Nunca esperé que se fijara en mi mensaje. Lo escribí y lo envié, motivado por el morbo o por la emoción. Entonces escuché su voz. “Vaya”, pensé, “mi nombre falso se escucha hermoso saliendo de su boca”. Su acento estadounidense tan refinado. Vaya, de verdad, tan refinado.
Un rato después, ya no me fue posible escribirle nada. No tenía dinero. Me resigné a observarla solamente. Su mirada iba de un lado al otro. Y yo miraba su mirada. Pero ella no miraba mi mirada.
Más tarde se consumó el acto (habíamos estado esperándolo durante horas, que en realidad no se sintieron tanto como horas, sino como una secuencia de imágenes aisladas: ella sonriendo, ella moviéndose, ella ahuyentando a su perro, su perro intransigente). Para entonces yo ya no tenía más ganas de verla. Cerré la sesión y me puse a caminar por la cocina, hablando solo. Eran las tres de la mañana.
Salimos de la sala de juntas. Yo no dije una sola palabra. Cada quien se fue por su lado. Cada uno de nosotros se fue por su cuenta. Solos. Algunos allá, a los salones, a la biblioteca, a los sanitarios. Otros a la calle. Y después de la calle, la casa.
Una señora, dirigiéndose a su amiga, aunque mirándome a mí, dijo:
—Ay, qué calorón.
Estuve un rato sentado en el ciber café. Hasta pude atender a unos clientes que llegaron a imprimir unas hojas. Llevaban prisa y la computadora se tardaba en leer la memoria USB. Presión, angustia. Pero a final de cuentas pude lograrlo. Nati se sintió orgullosa de mí. Me preguntó varias veces cómo me sentía. No titubeé: mi vida ha cambiado drásticamente. La verdad no recuerdo si le dije eso o si le dije otra cosa. Seguramente ella lo recuerda y hará la corrección mientras lee esto.
Eran las tres de la mañana. No tenía sueño. Mi país había celebrado un aniversario más del natalicio del hombre que sale en los billetes de veinte pesos. Hizo cosas increíbles mientras vivió. Pero no puedo recordarlas ahora. No puedo.
Prendí la televisión. Me encontré con un programa que se trataba de una pareja gay que había adoptado cuatro hijos. Una mujer muy conservadora viviría con ellos durante un mes, con el objetivo de cambiar su forma de pensar sobre las parejas gay que adoptan. En Mariavisión estaban transmitiendo el rosario, o algo así. Estaban pasando también, en otro canal, el partido de Jaguares de Chiapas jugando contra un equipo de Ecuador. Creo que era Emelec. Yo seguía hablando solo. Apagué el televisor. Me lavé los dientes sin pasta dental.
Hubo un tramo interesante en el camino de regreso a casa. Me encontré a una chica parada en una esquina. Miraba hacia el final de la calle con ojos de calma. Volteó a verme. Di la vuelta y caminé hacia la derecha. Ella me siguió con la vista. En cierto momento me dí cuenta de que sonreía.
¡Sorpresa! De pronto los dos sonreíamos.
¡Sorpresa! De pronto los dos sonreíamos.
No dejé de hablar solo en toda la noche: Pero qué me va a pasar si un día la encuentro, no voy a poder encontrarla, ¡como si eso se pudiera en una sola noche! Ya no hay hielo. Si tan sólo existiera, y existe pero está lejos, y lejos está en otra parte. Mira que Canica juega hasta de noche, si yo estoy despierto ella también. Que ya no hay hielo. A las mujeres no les gustan los hombres sin hielo. ¿No tienes hielo? ¡Entonces no vales nada! Quiero una servilleta. La quiero porque no sé si ella esté viviendo ahora lejos de mí, o quizás cerca y no he espiado lo suficiente a la gente que me espía. No la he visto por la calle nunca. Nunca la he visto cuando se asoma por la ventana. Nunca la he visto esperar en el marco de la puerta de entrada de su casa de su casa de la casa de sus padres. Tantas veces he ido ahí. Pero ya no la conozco. La he olvidado. La vi en otra vida. En otra vida conquistamos el mundo. Ahora no es posible. El hielo se ha derretido. Debería dormir ya. Ya.
—Me has pagado, ¿por qué? —me preguntó, sonriente.
Le expliqué mis intenciones. Lo que yo quería era charlar. Se cubrió las piernas con los brazos. El pudor. Sudaba. Había polvo en sus piernas, apenas una delicada capa. Yo miraba todo esto con disimulo, pero a ella no parecía importarle para nada.
—Charlemos —le dije, así sin más.
Ella se rió y me dijo que le gustaba esa palabra. Charlemos. Ya estábamos haciéndolo. Pasaban muchos automóviles a nuestro lado derecho. Unos iban hacia la colonia. Los otros se dirigían, quizás, al centro. Quién sabe. Nosotros ya charlábamos.
La mañana siguiente me levanté sin un humor específico. Todo brillaba más de lo habitual. Un viejo estaba sentado en la esquina que está frente a mi casa. Me dijo que era un anciano como cualquier otro. Sin embargo, no pude creerle. Habría sido un delito creerle. Pude reconocer al viejo Superman.
—Entonces no has muerto… —dije, y desapareció en un parpadeo.
Ya no charlábamos: estábamos gritando. Todo había sido muy divertido. Unos seminaristas subieron al techo de su enorme edificio anaranjado y nos arrojaron cubetazos de agua fría, como si fuéramos dos perros apareándose. Pero ella sonreía como una loca. “Soy tu loca”, alcanzó a decirme antes de irse corriendo.
Desayuné galletas de nuez. Esa fue una brillante idea.
“¿Existes?”, le grité mientras desaparecía. Ella ya no me contestó nada. Llegué a la casa y me tiré en el sofá. Mi mamá descansaba. Había tenido un día complicado.
Una muy brillante, pero muy brillante idea.
Ahora estoy pensando en ver de nuevo a la mujer que pronunció mi nombre falso con acento fino. Estoy pensándolo seriamente. Unirme a su séquito de corazones solitarios. Si tan sólo tuviera una moneda.