Ella miró aquella pared y suspiró. El citado muro estaba demasiado húmedo como para ser verdad. De la noche a la mañana, el moho había ganado la batalla. Ella siguió observando, preocupada. Su marido entró de pronto a la sala y contempló brevemente la pared, esbozando una mueca de lástima. Abrazó a su mujer y le besó la frente. Ella se recargó en su hombro. Había que hacer algo pronto, la construcción entera podría estar en problemas.
Él tuvo una idea pronta. Uno de sus amigos era arquitecto y sabría qué hacer con una pared humedecida como esa. Lo llamaría por teléfono, le explicaría el asunto con lujo de detalles, y esperaría. Explicó sus planes a su mujer, y ésta pareció estar de acuerdo. Cualquier cosa sonaba adecuada en aquel instante. Se despidió de su esposa con un tierno beso en la boca, y se fue a la oficina. Iba buscando, en su tarjetero, los datos de su viejo amigo arquitecto. “Tendrá que hacerme descuento”, pensó él. Ella se quedó allí parada, analizando la gran mancha oscura de la humedad. El color blanco de la pared se había arruinado. Y la sala ya no podía disfrutarse como tal. Nadie soportaba el hedor. Ese cuarto se había convertido en una especie de museo, un homenaje a la desgracia.
Del otro lado de la pared había un terreno baldío lleno de tierra, basura y cadáveres de animales, pero no había ni una sola gota de agua. Ella se preguntaba cómo es que había tanta humedad en su pared. Pero no servía de nada seguir haciendo cuestionamientos al aire, porque después de todo, ella no era la arquitecta. Era simplemente la sensación de impotencia lo que la molestaba. Estuvo de pie hasta que se cansó y se tumbó en el sofá, sin apartar la mirada de la porquería que se estaba comiendo lentamente a su hogar. A veces, las manchas tomaban diferentes formas, casi siempre rostros. “Que raro”, murmuró.
Él llega a su oficina. Se sienta detrás del escritorio y lo primero que hace es llamar a su amigo, el arquitecto. Éste llega a la conclusión de que necesita examinar la pared para saber exactamente cómo proceder. Pensaron que lo mejor sería reunirse a las ocho de la noche, pues a esa hora ya habrían salido ambos del trabajo. Él cuelga el teléfono y se entrega por completo a sus deberes. A ratos recuerda a su mujer, consternada por el mal estado de la pared. Esta memoria lo ahoga, lo consume poco a poco. Quince minutos después de haber terminado la llamada, se siente emocionalmente agotado. “Trabaja, trabaja, hazlo por tu mujer”, se dice a sí mismo para reanimarse.
Ella continúa contemplando la pared desde el sofá. Hay algo en ese monstruoso diseño que la atrae. ¿Serán las figuras que forma su imaginación? No, tal vez es el olor, que aunque incomoda en la nariz, tiene algo de místico, algo de adictivo. Se pone de pie y se acerca a la pared para examinarla con más atención. La luz del atardecer que entra por la ventana otorga un extraño aspecto a las manchas de moho. De pronto, ella es absorbida por el silencio que la rodea. Sus ojos se mueven de un lado a otro, escudriñando cada centímetro del muro. Empieza a creer que ese enorme manchón de hongos es una especie de obra de arte. Aparece una sonrisa en su rostro. Pasa suavemente su mano derecha por la superficie de la pared. Disfruta las caricias, se complace con las sensaciones, le resulta exquisita la frialdad del muro. Ahora es algo irresistible tocar la pared.
Él siente que los minutos lo aprisionan. Piensa que un grupo de seres invisibles lo está asfixiando. Lo tienen rodeado, y a momentos parece escuchar sus risotadas. Luego se le ocurre que su oficina es demasiado pequeña, que no entra suficiente aire, que no alcanzan a correr libremente todos sus pensamientos… Eso, sus ideas deben de ser esos seres invisibles que lo ahorcan. Poco a poco va anocheciendo, y en su trabajo se deja caer la pesadez. Él se recuesta sobre el escritorio, ya no quedan más pendientes por atender. El foco de su oficina termina por arrullarlo. Pero es el gerente, nadie le cuestionará nada.
Ella aún está de pie frente a la pared. Ésta la tiene atrapada con las sensaciones que provoca. Ella tiene la nariz ocupada, tratando de descifrar y catalogar todos los olores que va encontrando. Sus ojos se han perdido en la contemplación de las formas de la humedad, y sus manos han quedado prendidas de la textura de la pared. Siente que algo le falta, todavía necesita creerse verdaderamente llena. La luz del cielo va desapareciendo lentamente, dejando a la sala en una especie de penumbra. Se acerca al muro, lo acaricia con la mejilla derecha, y lo saborea con la lengua. Es ahora una enfermiza necesidad, un extraño gusto, complejo, inquietante. Los sabores que estallan en su paladar la han fascinado. Falta algo, ha quedado pendiente la satisfacción de su sentido del oído. Pasa de nuevo su lengua por la superficie. Es un sabor indescriptible. La mueca de su rostro la delata, lo está disfrutando.
