lunes, 30 de mayo de 2011

Tú quieres evitarlo, ¿entiendo?

Siempre hay algo de todo en todas las cosas, ¿no crees? Siempre hay algo de muerte en el amor, y siempre hay algo de cambio en los buenos días. Todas las tardes se parecen, ¿sí? No hay nada que haga que una tarde sea distinta. En el fondo siempre pasa lo mismo. 

Cuando un reptil escribe una carta, se sacude un rato las escamas y su lápiz se desliza entre pedazos de piel muerta y frágil. 

O cuando sale la luna y piensas que es la más bella que has visto jamás. Entonces la ocultan las nubes y algo en ti se pone triste, algo en ti se pone a suspirar. 

Escondo mis ojos porque verte es algo prohibido. Y negar de esa manera que tu persona satura todo lo que soy. 

O cuando das un abrazo que nunca darás. Nunca en tu vida entera. 

Hubo promesa de lluvia y sólo quedó el polvo. Por ahí se mueven mis dedos. Sus nervios cuando lo dijimos todo. 

Estúpida luz del foco de mi cuarto, estúpida madrugada. Las maldigo por estar aquí. Por ser tan preciosas. Por amarme tanto. 

Voy a buscar cosas en el mar. Quizás encuentre un tesoro. Nota que nunca he estado en el mar y que no sé lo que es un tesoro. Probablemente no pueda reconocerlo cuando lo tenga en frente. Espero no arrepentirme entonces. 

Estás haciendo bien. Porque siempre será bueno cancelar a quien te persigue. 

Son injustas las cuatro paredes de mi boca. Y mis manos cuadradas. Y el mundo vacilante que nos separa. Y la brecha que hay entre dos corazones que no pueden juntarse. 

Tú, hoy, tan clara como una luz desconocida.

