Quería unas ranas, así que fui a
comprarlas a una tienda de ranas que me habían recomendado tiempo atrás.
Cuando llegué al lugar no
había ningún otro cliente. El encargado llevaba una playera amarilla y jugaba
con su teléfono celular.
Lo reconocí: habíamos
estudiado juntos la primaria. No lo había visto desde entonces. Supo quién era
yo en cuanto me acerqué. Me dio un abrazo. No pude, sin embargo, recordar su
nombre. Empezaba con J. Tal vez era Javier, Jerónimo o Jacinto, o quizás Juan.
Procedió a contarme su
historia de vida con lujo de detalles. Como si hubiera ido sólo para saludarlo
y no para comprar ranas.
No paró a lo largo de diez
minutos, a pesar de que hice todo lo posible por mostrar desinterés en su
monólogo.
—¿Sabes qué es lo peor de
todo? Que me digan “es que no puedes ser gay, ser gay es malo, no es de Dios”.
Yo pienso, ¿cuál es su problema? Yo soy gay, me gusta mucho ser gay y no me
importa lo demás. ¿O qué? —me dijo, esperando una respuesta.
—No me importa si eres o no
eres gay. En realidad, no me importa absolutamente nada de la vida de nadie. Vengo
por ranas.
—¡Ah! —contestó y,
frotándose los párpados, me señaló los pasillos que estaban junto al
mostrador—, pues… adelante.
Así que fui a ver a las
ranas y juro que no puedo comprender porqué estaban ordenadas de esa forma.
Algunos contenedores estaban vacíos, mientras que otros estaban a punto de
reventar.
Las ranas me miraban con
amor y comprensión, que es justo lo que estaba buscando de parte de algo o de
alguien. Me daban ganas de llevármelas a todas.
Traté de hacerlo, de hecho.
Me metí una rana al bolsillo, pero logró escapar. Cuando el empleado vio al
animalito saltando por ahí me advirtió que podía echarme de la tienda.
Entonces le dije que quería
unos cuantos ejemplares de cierta especie de rana de color rojo. Fue por unos
frascos y unas pequeñas redes.
Mientras tanto, yo silbaba
una canción que había olvidado y hurgaba en los bolsillos de mi pantalón.
En ese momento entró un
hombre a la tienda. No tengo nada qué señalar acerca de su aspecto. Era un tipo
de apariencia bastante olvidable. Me dijo buenas tardes y yo le respondí con lo
mismo.
Fue directo hacia el
empleado. Se besaron y se dieron un abrazo tan largo durante el cual fácilmente
pude haber tomado un montón de ranas y salir corriendo sin descaro alguno.
Pero no lo hice porque,
vaya, estaba silbando una vieja canción y trataba de hacerlo sin equivocarme.
El empleado se acercó de
nuevo, dejando a su novio cerca del mostrador, y se mostró bastante distraído.
Le era difícil meter las ranas dentro de los frascos. Le dije que yo podía
hacerlo.
Se fue con su pareja y yo
metí tantas ranas como pude en cada uno de los frascos. Temí que murieran
aplastadas. Pero eran gentiles, nobles, y su corazón palpitaba con fuerza.
Estaban visiblemente enamoradas de mí.
Me acerqué al mostrador con los
frascos. Eran siete pero se me cayó uno en el camino y las ranas que iban
dentro murieron al instante.
El empleado estaba tan
idiotizado por la presencia de su amor que fue incapaz de hacer bien las
cuentas. Su pareja me miró con simpatía y me dijo:
—Mira, no te apures. Yo
pago.
Lo miré con suma
desconfianza. Descubrí que se ofreció a pagar la cuenta sólo para que yo me
fuera lo más rápido posible. Todavía titubeé un par de veces.
—Con confianza, en serio —me
dijo.
Dije que estaba bien. Pusieron
los frascos en una bolsa y salí. Afuera había una larga fila de gente que
esperaba un taxi o un autobús. Frente a nosotros, la avenida y su singular
desorden.
Llegué a casa y lo primero
que hice fue liberar a las ranas en el comedor, cuidando de que no hubiera vías
de escape. Dejé que una manguera llenara de agua la sala, que es el lugar más
bajo de mi casa y que siempre me hacía pensar que podía convertirse en alberca
o estanque.
Fui a la alacena y deposité
en el agua toda la comida que pude. Luego acerqué las pocas plantas que tenía y
abrí la puerta del pequeño jardín trasero.
A las ranas pareció
gustarles el lugar y al cabo de unos días todo era felicidad, de esa que me
orillaba a andar desnudo por la casa y cantar canciones de los Beatles a todo
volumen.
La humedad hacía estragos en
las paredes, pero los anfibios lucían felices y me agradecían mi atención y mi
amor con cada uno de sus movimientos. Pronto fueron cientos de ranas y yo pensé
que tanto amor me volvería idiota.
Entonces un día me visitó
Olivia. Se impresionó al ver en lo que se había convertido mi casa. Pero de
cualquier forma no modificó su expresión de pedantería.
Fui a la cocina a buscar una
botella de vino o cualquier cosa para ofrecerle. Cuando regresé al comedor,
alcancé a ver la espalda desnuda de Olivia sumergiéndose en el agua turbia. Las
ranas saltaban de un lado al otro. Hasta entonces noté que habían crecido
enredaderas por toda la casa.
Olivia nadaba al estilo
mariposa. Me decía que los renacuajos le mordisqueaban los dedos de los pies y
la entrada de la vagina. Se veía que lo disfrutaba.
Me sonrió coqueta. Recordé
que cuando era niña había practicado natación sincronizada. De repente sólo
pude ver sus muslos. Ella trataba de averiguar si todo era como antes.
Llevó a cabo una rutina casi
perfecta. Salió del agua y estaba emocionada. Olía realmente bien, una mezcla
entre agua de ranas y antojo de estar conmigo.
Unos parpadeos después y
estábamos sobre la cama destendida, siendo acompañados por un nutrido grupo de
anfibios que saltaban sin parar. Algunas ranas aterrizaban directamente
en los pezones o en la cara de Olivia, evidenciando sus celos. Otras se
aferraban a mis dedos, como tratando de impedir una traición amorosa.
Olivia y yo encontramos la
forma de comenzar, pero ella estaba ansiosa y harta de las ranas. Cuando tuvo
la oportunidad, tomó a una de ellas con sus manos y empezó a arrancarle las
patas con los dientes. Me dolió muchísimo.
—¿Cuál es tu problema,
estúpida?
Olivia me miró entre
ofendida y soberbia, me dio una patada en la entrepierna y salió huyendo. Las
ranas trataban de consolarme mientras me retorcía de dolor; saltaban a mi
cabello y a mi pecho, croando y dejándome sentir sus palpitaciones.
Aquella noche croé junto con
ellas y estoy seguro de que los vecinos me odiaron más que de costumbre.