Era viernes y el mediodía gozaba de un esplendor caluroso que me molestaba enormidades. Me recargaba sobre el poste de un semáforo, entre dos avenidas más o menos concurridas. La hipótesis que había formulado unas horas atrás se estaba volviendo realidad, pero sólo a medias. Había pensado que, a esa hora de la tarde, sin duda habría demasiados taxis en la calle, y que, por supuesto, alguno de ellos se detendría y me llevaría a mi destino, que por lo demás, ya se me estaba convirtiendo en algo inalcanzable. Bien, ahora que estaba ahí viviendo la situación en la que supuestamente mi hipótesis se comprobaría, bajo un sol que siempre me ha caído mal y una humedad inexistente (mi transpiración no cuenta), me dí cuenta de que, en efecto, había muchos taxis circulando, pero todos llevaban dentro a personas que ocupaban el lugar que yo tanto anhelaba. Los miraba con un poco de envidia, hasta cierto punto de manera infantil, y giraba la cabeza, buscando algún punto interesante para colocar mi mirada. 15 agobiantes minutos me pasaron por encima, durante los cuales ví pasar a la misma cantidad de taxis con pasajeros a bordo. "Esto no sirve", pensé.
Cuando estaba comiéndome las uñas, un tanto por ocio, un tanto por ansiedad, divisé a lo lejos a un taxi que lucía vacío. Me imagino que así se debe de sentir la contemplación de un oasis enmedio del chingado desierto de Sonora. Tuve que esperar otros 5 miserables minutos para que el color rojo del semáforo cediera al color verde, ése que siempre me ha caído bien. El taxi se acercó, metí la maleta en el asiento trasero y me senté con todo y mochila en el asiento delantero. Previo intercambio de Buenas Tardes, el taxista me preguntó mi destino.
-A la central camionera, por favor.
Aunque no me gusta mucho detallar la apariencia de las personas, considero necesario describir al taxista que operaba el vehículo al que acababa de subirme. Calculo que tenía unos 30 años. Era moreno, de cabello negro increíblemente engomado, un peinado digno de Mauricio Garcés, unos lentes oscuros estilo trailero y un bigote pobladísimo. En pocas palabras, el tipo aparentaba ser todo un casanova al estilo popular.
Como era de esperarse, el tema de conversación que rompió el hielo (mismo que sólo duró a lo sumo unos 15 segundos) fue el clima. Intercambiamos frases fatalistas, pesimistas y desesperanzadoras sobre el mismo, que si es el año más seco en décadas, que si la lluvia es un mal chiste, que si el calor es un tormento, que si se está acabando el planeta, etc. Los vidrios estaban completamente abiertos, el aire se resistía a correr al interior del taxi, y la plática entró de pronto en un silencio efímero, puesto que la cantidad de autos frente a nosotros iiba aumentando poco a poco. Al mediodía, las avenidas con exceso de tráfico son un regalo típico de algún rincón del infierno.
La avenida se fue vaciando poco a poco y la conversación se reanimó cuando me preguntó el porqué me dirigía a la central camionera. Mencioné que era originario de Lagos de Moreno y que pasaría allá el fin de semana. Este comentario pareció traerle algunos recuerdos gratos a la mente:
-Sí, he pasado por Lagos, y me han dado unas ganas tremendas de pararme...
-Jajaja, ¿y porqué?
-Las mujeres mi chavo, las mujeres, ¡cómo son esas mujeres de los Altos! Híjole, nada más porque iba con mi mamá y mi hermana, si no...
Justo cuando me estaba contando su experiencia sobre la contemplación de las féminas Alteñas, nos detuvimos en un cruce con semáforo con la luz roja. Saludó a un familiar/amigo/conocido suyo que se encontraba en el auto de nuestra izquierda, y posteriormente fijó su atención en unas mujeres de aspecto un tanto vulgar, quienes conversaban con un motociclista adolescente. "Estas mujeres de hoy, ya no se dan a respetar, fíjate la ropa que usan", me dijo con una aparente consternación. A pesar de que no estaba seguro de la honestidad de su preocupación, no me atreví a hacer señalamiento alguno y le hice saber que estaba de acuerdo con su teoría. No obstante, el tema de "las mujeres de hoy" estaba lejos de morir. Me contó cómo fué que, en una ocasión, una mujer joven, poseedora de un estado alcoholizado al estilo decadente, lo estafó a media noche.
La mujer en cuestión, de unos 25 años aproximadamente, se encontraba borrachísima. De alguna manera pudo tomar el taxi (levantar el pulgar resulta increíblemente complicado en ese estado etílico) y fue sincera, cuando menos durante el primer momento, al confesarle al taxista que no era poseedora de jodido centavo alguno. Sin embargo, cuando nuestro amigo taxista estaba a punto de irse, puesto que su moral no le permitía rebajarse a llevar gratis a alguien nada más por su bonita (y embriagada) cara, la chica le comentó que podía pagarle con "un favor". "Orale, súbete pues", dijo él. Durante el trayecto platicaron de cosas intrascendentes, y cuando llegaron al destino, la chica se bajó y arrojó al interior del taxi un miserable billete de 20 pesos.