lunes, 23 de mayo de 2011

Sobre cómo bailabas


Pasaba mucho tiempo sentado en la azotea. Me escondía debajo del lavadero y ahí me ponía a leer cómics. Casi nadie subía y si lo hacían ya sabían qué iban a encontrar. Un montoncito de historietas y un niño en silencio, devorándolas todas. Además hacía mucho calor y el lavadero estaba fresco. A veces me daban ganas de meterme en la pila del agua y simplemente sumergirme un ratito con todo y ropa. Los pájaros iban y venían y parecían curiosos. Una mañana, un par de ellos, me parece que eran torcacitas, trataron de llevarse uno de mis cómics mientras yo estaba adormilado. Y casi se salían con la suya. Alcanzaron a maltratarlo con sus pequeñas garras. Desde ese momento fui más cuidadoso y procuré dormir con las historietas escondidas entre mis brazos. Eran veranos bastante memorables y yo lloraba los últimos días porque para mí la escuela siempre ha sido un lugar espantoso que no debería existir.
Uno de esos días se me ocurrió sentarme en la barda de la azotea que dividía mi casa de la de los vecinos, que tiene cuatro pisos y siempre me traía a la memoria un castillo o una fortaleza o algo así. De lo que sí estaba seguro era que la casa de mis vecinos era un lugar único e inigualable. No era precisamente hermosa, pero tenía un aire de misterio, de mundo interminable. Entonces estaba yo sentado en la barda, leyendo, y a mi lado derecho estaba el patio de los vecinos. La pared en la que me apoyaba era de una bodega que quedaba atrás de la casa. Nunca supe qué clase de cosas guardaban en ese sitio, pero siempre había mucha actividad, ruidos como de autos y muebles siendo desplazados de un lado al otro y órdenes y objetos pesados cayendo al suelo.
Así que leía emocionado, porque el lugar me empezaba a gustar mucho. Me daba una sensación de vértigo. En el patio de mis vecinos había muchas macetas con flores y un par de árboles. Todo olía a tierra mojada y alcancé a ver una manguera echando agua de forma silenciosa. Me pareció, no sé por qué, que la manguera iba a estar abierta por el resto de la eternidad. Creo que tenía que ver con el hecho de que un patio tan bonito en medio de la ciudad me parecía algo inconcebible. Entonces, repito, yo leía una de mis historietas. Era de Spiderman. Me gustaba sentirme como él cuando pasaba horas y horas arriba. Pensaba que podía ir de una azotea a otra, colgando de una telaraña. De repente me encontraba con alguna araña y me daban ganas de dejar que me mordiera. Pero sabía que era algo estúpido, que era imposible ser como Spiderman. Por si las dudas, lo pedía cada que apagaba las velitas de mi pastel de cumpleaños. Al fin y al cabo era mi deseo, y yo podía pedir lo que se me viniera en gana.
Estaba leyendo a Spiderman, quien a su vez se hallaba a punto de salvar la ciudad de Nueva York por enésima ocasión, cuando una ráfaga de viento me arrebató el cómic de las manos y lo llevó hasta un lugar escondido entre las macetas del patio de mis vecinos. Tardé en reaccionar, pero lo hice. Era una situación de emergencia. Mi cómic podía mojarse. Era un hecho que ya se había maltratado, pero mi temor era que pudiera mojarse. Según yo, había caído lejos de la manguera, pero de cualquier manera eso no hizo que mi temor aminorara. Pensé que lo más rápido era aventarme al patio, tomar la historieta y después escalar. También podía intentar salir por la puerta, pero eso significaba que tendría que haberle dado explicaciones a mis vecinos y yo nunca he sido un orador.
Bajé de la azotea. Juro que me temblaban las piernas. Mi mamá me vio apurado e inmediatamente supo que algo malo estaba pasando. Me preguntó. Le conté. Me acompañó a la casa de los vecinos y fue ella quien tocó la puerta. Pensé: bueno, ella dará todas las explicaciones. Pero no fue así, porque me dijo que tenía que seguir haciendo la comida, que le dijera a quien fuera que abriera la puerta lo que había pasado y que no olvidara decir por favor y gracias cada que fuera posible. Sentí terror. Me quedé ahí parado, mirando la puerta. Por un instante pensé que todo era en vano, que no había nadie y que había perdido mi cómic para siempre. Pero luego pensé precisamente en eso, en el cómic, en que lo estaba disfrutando mucho y que era uno de mis favoritos. Entonces tragué saliva y esperé.
Después de un ratito, en el cual volví a tocar la puerta, abrió don Chava, a quien siempre consideré como un viejito sensacional, y, sonriente, me preguntó cómo estaba yo y qué era lo que se me ofrecía. Me fue muy sencillo explicarle lo que había pasado. Me habría cohibido de más si hubiera sido cualquier otra persona, sobre todo Yolanda, una niña insoportable que se creía que me podía dar órdenes solamente por ser tres semanas más grande que yo.
Así que don Chava me dejó pasar a su casa. Le expliqué que mi historieta se había caído a un patio muy bonito lleno de plantas y árboles y se mostró confundido, como si ese lugar no existiera o como si me hubiera equivocado de casa. Pero no dejaba de sonreír. Me dijo que buscara, que me sintiera como en mi casa. Solamente había entrado una o dos veces al hogar de los Vega y pensaba que podía perderme en cualquier instante. Don Chava me abandonó en cuanto llegamos a una pequeña salita. Su esposa, doña Rosita, salió a saludarme y me ofreció algo de tomar. Le dije que no, que muchas gracias, que iba a buscar mi historieta. Le mencioné el lugar en el que había caído y tampoco se mostró muy segura de saber de dónde se trataba. Así que me puse a caminar solo. La casa estaba llena de desniveles y escalones. Conté cuatro baños y cinco salas de estar. Los dormitorios se encontraban en los pisos superiores. Nunca pude encontrar la cocina, pero el olor a chiles rellenos inundaba todos los cuartos.
Encontré, después de mucho buscar, un patio, pero el piso estaba recubierto de cemento y no había nada más que un par de escobas y un boiler. Había tres puertas, y cada una de ellas llevaba a un pasillo. Empecé a preocuparme: ¿a qué horas iba a salir de ahí? Me olvidé por unos momentos de la historieta y me pregunté por el porvenir de mis días. Caminaba y no encontraba el patio, y tampoco encontraba a nadie. Estaba asustado y dejé de preguntarme cosas, dedicándome tan sólo a caminar.
