquierda a derecha.
—Tu amigo Daniel está triste
—me decía la enchilada.
Al principio me pregunté cómo
debía responderle. Pero ella fue más veloz y me dijo que podía leer mis
pensamientos. Entonces pensé: “ya sé, ha estado así todo el día.”
—Llévalo con el
terapeuta —sugirió la enchilada.
“¿El terapeuta?”,
pensé.
—Sí, llévalo ya, antes de que
continúe esta masacre —dijo.
No sabía muy bien
qué hacer. Nadie más parecía haber escuchado a la enchilada. Miré a Daniel. Realmente disfrutaba sus tacos dorados. Hasta se podría
decir que lucía un poco menos triste. Le dije:
—Oye, estaba
pensando… ¿Y si vamos con un terapeuta?
Daniel se extrañó
un poco, luego sonrió y dijo:
—Nah.
Y continuó con su
cena.
Miré mi plato.
Dije en voz alta:
—Bueno, hice lo
que pude.
Todos rieron.
—Oh, vamos… —dijo
la enchilada.
No dejé una partícula
visible de comida en mi plato. Hasta me acabé la lechuga, lo que fue toda una
hazaña. Agradecimos una y mil veces a la viejecita, y nos dio gusto ver que
llegaba una familia a cenar justo cuando nosotros nos íbamos.
Dejamos primero a
Daniel y luego a Lorena. Pienso que ella habría querido ser la última, pero
Óscar dijo que habría tenido que rodear mucho si la llevaba a ella hasta el
final. Lorena no pudo ocultar su desilusión.
Después de llevar
a Lorena a su casa, Óscar me dijo:
—¿Tú crees que
Lorena sienta algo por mí?
—¿Por qué?
—pregunté.
—No sé —respondió Óscar—,
tengo ese horrible presentimiento.
Me reí. Ahí me di
cuenta de que mi aliento olía a tragedia.
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