-¿Y esto que?- preguntó el taxista.
-Pues es una mamada, como te lo prometí- respondió ella, poniendo así un punto final a la conversación, un jaque mate de antología.
"Yo no se la podía exigir mi chavo, nomás prendió el boiler la condenada", me comentó el taxista con un tono de voz que denunciaba su lamentación. "Y vaya que si estaba guapa, lástima que estaba tan borracha".
El calor seguía siendo agobiante y yo ya estaba inmerso en una cuestión aparte. Faltaban unos 10 minutos para que saliera el camión y yo todavía andaba por ahí a medio camino. Pero como no servía de nada preocuparme, escuché con atención la otra historia que el taxista tenía bajo la manga. Según me contó, alguna vez le tocó llevar a una mujer desarreglada, alcoholizada y enfurecida hasta Un Pueblo a las afueras de la ciudad. El viaje le iba a costar unos 60 pesos, pero a ella pareció importarle poco o nada. "Mire, mi viejo me está poniendo el cuerno ahorita mismo, así que vámonos rápido", dijo ella. Nuestro taxista obedeció sin miramientos ni objeciones.
Llegaron hasta El Pueblo indicado y la señora divisó prontamente a su marido, quien caminaba tranquilamente por una de las calles de dicho lugar. La mujer hizo una rabieta, arrojó un billete de 100 pesos al taxista y se salió corriendo hasta donde estaba su esposo, sólo para darle una docena de bofetadas. El taxista se vió obligado, por ética, moral y honestidad, a gritarle a la señora que no se había llevado su cambio, más sin embargo, ésta lo ignoró y se dedicó con cuerpo y alma a cachetear al sinverguenza de su marido.
"Yo ya no le quize volver a gritar, que tal que me tocan cachetadas también a mí", dijo el taxista.
Llegamos a las afueras de la central, mi reloj marcaba las 3:02 y el camión salía en tres minutos. Quedaron dos porque perdí un minuto buscando dos monedas de diez pesos y una de cinco para pagarle al taxista no sólo el trayecto, sino las historias que acababa de contarme. Nos despedimos y le dije "buena suerte". En los dos minutos restantes corrí a comprar el boleto, luchando contra una maleta que me golpeaba y unos pantalones que se me caían. Por primera vez supe lo que era la prisa en serio, esa que te agobia con lo criminal de su designio: Si no llegas a tiempo al camión, te esperas otra pinche hora hasta que salga el siguiente.
Menos mal que eso no me sucedió, al menos esta vez. Me senté en el asiento del camión a las 3:06...
"Y vaya que si estaba guapa, lástima que estaba tan borracha".
Cuando estaba comiéndome las uñas, un tanto por ocio, un tanto por ansiedad, divisé a lo lejos a un taxi que lucía vacío. Me imagino que así se debe de sentir la contemplación de un oasis enmedio del chingado desierto de Sonora. Tuve que esperar otros 5 miserables minutos para que el color rojo del semáforo cediera al color verde, ése que siempre me ha caído bien. El taxi se acercó, metí la maleta en el asiento trasero y me senté con todo y mochila en el asiento delantero. Previo intercambio de Buenas Tardes, el taxista me preguntó mi destino.
-A la central camionera, por favor.
Aunque no me gusta mucho detallar la apariencia de las personas, considero necesario describir al taxista que operaba el vehículo al que acababa de subirme. Calculo que tenía unos 30 años. Era moreno, de cabello negro increíblemente engomado, un peinado digno de Mauricio Garcés, unos lentes oscuros estilo trailero y un bigote pobladísimo. En pocas palabras, el tipo aparentaba ser todo un casanova al estilo popular.
Como era de esperarse, el tema de conversación que rompió el hielo (mismo que sólo duró a lo sumo unos 15 segundos) fue el clima. Intercambiamos frases fatalistas, pesimistas y desesperanzadoras sobre el mismo, que si es el año más seco en décadas, que si la lluvia es un mal chiste, que si el calor es un tormento, que si se está acabando el planeta, etc. Los vidrios estaban completamente abiertos, el aire se resistía a correr al interior del taxi, y la plática entró de pronto en un silencio efímero, puesto que la cantidad de autos frente a nosotros iiba aumentando poco a poco. Al mediodía, las avenidas con exceso de tráfico son un regalo típico de algún rincón del infierno.
La avenida se fue vaciando poco a poco y la conversación se reanimó cuando me preguntó el porqué me dirigía a la central camionera. Mencioné que era originario de Lagos de Moreno y que pasaría allá el fin de semana. Este comentario pareció traerle algunos recuerdos gratos a la mente:
-Sí, he pasado por Lagos, y me han dado unas ganas tremendas de pararme...
