sábado, 17 de septiembre de 2011

El aliento


Salimos de la última clase a las nueve de la noche. Óscar propuso que fuéramos a cenar. Lorena dijo que sí, más por Óscar que por la cena. Daniel había estado deprimido todo el día y en realidad no supimos si estuvo de acuerdo o no, pero se quedó con nosotros. Yo no puse objeciones.
Nos subimos al coche de Óscar. El estacionamiento se había quedado casi vacío. A lo lejos, las luces de la calle parpadeaban y se desvanecían, y eso me hacía pensar en la clase de sujetos que merodeaban por ahí: buscadores de cosas ajenas, con los ojos rojos y las risas que llenan todos los rincones.
Me puse cómodo en el asiento trasero del polvoriento Tsuru. Lorena, adelante, escuchaba con atención todo lo que salía de la boca de Óscar. Éste, por cierto, hablaba demasiado. Daniel suspiraba una y otra vez.
Nuestro lugar favorito para cenar era una fonda que visitábamos a menudo. Estaba escondida en las calles del centro. Para allá íbamos. Pero entonces vimos una humilde cochera convertida en una cenaduría, de donde salían unos aromas riquísimos que se colaron al interior del coche.
Óscar dijo que debíamos probar cosas nuevas. En el fondo lo que no quería era gastar gasolina. Lorena dijo: sí, vamos a probar algo nuevo. Daniel esbozó a medias una sonrisa. A mí me pareció bien. Tenía mucha hambre. Y aunque hubiera opinado lo contrario, Lorena y Óscar ya se habían bajado y sentado en una mesa.
Éramos los únicos clientes. Una viejita salió a atendernos. Nos mostró una cartulina con el menú. Enchiladas, tacos dorados, gorditas, sopes. Todos, salvo Daniel, que prefirió los tacos dorados, pedimos enchiladas.
Y esperamos. Lorena observaba a Óscar. Óscar contemplaba el horizonte. Daniel hurgaba en lo profundo de su tristeza y yo estaba muy concentrado en mi hambre. Los olores se intensificaron y la espera se volvió complicada. Una mosca se detuvo en la pared.
Entré en una especie de trance. Trataba de recordar algunos conceptos vistos en las clases de aquella tarde. Los principios generales del Derecho. Los tratados internacionales. Para qué sirve la Corte permanente de arbitraje. Pero lo único que recordaba era la incomodidad de mi asiento y lo insoportable que es estar en un salón sin ventilación en plena primavera.
Llegaron primero los tacos de Daniel. Todos nos fijamos en él. Dio unas cuantas mordidas y le preguntamos “¿qué tal?” Dijo: “están muy buenos”. Después ya no se despegó del plato y se mantuvo en silencio hasta cierto momento de la cena.
Luego llegó la orden de Óscar, la de Lorena y más tarde la mía. La mujer nos dijo que había agua de jamaica. Los cuatro quisimos probarla. Las enchiladas eran de buen tamaño y lucían increíbles.
También sabían increíbles.
Disfrutaba de mi platillo. Todo estaba en su lugar. El agua también estaba muy rica, ni muy dulce ni desabrida. El hambre se me había disuelto y me sentía, de verdad, feliz.
Entonces escuché una voz tenue, casi un susurro. Puse atención. Era de mujer. No era la estridente voz de Lorena, ni tampoco sonaba a la anciana. No, era distinta. Me concentré en averiguar de dónde salía.
No tardé mucho. La voz estaba saliendo de mi plato. Algo en mi platillo me llamaba por mi nombre.
Era una de las cuatro enchiladas, la tercera de izquierda a derecha.
—Tu amigo Daniel está triste —me decía la enchilada.
Al principio me pregunté cómo debía responderle. Pero ella fue más veloz y me dijo que podía leer mis pensamientos. Entonces pensé: “ya sé, ha estado así todo el día.”
—Llévalo con el terapeuta —sugirió la enchilada.
“¿El terapeuta?”, pensé.
—Sí, llévalo ya, antes de que continúe esta masacre —dijo.
No sabía muy bien qué hacer. Nadie más parecía haber escuchado a la enchilada. Miré a Daniel. Realmente disfrutaba sus tacos dorados. Hasta se podría decir que lucía un poco menos triste. Le dije:
—Oye, estaba pensando… ¿Y si vamos con un terapeuta?
Daniel se extrañó un poco, luego sonrió y dijo:
—Nah.
Y continuó con su cena.
Miré mi plato. Dije en voz alta:
—Bueno, hice lo que pude.
Todos rieron.
—Oh, vamos… —dijo la enchilada.
No dejé una partícula visible de comida en mi plato. Hasta me acabé la lechuga, lo que fue toda una hazaña. Agradecimos una y mil veces a la viejecita, y nos dio gusto ver que llegaba una familia a cenar justo cuando nosotros nos íbamos.
Dejamos primero a Daniel y luego a Lorena. Pienso que ella habría querido ser la última, pero Óscar dijo que habría tenido que rodear mucho si la llevaba a ella hasta el final. Lorena no pudo ocultar su desilusión.
Después de llevar a Lorena a su casa, Óscar me dijo:
—¿Tú crees que Lorena sienta algo por mí?
—¿Por qué? —pregunté.
—No sé —respondió Óscar—, tengo ese horrible presentimiento.
Me reí. Ahí me di cuenta de que mi aliento olía a tragedia.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Paula