Acerca su oreja a la pared, buscando que ésta la llame por su nombre. Cierra los ojos y se concentra. Frunce el ceño, mueve quedamente las manos, haciendo círculos en el muro. Hasta ahora todo ha sido silencio, pero necesita que la quietud termine. Desea escuchar a la pared. Siente un ligero cosquilleo en el contorno de su oreja y cree que la mancha le habla. Ya no le importa que la sala haya quedado hundida en la oscuridad. Ella y la pared son el único mundo, la única vida. Ella y la pared, por siempre. Vuelve a sentir el cosquilleo. Explotan de nuevo todos sus sentidos. La piel se eriza por completo. Su cuerpo está en perfecta armonía, ha alcanzado un gozo profundo. Abre los ojos, pero es ahora la pared quien le dice “ciérralos, cierra tus ojos, déjate llevar”.
Él sale del trabajo, adormilado. Su mente está tratando de ordenarse. ¿Qué hacer? Pasar por el arquitecto, comentarle sobre la pared, llegar a un buen acuerdo. Cuando respira el aire frío de la noche, antes de meterse al auto, siente como si los pulmones estuvieran a punto de congelarse. Ya en el coche, procura mantener los vidrios cerrados. Llega a casa del arquitecto, intercambian algunas palabras de afecto, y se van.
Los dos hombres se meten a la casa. La oscuridad es dominante. Él grita el nombre de su mujer. No obtiene ninguna respuesta. Conforme caminan, van prendiendo las luces de cada habitación. Se asoman a la sala, no se puede distinguir nada. Él, sin dejar de pronunciar el nombre de su esposa, busca el interruptor de la luz. Aparece, ante ellos, la pared. En el piso, un bulto de ropa de mujer. Observan el muro y la humedad que se ha apoderado de él. Hay algo, en ese monstruoso diseño, que los atrae.
Él tuvo una idea pronta. Uno de sus amigos era arquitecto y sabría qué hacer con una pared humedecida como esa. Lo llamaría por teléfono, le explicaría el asunto con lujo de detalles, y esperaría. Explicó sus planes a su mujer, y ésta pareció estar de acuerdo. Cualquier cosa sonaba adecuada en aquel instante. Se despidió de su esposa con un tierno beso en la boca, y se fue a la oficina. Iba buscando, en su tarjetero, los datos de su viejo amigo arquitecto. “Tendrá que hacerme descuento”, pensó él. Ella se quedó allí parada, analizando la gran mancha oscura de la humedad. El color blanco de la pared se había arruinado. Y la sala ya no podía disfrutarse como tal. Nadie soportaba el hedor. Ese cuarto se había convertido en una especie de museo, un homenaje a la desgracia.
Del otro lado de la pared había un terreno baldío lleno de tierra, basura y cadáveres de animales, pero no había ni una sola gota de agua. Ella se preguntaba cómo es que había tanta humedad en su pared. Pero no servía de nada seguir haciendo cuestionamientos al aire, porque después de todo, ella no era la arquitecta. Era simplemente la sensación de impotencia lo que la molestaba. Estuvo de pie hasta que se cansó y se tumbó en el sofá, sin apartar la mirada de la porquería que se estaba comiendo lentamente a su hogar. A veces, las manchas tomaban diferentes formas, casi siempre rostros. “Que raro”, murmuró.
Él llega a su oficina. Se sienta detrás del escritorio y lo primero que hace es llamar a su amigo, el arquitecto. Éste llega a la conclusión de que necesita examinar la pared para saber exactamente cómo proceder. Pensaron que lo mejor sería reunirse a las ocho de la noche, pues a esa hora ya habrían salido ambos del trabajo. Él cuelga el teléfono y se entrega por completo a sus deberes. A ratos recuerda a su mujer, consternada por el mal estado de la pared. Esta memoria lo ahoga, lo consume poco a poco. Quince minutos después de haber terminado la llamada, se siente emocionalmente agotado. “Trabaja, trabaja, hazlo por tu mujer”, se dice a sí mismo para reanimarse.
Ella continúa contemplando la pared desde el sofá. Hay algo en ese monstruoso diseño que la atrae. ¿Serán las figuras que forma su imaginación? No, tal vez es el olor, que aunque incomoda en la nariz, tiene algo de místico, algo de adictivo. Se pone de pie y se acerca a la pared para examinarla con más atención. La luz del atardecer que entra por la ventana otorga un extraño aspecto a las manchas de moho. De pronto, ella es absorbida por el silencio que la rodea. Sus ojos se mueven de un lado a otro, escudriñando cada centímetro del muro. Empieza a creer que ese enorme manchón de hongos es una especie de obra de arte. Aparece una sonrisa en su rostro. Pasa suavemente su mano derecha por la superficie de la pared. Disfruta las caricias, se complace con las sensaciones, le resulta exquisita la frialdad del muro. Ahora es algo irresistible tocar la pared.