-Jajaja, ¿y porqué?
-Las mujeres mi chavo, las mujeres, ¡cómo son esas mujeres de los Altos! Híjole, nada más porque iba con mi mamá y mi hermana, si no...
Justo cuando me estaba contando su experiencia sobre la contemplación de las féminas Alteñas, nos detuvimos en un cruce con semáforo con la luz roja. Saludó a un familiar/amigo/conocido suyo que se encontraba en el auto de nuestra izquierda, y posteriormente fijó su atención en unas mujeres de aspecto un tanto vulgar, quienes conversaban con un motociclista adolescente. "Estas mujeres de hoy, ya no se dan a respetar, fíjate la ropa que usan", me dijo con una aparente consternación. A pesar de que no estaba seguro de la honestidad de su preocupación, no me atreví a hacer señalamiento alguno y le hice saber que estaba de acuerdo con su teoría. No obstante, el tema de "las mujeres de hoy" estaba lejos de morir. Me contó cómo fué que, en una ocasión, una mujer joven, poseedora de un estado alcoholizado al estilo decadente, lo estafó a media noche.
La mujer en cuestión, de unos 25 años aproximadamente, se encontraba borrachísima. De alguna manera pudo tomar el taxi (levantar el pulgar resulta increíblemente complicado en ese estado etílico) y fue sincera, cuando menos durante el primer momento, al confesarle al taxista que no era poseedora de jodido centavo alguno. Sin embargo, cuando nuestro amigo taxista estaba a punto de irse, puesto que su moral no le permitía rebajarse a llevar gratis a alguien nada más por su bonita (y embriagada) cara, la chica le comentó que podía pagarle con "un favor". "Orale, súbete pues", dijo él. Durante el trayecto platicaron de cosas intrascendentes, y cuando llegaron al destino, la chica se bajó y arrojó al interior del taxi un miserable billete de 20 pesos.
-¿Y esto que?- preguntó el taxista.
-Pues es una mamada, como te lo prometí- respondió ella, poniendo así un punto final a la conversación, un jaque mate de antología.
"Yo no se la podía exigir mi chavo, nomás prendió el boiler la condenada", me comentó el taxista con un tono de voz que denunciaba su lamentación. "Y vaya que si estaba guapa, lástima que estaba tan borracha".
El calor seguía siendo agobiante y yo ya estaba inmerso en una cuestión aparte. Faltaban unos 10 minutos para que saliera el camión y yo todavía andaba por ahí a medio camino. Pero como no servía de nada preocuparme, escuché con atención la otra historia que el taxista tenía bajo la manga. Según me contó, alguna vez le tocó llevar a una mujer desarreglada, alcoholizada y enfurecida hasta Un Pueblo a las afueras de la ciudad. El viaje le iba a costar unos 60 pesos, pero a ella pareció importarle poco o nada. "Mire, mi viejo me está poniendo el cuerno ahorita mismo, así que vámonos rápido", dijo ella. Nuestro taxista obedeció sin miramientos ni objeciones.
Llegaron hasta El Pueblo indicado y la señora divisó prontamente a su marido, quien caminaba tranquilamente por una de las calles de dicho lugar. La mujer hizo una rabieta, arrojó un billete de 100 pesos al taxista y se salió corriendo hasta donde estaba su esposo, sólo para darle una docena de bofetadas. El taxista se vió obligado, por ética, moral y honestidad, a gritarle a la señora que no se había llevado su cambio, más sin embargo, ésta lo ignoró y se dedicó con cuerpo y alma a cachetear al sinverguenza de su marido.
"Yo ya no le quize volver a gritar, que tal que me tocan cachetadas también a mí", dijo el taxista.
Llegamos a las afueras de la central, mi reloj marcaba las 3:02 y el camión salía en tres minutos. Quedaron dos porque perdí un minuto buscando dos monedas de diez pesos y una de cinco para pagarle al taxista no sólo el trayecto, sino las historias que acababa de contarme. Nos despedimos y le dije "buena suerte". En los dos minutos restantes corrí a comprar el boleto, luchando contra una maleta que me golpeaba y unos pantalones que se me caían. Por primera vez supe lo que era la prisa en serio, esa que te agobia con lo criminal de su designio: Si no llegas a tiempo al camión, te esperas otra pinche hora hasta que salga el siguiente.
Menos mal que eso no me sucedió, al menos esta vez. Me senté en el asiento del camión a las 3:06...
"Y vaya que si estaba guapa, lástima que estaba tan borracha".
2 comentarios:
Está bastante bueno marica.
Así como te dije las charlas espontaneas con desconocidos son muy inspiradoras, y ese tipo de detallitos en un viaje son los que hacen auno refelxionar todo el día.
saludos.
Jajajajaja. No inventes. Está muy buena tu anécdota Rocalfo. xD
Como hay gente tan encajosa en el mundo. He ahí lo que me hace no reirme de la historia...
S:
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