En uno de los pasillos di vuelta hacia la izquierda. Ya estaba bastante asustado, por el montón de salas de estar vacías, polvorientas, por los retratos de gente desconocida y por las vasijas con flores plásticas. Pero al dar la vuelta y empezar a caminar por un tramo de pasillo muy iluminado, solté un grito. Una chica bailaba con los ojos cerrados, de cara a la luz que provenía del final del pasillo. Llevaba el cabello más o menos largo y un vestido blanco que se transparentaba a momentos. Yo no sabía prácticamente nada sobre lo que una mujer necesitaba para ser considerada “bonita”, pero me pareció que ella lo era. Tenía una piel muy blanca y desde lejos parecía ser suave. Después de un rato de estar ahí parado observándola, pensé que podía asustarla si de pronto ella me miraba. Pensaría que yo era un fantasma o algo y lloraría de miedo. Así que tosí un poquito. Cof cof. Funcionó.
Me miró divertida, como si nunca hubiera visto a un niño en su vida. Y quizás no lo había hecho hasta entonces. No lo sé. El caso es que me sonrió y se acercó a mí, diciéndome hola, cómo te llamas. Le dije mi nombre y luego me dijo que se llamaba Mónica y que acababa de cumplir quince años, y que su color favorito era el azul. Una vez que estuve lo suficientemente cerca de ella como para verle el color de ojos, me olvidé por completo de la historieta y lo único que ocupó un lugar en mi cerebro era el hecho ya innegable de que la chica era muy, muy bonita.
Entonces le pregunté por qué nunca la había visto antes. Lo hice de forma tímida, titubeando. Me dijo que estaba de visita, que don Chava y doña Rosita eran sus abuelos. Que vivía lejos, muy lejos, y que de hecho era la primera vez que estaba ahí. Entonces yo le dije que vivía en la casa de al lado. Y ya, hubo un silencio durante el cual ella no dejó de examinarme. Me fijé en la puerta que estaba al final del pasillo. Ahí estaba el patio lleno de plantas y color verde. Y entonces me acordé: ¡mi cómic! Caminé hacia el patio y Mónica me siguió, jugando con mis brazos. Le dije que tenía once años. Me dijo “qué padre”, y me revolvió el cabello. Comenzó a tararear una canción y yo me apresuré a buscar mi cómic entre las macetas. El olor del jardín era extraordinario. Había abejas y colibríes, y un montón de bichos entre las hojas. Mi historieta estaba ahí, sana y salva, esperándome. La tomé. No se había maltratado mucho. Técnicamente había terminado mi misión y todo lo que tenía que hacer era emprender el viaje de regreso a mi casa. Caminé hacia la puerta por la que había entrado, pero Mónica se interpuso. No lo hizo de forma violenta. Me abrazó con fuerza, casi con desesperación. Aunque ella era cuatro años mayor, casi éramos de la misma estatura.
Luego me dijo que era un niño muy bonito y muy tierno. ¿Cómo podía decirme que era tierno cuando apenas llevábamos tres o cuatro minutos de conocernos? Sus manos se movían de forma extraña por mi espalda: estaba tratando de darme un masaje o algo similar. Metió las manos por debajo de mi playera. Yo estaba helado y no supe cómo reaccionar.
Empezó a preguntarme si me estaba gustando lo que hacía y sólo atiné a decir que sí. Se subió el vestido a la mitad de los muslos. No paraba de preguntarme si me gustaba lo que veía. Y yo decía que sí, que sí. Entonces me dijo “tócalos, ándale”. Sin pensarlo un segundo, pasé mis manos por la superficie de su piel brillante, mientras ella iba subiendo su vestido cada vez más, hasta que me fue posible ver que no llevaba ropa interior. Hasta entonces había imaginado que la entrepierna de las mujeres era un poquito distinta. No sabía exactamente cómo, pero distinta. No supe por qué, pero lo que estaba tocando y viendo me resultó sorprendente, hasta su desordenado vello púbico, por el cual también pasé un par de dedos. Ella notó mis nervios y eso la divertía bastante. Tomó una de mis manos y la pasó por entre sus muslos. “¿Qué sientes?”, me preguntó. Yo no sabía a ciencia cierta qué era lo que estaba sintiendo, pero estaba bien. Se sentía bien. Le dije que no sabía y ella soltó una risa larga y pausada con los ojos cerrados.
Puse mi historieta en el suelo y besé a Mónica en el cuello, y luego un poquito más abajo, cerca de sus hombros. Algo rápido. Ella estaba divertidísima, o al menos así lucía. Por instinto miré sus senos. Eran pequeños, pero perfectamente redondeados. Me preguntó si me gustaría tocarlos. Para mí era demasiado. Quería decir que sí, pero tartamudeé mucho y eso terminó de enternecerla. Se bajó el vestido de forma que sus pechos quedaron libres. De nuevo, yo los imaginaba distintos. Pero ya estaban ahí frente a mí y no me quedaba otra cosa más que tocarlos. Y eso fue lo que hice. Primero con ansias, luego con más calma. Sus pezones no tardaron en reaccionar y yo pensé que la había lastimado, así que me detuve unos segundos. Pero ella me dijo, “ibas bien, no pares”, y entonces no paré. Puse mi rostro contra su pecho y sentí sus palpitaciones. Me arrodillé y abracé sus muslos, oliéndolos, besándolos. Y me quedé un instante sin hacer nada.
Después me apartó de ella y se acomodó el vestido. Estaba sonrojada, pero su sonrisa no se había difuminado para nada. Tomé mi historieta y caminé hacia el pasillo. Pensé que ya no había nada qué hacer ahí. Pero antes de irme, Mónica me jaló y me dio un beso largo en la boca. Besar resultó ser algo mucho mejor de lo que había pensado. Nos separamos y la miré casi con temor. Pero ella me miró como una madre o como una virgen, y me dijo adiós con una mano.
Me fui del patio hojeando mi historieta en el pasillo, como si no hubiera pasado nada allá atrás, como si no hubiera encontrado a nadie y como si no hubiera inaugurado mi libro mental de notas sobre las mujeres con páginas y páginas de presurosa caligrafía. Le di las gracias a don Chava; me invitó a comer chiles rellenos, pero yo no tenía hambre. Bueno, sí tenía hambre, pero no lo sabía. O lo había olvidado, o no lo notaba.
Mi mamá me preguntó por qué había tardado tanto, y le dije que la casa de los Vega era enorme, llena de cuartos en los que nunca hay nadie, y pasillos por los que no baila ninguna quinceañera. Pensé que había metido la pata, pero mi mamá estaba viendo un programa de concursos y no reparó en nada de lo que acababa de decirle. Comimos arroz con milanesas de pollo y agua de jamaica. Y después caí en la Mónica cuenta de que Mónica toda la tarde, y que Mónica poco a poco en la Mónica en la que me Mónica a leer Mónica el atardecer Mónica Mónica Mónica Mónica. ¿Mónica Mónica Mónica? Mónica, Mónica Mónica Mónica, Mónica; Mónica Mónica Mónica.