Él siente que los minutos lo aprisionan. Piensa que un grupo de seres invisibles lo está asfixiando. Lo tienen rodeado, y a momentos parece escuchar sus risotadas. Luego se le ocurre que su oficina es demasiado pequeña, que no entra suficiente aire, que no alcanzan a correr libremente todos sus pensamientos… Eso, sus ideas deben de ser esos seres invisibles que lo ahorcan. Poco a poco va anocheciendo, y en su trabajo se deja caer la pesadez. Él se recuesta sobre el escritorio, ya no quedan más pendientes por atender. El foco de su oficina termina por arrullarlo. Pero es el gerente, nadie le cuestionará nada.
Ella aún está de pie frente a la pared. Ésta la tiene atrapada con las sensaciones que provoca. Ella tiene la nariz ocupada, tratando de descifrar y catalogar todos los olores que va encontrando. Sus ojos se han perdido en la contemplación de las formas de la humedad, y sus manos han quedado prendidas de la textura de la pared. Siente que algo le falta, todavía necesita creerse verdaderamente llena. La luz del cielo va desapareciendo lentamente, dejando a la sala en una especie de penumbra. Se acerca al muro, lo acaricia con la mejilla derecha, y lo saborea con la lengua. Es ahora una enfermiza necesidad, un extraño gusto, complejo, inquietante. Los sabores que estallan en su paladar la han fascinado. Falta algo, ha quedado pendiente la satisfacción de su sentido del oído. Pasa de nuevo su lengua por la superficie. Es un sabor indescriptible. La mueca de su rostro la delata, lo está disfrutando.
Acerca su oreja a la pared, buscando que ésta la llame por su nombre. Cierra los ojos y se concentra. Frunce el ceño, mueve quedamente las manos, haciendo círculos en el muro. Hasta ahora todo ha sido silencio, pero necesita que la quietud termine. Desea escuchar a la pared. Siente un ligero cosquilleo en el contorno de su oreja y cree que la mancha le habla. Ya no le importa que la sala haya quedado hundida en la oscuridad. Ella y la pared son el único mundo, la única vida. Ella y la pared, por siempre. Vuelve a sentir el cosquilleo. Explotan de nuevo todos sus sentidos. La piel se eriza por completo. Su cuerpo está en perfecta armonía, ha alcanzado un gozo profundo. Abre los ojos, pero es ahora la pared quien le dice “ciérralos, cierra tus ojos, déjate llevar”.
Él sale del trabajo, adormilado. Su mente está tratando de ordenarse. ¿Qué hacer? Pasar por el arquitecto, comentarle sobre la pared, llegar a un buen acuerdo. Cuando respira el aire frío de la noche, antes de meterse al auto, siente como si los pulmones estuvieran a punto de congelarse. Ya en el coche, procura mantener los vidrios cerrados. Llega a casa del arquitecto, intercambian algunas palabras de afecto, y se van.
Los dos hombres se meten a la casa. La oscuridad es dominante. Él grita el nombre de su mujer. No obtiene ninguna respuesta. Conforme caminan, van prendiendo las luces de cada habitación. Se asoman a la sala, no se puede distinguir nada. Él, sin dejar de pronunciar el nombre de su esposa, busca el interruptor de la luz. Aparece, ante ellos, la pared. En el piso, un bulto de ropa de mujer. Observan el muro y la humedad que se ha apoderado de él. Hay algo, en ese monstruoso diseño, que los atrae.
6 comentarios:
Simon, las cosas mas insignificantes tienen su razon, y como diria Zeta Bosio (soda), "TIENE SU COSA PROPIA, SU COSA LINDA"
Haces de lo mas insiginifcante y modesto, lo mas, mmm
Interesante, suele suceder, a veces las formas abstractas de algo, pared, piso, cielo, aire, o mente, nos hace divagar y ponerles tanta atencion, que olvidamos lo que en verdad teniamos q hacer con esas mismas, para solucionar su razon de ser o el desperfecto que provocan...
Me gustó la entrada, sutil como sabes hacer los tetstos, camara
A ESPERAR LA REEDICION DE DISINTEGRATION...
Vaya, me agradó este texto.
No sé mucho qué decir acerca del moho en las paredes, pero creaste una atmósfera asfixiante.
Si querías que me sintiera casi exasperada, lo conseguiste.
;)
orale rodo,estuvo chida,me gusto como hiciste algo sutil y cotidiano como una mancha o un dia de trabajo,en algo maravilloso y viajante,muy bueno.
saludos.
No manches rodo, cada que te leo a ti, a tere, a delfi y a mi hermana, me siento tan inferior, me falta un buen ese texto está magnifico, ya te dije mi opinión por msn, que bueno que recuperaste el texto, sin duda perfecto.
:)
srito.. justo hoy estaba pensando qe hace mucho qe no te leía.. así qe he venido y me encuentro con este mundo paraledo de moho.. qasi qe lo huelo.. aun tengo en la mente la imagen qe creaste.. :D
un placer como siempre
Es usted un escritor MUY MUUY PRO!
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