Dedicado al club de apreciación de los labios de Scarlett Johansson.
No había mucha gente en la sala, así que ella pudo distinguirlo con
facilidad en una de las filas delanteras. Lo dejó ahí. Ella se sentó a unos
cuantos lugares de una pareja que se besaba como si el mundo fuera a
terminarse.
La película tenía tres minutos de haber comenzado. No se
perdió de cosas trascendentales. Se puso cómoda.
Dio un par de sorbos al refresco. Lo esperaba: no tenía
gas. Se concentró en la película. De vez en vez miraba hacia donde estaba él.
Sonreía.
Las manos de los amantes se movían de un lugar a otro
con ansiedad. Mientras, la película seguía su transcurso.
Escenas pulcras, bien pensadas. Una fotografía
intachable. Diálogos cortos pero significativos. Él tenía una inquietud: quería
ver si ella había llegado ya. Pero una parte del trato era no mirar hacia
atrás. Se resignó.
Lo hizo con una sonrisa, claro está. La sonrisa de quien
siempre cede.
El contenido de los envases con palomitas de maíz
disminuía con el paso de las escenas. De repente alguien tosía. Y ella
parpadeaba con un ritmo regular.
Durante el intermedio, ella rompió una parte del trato.
Se suponía que, una vez llegada la pausa a mitad de la película, ninguno de los
dos podía moverse de su asiento, ni siquiera para ir al baño.
A él le pareció justo, mas sin embargo, no pensó que
otro de los puntos del trato se volvía en su contra y a favor de ella: el hecho
de que él no podía voltear para atrás.
Ella lo sabía. Salió al baño, pero tuvo la discreción de
hacerlo rápido. Nada le garantizaba que él fuera incapaz de quebrantar el
acuerdo.
Entró de nuevo a la sala y vio que la postura de él
permanecía idéntica.
Suspiró satisfecha.
La gente regresó de la fuente de sodas y la película
siguió su curso.
En la pantalla, una ciudad se extiende hacia el
infinito. Enormes edificios, luces. Ella piensa que, de estar ahí, podría
marearse.
Él no lo puede creer: los caracteres indescifrables
están por todas partes.
“Sin duda”, piensan ambos, al unísono, “perderse allá
debe ser interesante”.
La película sigue. Está por terminarse. Hace frío en la
sala; los espectadores se calientan los brazos.
Llegan los momentos cruciales. Algunos se aferran a sus
asientos. Aquí y allá hay lágrimas. Él llora. Trató de no hacerlo. Se repitió a
si mismo que no debía llorar. Pero lo hizo. No pudo evitarlo.
Ella sí lo logró. No obstante, sintió movimientos
extraños en su garganta y en su estómago. Algo cálido y expansivo. La
melancolía. Es su forma de llorar.
A su lado, la pareja lloraba. Después, inspirados, se
besaron.
Las luces de la sala se encendieron. Los asistentes se
pusieron de pie y se fueron. Algunos mareados, un montón de basura, todo un
desastre listo para que los empleados de limpieza comenzaran su extenuante
tarea.
Como estaba acordado, él esperó a que la sala se
vaciara. Ella fue de las primeras en salir. Metió sus manos en los bolsillos
del suéter. Se subió al auto y sobrevivió al tráfico de las ocho.
Él, por su parte, una vez que terminaron los créditos de
la película, salió del cine con lentitud. Se distrajo unos momentos viendo los aparadores,
sin saber a ciencia cierta porqué.
Luego tomó un taxi, cuyo conductor estaba inspirado y
cantaba una balada tras otra. Eso no incomodó en absoluto al pasajero, quien
pensaba una y otra vez en las escenas que acababan de pasar ante sus ojos.
En el beso final y en cómo los protagonistas llegaron a
él. Iba rescatando en la memoria sus partes favoritas de la trama. Estando
frescas en la mente, las escenas de una película recién vista tratan de
deslizarse de la cabeza como peces en manos inexpertas.
Ella llegó primero a su casa. Saludó a quien
correspondía y comió algo. El plato no estaba tan lleno pero daba igual. Él
llegó un poco después a su casa. Se metió a la regadera. El agua comenzó a
caer.
Encendieron las computadoras casi a la misma hora.
Minutos más tarde, charlaban sobre lo que habían visto.
—Japón me asusta —escribió ella —, es impresionante cuán
distinta es la cultura.
—Sí, sería entretenido perderse allá. Una minipesadilla
—contestó él.
Se estableció otro trato, un acuerdo idéntico. El día,
la hora, las mismas condiciones. La charla siguió como de costumbre, con sus
balsámicas sorpresas. El sueño se posó en los cuatro párpados.
La ciudad infinita, esclava de las luces artificiales,
pasó una noche como cualquier otra.
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