sábado, 14 de mayo de 2011

Pesadillas

I

Oh por favor no
quiero que esto esté pasando.
Es verdad que no soy tan bueno pero
tampoco soy tan desagradable como
quizás mi confesión me ha hecho parecer.
¡Oh!
No me tomes a mal, pero
no te soñé desnuda a ti sino
a una imagen de ti que
era un poco distinta.
Sí, se parecía quizás un poco pero
tampoco puedo decirte qué tanto
porque no te he visto desnuda
en realidad y ahora creo que mis
oportunidades han desaparecido
para siempre.
¡Oh!
¡Menos mal que yo nunca salgo!
¡Qué pena encontrarnos en la
pinche calle!

Oh por favor no
no no no no
¡No! Oh no oh no.

Penélope Cruz está en la tele
y habla de una relación romántica con Jack Sparrow en el pasado.
El momento del encuentro está lleno de tensión.
Y habla de su personaje y dice
muchas cosas.
¡Oh, no, cómo voy a vivir si me odias!
Es verdad que no soy tan bueno pero
tampoco soy una bestia.
Es tu culpa tener un cuerpo.
Pudiste ser pura alma, un fantasma,
despertarme a media noche.
Pero escogiste tener un cuerpo
y todo esto es tu culpa, culpa de tu
cuerpo. Tan estético él.
¡Oh!

En un rato más voy a tener que salir y
me molesta porque yo ¡oh, me ato a los sillones
y a la cama todos los domingos!
Y ya todo el mundo sabe que yo
soy un misántropo y que ¡oh he soñado con
una imagen de tu cuerpo desnudo en una posición chistosa!
Ay Dios no, ¡no puede! ¡No puedes!
¡Pero ya te dije que no eras tú!
Mira, mucha gente entrometida está leyendo esto ahora pero
ellos no saben quién eres.
Ellos no saben que estoy enamorado de ti.
Solamente tú lo sabes pero de qué sirve ahora porque ya
no te veré desnuda porque ya
me odias porque
¡DIOS!

