—La verdad es que ya estoy harto de todo.
Su jefe lo miró con preocupación. Hacía calor en la oficina, a pesar de que las ventanas estaban abiertas de par en par. El jefe apagó tres de los cuatro focos del cuarto, dejando iluminado únicamente el que estaba sobre la cabeza del empleado. Ya era de noche. Afuera, la calle lucía abandonada.
—Pero tampoco quiero regresar a casa, ¿sabe?
El jefe tragó saliva con dificultad. Dejó los documentos en una mesa contigua y dijo:
—No tienes que decírmelo, no es necesario.
El empleado se quitó los lentes, se limpió la frente con el dorso de la mano y luego cerró con fuerza los párpados. Se cruzó de brazos. Aflojó su corbata.
—Ahí en la casa todo va a estar igual, o peor. Voy a tener que quedarme.
Su jefe trató de adoptar una postura firme. Después de todo, la autoridad recaía en él y podía dar cualquier orden. Hasta podía despedir al empleado en ese mismo momento, si lo consideraba necesario.
—Vete a tu casa, es tarde. No hiciste nada grave.
El empleado abrió los ojos, se volteó hacia el jefe y lo miró fijamente. Tenía los ojos rojos. Se trataba del cansancio y las lágrimas.
—Usted no lo entiende, usted tiene esposa e hijos. Usted no sabe. Usted no sabe nada de la vida.
Esa última frase, lejos de molestar al jefe, lo perturbó. Se preguntó por qué había entrado a la oficina, en primer lugar. Pensó que debía haber salido directamente al estacionamiento y subido al coche sin ninguna parada previa.
—Yo estuve en tu lugar un día —dijo, tratando que su voz sonara comprensiva y noble—, y sé lo que sientes. Lo sé, yo sé cosas de la vida.
El empleado dejó de mirarlo a los ojos. Le dio la espalda y miró el pedazo de cielo nocturno que podía verse a través de la ventana. Un fragmento muy reducido. Ninguna estrella. Matices anaranjados por las luces de la ciudad.
—No, nunca las ha sabido o ya las olvidó.
El empleado sollozó. El jefe se quedó en silencio por unos momentos. El empleado sacó un inhalador de su pantalón. Lo colocó en su boca. Se escuchó un “chssst” y luego lo guardó de nuevo en uno de sus bolsillos.
—Váyase, yo me quedaré —dijo después.
El jefe tomó de nuevo los documentos que antes había dejado en la mesa. Los hojeó con rapidez a la vez que decía que de verdad no tenían ningún problema. Pero pronto se percató de que nada de lo que dijera podría sacar a su empleado del trance en el que estaba inmerso.
El empleado se levantó de su silla, dio unos cuantos pasos vacilantes a lo largo de la oficina. Tocó con suavidad las hojas blancas regadas en los escritorios de sus colegas. Miró el interior de las tazas, algunas con fríos restos de café. Sintió un mareo, pero procuró disimularlo. Su cara estaba húmeda por el sudor y por las lágrimas.
El jefe dijo que se llevaría los documentos a su casa.
—Haga lo que quiera. Los volveré a hacer, de cualquier manera.
Ya el velador había comenzado a apagar las luces de los pasillos de los pisos superiores. Llegó al piso en donde se encontraba el jefe y su empleado, y apagó la luz.
El jefe salió de la oficina y se acercó a la puerta del pasillo. Al caminar a lo largo del corredor, tuvo la sensación de que en el interior de los cubículos todavía había empleados que lo observaban. Trató de que este pensamiento no lo invadiera y gritó:
—¡Todavía hay gente aquí!
El velador se asomó por la puerta del pasillo y se disculpó en voz alta. Saludó amablemente al jefe y bajó al siguiente piso.
El jefe caminó de regreso a la oficina con las manos en los bolsillos. Pensaba en su casa. En su mujer. En su mujer vistiendo solamente una bata, leyendo una gorda revista, fumando un cigarro, descubriéndose poco a poco las piernas. Sus piernas torneadas, por las que no pasa el tiempo.
Entró a la oficina. El empleado contemplaba los enormes árboles de la acera de enfrente. Miraba de reojo el estacionamiento vacío.
—Por favor, vete —dijo el jefe.
El empleado se quitó el cinturón. Se lo puso en el hombro, como si fuera el cadáver de una serpiente. Se restregó los ojos. Caminó hacia su escritorio y, sin decir nada, como si el jefe no estuviera ahí, tomó sus cosas y salió de su oficina, dando pasos lentos, mirando siempre el suelo o los cubículos en reposo.
El jefe se quedó otro par de minutos en la oficina. Cerró las ventanas, apagó la última luz y se salió de ahí. Volvió a sentir las miradas al caminar por el pasillo. Se detuvo, observó con minuciosidad los escritorios que se hallaban del otro lado de las vidrieras, pero no pudo encontrar los ojos que lo observaban.
Afuera, el empleado pateaba piedras al caminar por la acera. Tocaba los troncos de los árboles, buscando alguna especie de caricia.
2 comentarios:
sublime.
sos lindo y lindo lo que escribís !
Ay ...Román. No pretendo alabar lo que aquí dices… pero es que tienes el bendito talento de hacer interesante/cautivador una comentario, descripción o lo que sea sobre cualquier cosa. No, no digo que este texto de una cosa cualquiera. Es intrigante. Bárbaro. Quisiera decir más pero no (:
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