Sonó mi teléfono.
—¿Escuchaste eso? —me preguntó Julio.
Eran las tres de la mañana.
—No… bueno, depende. Escuché que sonó el teléfono.
Julio tosió.
—Eso no… Escuché que pasó un camión.
Me rasqué el ombligo. Tenía comezón en la cabeza.
—No, no escuché nada. Y eso que estaba despierto.
—¿Otra vez el café? —me preguntó.
—Es Paula.
—Ah.
Julio guardó silencio unos momentos.
—¿Qué Paula? —preguntó por fin.
—Ya no es importante.
—Pero no puedes dormir por Paula —dijo.
—Puta madre.
Hablamos durante medio minuto más y luego acordamos platicar por Internet. Me ardían un poco los ojos. Fui al refri por una cerveza.
La abrí. Prendí la computadora. Entonces escuché el sonido. Sí, parecía un autobús. Pero bien podía ser un camión de carga.
Le di un trago a la cerveza.
Julio se conectó. Escribí: es un camión de carga. Él dijo: no.
—La vida sí es un camión de carga —escribió.
Le pregunté de qué rayos hablaba. Empezó a soltar sinsentidos, memorias de una infancia que ni él sabía si había tenido de verdad.
Me sentí tentado a encender las luces. Pero el color de las paredes me llevaría de regreso a aquella tarde en que rompí por accidente una revista de mi tía abuela Florinda.
Su rostro se descompuso cuando vio que la hoja estaba rota. Se sentó y lloró. Se lo escribí a Julio:
—Yo no tuve la culpa de lo que pasó aquella tarde, pero todavía me siento muy mal por hacer llorar a mi tía Florinda, ella era tan linda conmigo…
Julio se preocupó mucho por mí.
—Paula te hace mal —escribió.
Me lastimó el color blanco de la pantalla. Toqué la superficie del monitor de mi laptop. Las paredes de mi habitación tenían el mismo color que las de aquella vieja sala. Y ya lo sabía: al prender las luces, el tono sería el mismo.
La sensación, por lo tanto, sería idéntica. Y yo me sabría culpable de nuevo.
Aquella tarde, algunas lágrimas mojaron el chaleco que mi madre había tejido con tanto esmero.
Lloré en silencio. Mi tía Florinda, en cambio, sollozaba y hacía ruidos extraños. Me sentía lo suficientemente culpable como para no sentarme. Permanecí de pie y el remordimiento me mantuvo inmóvil hasta que llegó mi mamá.
Julio escribió:
—Estoy viendo porno.
—¿Amateur? —pregunté.
—Asiáticas —respondió él.
Me pasó un enlace para ver el video. Me puse a verlo.
Mi mamá se sentó junto a la tía Florinda y la consoló. Esperaba una mirada de reproche, pero no hubo nada de eso. Hubo comprensión; mamá intuía lo que había pasado.
El color cyan me invadía aunque no podía verlo a detalle. Sabía que estaba ahí. Que las paredes de la sala de la tía Florinda me perseguirían para siempre. Con todo y su radio lleno de polvo. Su televisor en blanco y negro que me hacía pensar en otras épocas.
Su plato de vidrio siempre lleno de dulces.
El video de las asiáticas era muy aburrido. Estaban fingiendo.
—Está muy malo tu video —escribí.
Julio tardó diez minutos en responder.
La relación entre mi tía abuela Florinda y yo volvería a ser la misma con el tiempo. El día que murió, mi madre me llamó a mi celular y me dio la noticia. En ese momento yo estaba con Yolanda, mi primera novia.
Era tan celosa que pensó que la llamada era de una amante. Empecé a llorar. Entonces dijo: te dejó tu amante. Y se fue, hecha una fiera.
—Esta noche me sirve cualquier cosa —respondió Julio.
No sé porqué su comentario me dio tanta risa.
—No te rías, mamón —escribió.
Después de unos segundos, añadió:
—Oye, ¿tienes papel higiénico?
Respondí que sí. Tomé el rollo de papel, abrí la puerta del cuarto, toqué la puerta de la habitación de Julio.
Llevaba mi lata de cerveza en la otra mano.
—Cabrón, estás tomando y no invitas —me dijo.
Reímos. Recordé que mamá y yo nos subimos al autobús y, una vez que estuvimos adentro, ella me obsequió un chocolate que nunca olvidaré.
Antes de encerrarse de nuevo, Julio me preguntó:
—¿Quién es Paula?
Le dije que Paula no existía. Julio se encogió de hombros. Me preguntó si todavía había cerveza en el refrigerador. Dije que sí. Me dijo que tenía ganas de jugar Turista mundial.
—Mejor mañana, ¿no?
Julio estuvo de acuerdo. Reanudamos la charla en cuanto regresé a mi cuarto. Julio había escrito:
—Tus ojeras son demasiado grandes.
Revisé mi teléfono celular. Había un mensaje de Paula:
—Eres un ser humano precioso, te amo.
La tía Florinda hacía unos hot-cakes excepcionales. Leía muchas novelas de misterio. Escuchaba a Agustín Lara.
No pude recordar porqué me dejaban solo con la tía Florinda. Pero pasaba seguido. Escuché, otra vez, el extraño ruido que provenía de la calle.  
Era un camión, sin duda, pero era de carga.
—¡Es un puto camión de carga! —grité.
De seguro me escuchó todo el vecindario.
Julio escribió:
—Estás pendejo.
Sólo por curiosidad, prendí la luz. Así, con el cuarto iluminado, le hablé a Paula.
Julio me escribía fragmentos de una historia que un anciano le había contado tiempo atrás. Se trataba de una cabra mágica.
Paula me dijo que no tenía sueño. Mi tía Florinda, pensé, había sido una persona increíble.
Apagué la luz. El cyan era mucho más fuerte que yo.