No te voy a mentir, a mí
me gusta la gente bonita.
Y no hablo de la belleza interior, no.

¿Por qué crees que estoy solo?

¡Oh no, tu cuerpo
persiguiéndome!

¡Oh!
Dije que estaba enamorado, ¿verdad?
Bueno, no me hagas caso porque
yo no sé qué es eso, oh.
Debo dejar de comer
azúcares y concentrados.
Sí, es en serio.
No he amado.
Sólo me obsesiono pero
no es lo mismo, no,
no es lo mismo, oh no.


II

Oh,
estoy tan lleno de esta porquería.
Ya nadie va a poder salvarme.
Tan lleno de.
Me acuerdo que una vez tuve
la valentía de no querer quedarme
una mañana entera dentro de un aula.
Camino a casa se me acabó
el pretexto y (estoy tan lleno de)
llegando a casa pasó algo
hermoso que
no olvidaré.
Oh Dios, el caso es que este
día apesta y
apestará por siempre y yo
tengo tantas cosas qué hacer y tengo
tan pocas ganas de hacer todas esas cosas.
Estoy condenado, quiero
un funeral con flores blancas y amarillas y
que la gente baile danzón y alguien venda
tamales y cosas por el estilo porque
yo creo que
yo creo que ya, ¿no?
Yo creo que ya basta.


III

Nada me garantiza que un
día te voy a tocar.
De hecho, nada me
asegura el día de mañana,
la noche del sábado.
Oh querida, nadie me asegura nada.
En este lugar de cortinas
percudidas y sillas oscuras
me pierdo, me quedo plasmado
en las paredes, a manera
de pintura o de graffiti sin motivo.
En este sitio donde todos
hablan y nadie dice algo verdadero,
me quedo dormido y entre sueños
te apareces y te me derrites.
Abro los ojos un poquito,
la gente sigue
mirando al frente, no repara
en mí, sus ojos están
colgados en otras paredes.
Estas cabezas no dan
un centavo por los
graffitis en salones oscuros.
Así que puedo seguirte
soñando sin remordimiento.
Oh querida, tu sueño es
lo único que tengo.

Nada, amor, nada me
garantiza que te voy
a estrechar entre mis brazos muertos,
a veces muertos, casi siempre
muertos. Ahora salgo
de este cuarto (pero sólo en mi cabeza)...
No salgo, la cortina va y viene.
Se me están
cerrando los ojos, se
me cierran los
ojos.

Oh, tus manos salen
de mis sueños, yo
me las quiero quedar.
Yo tocaré por ti, voy
a sentir por ambos.
Amor, te prometo mi vida
por cada...
por...

Hola, yo soy tu vida
y vengo a vivir contigo.
Hola, no me detengas, no,
yo sólo busco
un ratito de grandeza entre tus senos.
No busco nada más, no busco
otra cosa. Un ratito, dos minutos.
Lo suficiente.
Lo necesario.


IV




Qué acabo de ver, qué
y ahora estarás en mi cabeza todo el tiempo.
Qué acabo de ver, qué
qué forma, qué
pero qué ví, qué han visto
mis ojos, qué es
pero quién eres
pero
pero yo
(y ahora vas a estar en mi cabeza todo el tiempo,
mirando hacia los lados, con tus
con los pechos con
y ahora
ahora no hay más qué decir)
yo quién soy ahora
¿importa?

