Imagina un café
solitario a las cinco de la tarde. Tiene estos vidrios enormes que permiten ver
los automóviles que pasan. La gente que camina observa a los comensales y trata
de acallar sus ganas de café.
Ella está esperando. Lleva un suéter marrón algo
ligero, ideal para el otoño. El cabello suelto; sus rizos andan libres por ahí,
encima de sus hombros, cubriendo sus orejas y la piel de su cuello y otros
rincones. Parpadea con frecuencia. Un sorbo al café, un ademán con la cuchara.
El tiempo pasa.
Gente entra, gente se va. Las meseras caminan de un
lado a otro, tirando servilletas, monitoreando las mesas en busca de vasos vacíos,
o simplemente aparentando amabilidad.
Un rayito de luz ilumina uno de sus brazos. Un
tatuaje de luz, un rectángulo móvil que aclara su piel. Está impaciente. Siente
nervios. ¿Y si no llega?
Pero la puerta se abre. ¿Puedes verlo?
Se quita la chaqueta, como queriendo quitarse el
ruido de afuera, la gente.
La busca un par de segundos, la encuentra y va
hacia ella. Sonríe. Ella corresponde.
Se abrazan. Y vaya abrazo, como si supieran que el
mundo fuera a terminarse momentos más tarde. Y un corto, tímido beso en las
mejillas. Quizás a manera de preámbulo.
Hablan. Sobre lo que pasó. Se tocan los motivos,
las causas. Hay un poco de temor, de duda, pero se disipa. Por eso están ahí.
En algún punto de la conversación, sus dedos se
encuentran y ya no se soltarán.
Ella sonríe, tranquila.
Y entonces la charla toma distintos rumbos. Como un
ladrón sigiloso que explora una gran mansión, buscando solamente un objeto
preciado. Y para ellos, el objeto valioso está siempre disponible, a una
distancia muy corta.
El perdón. Disculpas. Un nuevo intento, quizás. Ya
hubo tiempo, ¿qué más hace falta?
Lo llevan en la piel, entre los ojos, no pueden
ignorarlo.
Pasan algunos minutos. A veces ríen, o se quedan
mirando la transparencia de las ventanas.
—Sé que arruiné muchas cosas —dice él—, y sé que no
se olvidan. Sería tonto pedirte que lo hicieras.
Ella guarda silencio. Está atenta.
—Pero de todas maneras quiero que las olvides, ¿sí?
Haz un esfuerzo.
Y ella se rinde. Saca a relucir la blandura de su
corazón.
Allá, lejos, el sol se esconde. Los edificios se
oscurecen. Los automóviles han encendido las luces. La gente joven toma las
calles.
Él dice algo sobre necesidad. Necesita a alguien. A
ella; y se lo dice. Y su reacción, ¿la viste? Eran lágrimas.
Entrelazan sus dedos con fuerza. Poco a poco, el
resto del mundo se disipa.
Con voz delgada, casi rayando en el miedo, ella
dice: te quiero. Y es todo un zoológico lo que se desata en sus estómagos, un
pasado que se vuelca y los toma desprevenidos.
¿Qué más queda?
Se han perdonado. Luces amarillentas que iluminan
su pequeño milagro. Lo echan a andar de nuevo y tú eres testigo.
Sabes que lo eres, y te duele. Que podrías ser tú, pero
te es imposible.
Conténtate con mirar el contacto. Ahora se besan.
Un par de bocas lastimadas jugando a sincronizarse.
Labios mordisqueados por el nervio. Una angustia que disparó y causó daños,
noches de insomnio y suspiros al por mayor y que ahora está ausente.
Se ha perdido como el vapor de un nuevo café. Es la
maravilla del refill, de que las
meseras puedan adivinarlo todo.
Mira la escena, no te distraigas. No mires hacia
atrás.
Después del beso, un abrazo aletargado. Míralos.
Podrías ser tú. Tiene tu misma sombra. Y tal vez ella es justo lo que estás buscando.
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