lunes, 2 de mayo de 2011

Olvidaste tus llaves, de cualquier manera


—La verdad es que ya estoy harto de todo.
Su jefe lo miró con preocupación. Hacía calor en la oficina, a pesar de que las ventanas estaban abiertas de par en par. El jefe apagó tres de los cuatro focos del cuarto, dejando iluminado únicamente el que estaba sobre la cabeza del empleado. Ya era de noche. Afuera, la calle lucía abandonada.
—Pero tampoco quiero regresar a casa, ¿sabe?
El jefe tragó saliva con dificultad. Dejó los documentos en una mesa contigua y dijo:
—No tienes que decírmelo, no es necesario.
El empleado se quitó los lentes, se limpió la frente con el dorso de la mano y luego cerró con fuerza los párpados. Se cruzó de brazos. Aflojó su corbata.  
—Ahí en la casa todo va a estar igual, o peor. Voy a tener que quedarme.
Su jefe trató de adoptar una postura firme. Después de todo, la autoridad recaía en él y podía dar cualquier orden. Hasta podía despedir al empleado en ese mismo momento, si lo consideraba necesario.
—Vete a tu casa, es tarde. No hiciste nada grave.
El empleado abrió los ojos, se volteó hacia el jefe y lo miró fijamente. Tenía los ojos rojos. Se trataba del cansancio y las lágrimas.
—Usted no lo entiende, usted tiene esposa e hijos. Usted no sabe. Usted no sabe nada de la vida.
Esa última frase, lejos de molestar al jefe, lo perturbó. Se preguntó por qué había entrado a la oficina, en primer lugar. Pensó que debía haber salido directamente al estacionamiento y subido al coche sin ninguna parada previa.
—Yo estuve en tu lugar un día —dijo, tratando que su voz sonara comprensiva y noble—, y sé lo que sientes. Lo sé, yo sé cosas de la vida.
El empleado dejó de mirarlo a los ojos. Le dio la espalda y miró el pedazo de cielo nocturno que podía verse a través de la ventana. Un fragmento muy reducido. Ninguna estrella. Matices anaranjados por las luces de la ciudad.
—No, nunca las ha sabido o ya las olvidó.
El empleado sollozó. El jefe se quedó en silencio por unos momentos. El empleado sacó un inhalador de su pantalón. Lo colocó en su boca. Se escuchó un “chssst” y luego lo guardó de nuevo en uno de sus bolsillos.
—Váyase, yo me quedaré —dijo después.
El jefe tomó de nuevo los documentos que antes había dejado en la mesa. Los hojeó con rapidez a la vez que decía que de verdad no tenían ningún problema. Pero pronto se percató de que nada de lo que dijera podría sacar a su empleado del trance en el que estaba inmerso.
El empleado se levantó de su silla, dio unos cuantos pasos vacilantes a lo largo de la oficina. Tocó con suavidad las hojas blancas regadas en los escritorios de sus colegas. Miró el interior de las tazas, algunas con fríos restos de café. Sintió un mareo, pero procuró disimularlo. Su cara estaba húmeda por el sudor y por las lágrimas.
El jefe dijo que se llevaría los documentos a su casa.
—Haga lo que quiera. Los volveré a hacer, de cualquier manera.
Ya el velador había comenzado a apagar las luces de los pasillos de los pisos superiores. Llegó al piso en donde se encontraba el jefe y su empleado, y apagó la luz.
El jefe salió de la oficina y se acercó a la puerta del pasillo. Al caminar a lo largo del corredor, tuvo la sensación de que en el interior de los cubículos todavía había empleados que lo observaban. Trató de que este pensamiento no lo invadiera y gritó:
—¡Todavía hay gente aquí!
El velador se asomó por la puerta del pasillo y se disculpó en voz alta. Saludó amablemente al jefe y bajó al siguiente piso.
El jefe caminó de regreso a la oficina con las manos en los bolsillos. Pensaba en su casa. En su mujer. En su mujer vistiendo solamente una bata, leyendo una gorda revista, fumando un cigarro, descubriéndose poco a poco las piernas. Sus piernas torneadas, por las que no pasa el tiempo.
Entró a la oficina. El empleado contemplaba los enormes árboles de la acera de enfrente. Miraba de reojo el estacionamiento vacío.
—Por favor, vete —dijo el jefe.
El empleado se quitó el cinturón. Se lo puso en el hombro, como si fuera el cadáver de una serpiente. Se restregó los ojos. Caminó hacia su escritorio y, sin decir nada, como si el jefe no estuviera ahí, tomó sus cosas y salió de su oficina, dando pasos lentos, mirando siempre el suelo o los cubículos en reposo.
El jefe se quedó otro par de minutos en la oficina. Cerró las ventanas, apagó la última luz y se salió de ahí. Volvió a sentir las miradas al caminar por el pasillo. Se detuvo, observó con minuciosidad los escritorios que se hallaban del otro lado de las vidrieras, pero no pudo encontrar los ojos que lo observaban.
Afuera, el empleado pateaba piedras al caminar por la acera. Tocaba los troncos de los árboles, buscando alguna especie de caricia.