No pude seguir durmiendo porque había una discusión arriba, en el piso del casero. Abrí los ojos y, en medio de la oscuridad de la habitación, escuché a una mujer que decía:
—Eres un anciano bueno para nada, si no fuera por la herencia de mi madre estarías muriéndote de hambre en la calle.
Me senté en el borde de la cama. El reloj decía que eran las tres de la mañana con seis minutos. La luz del patio entraba por la ventana e iluminaba solamente mi televisor apagado. Me dolía el brazo izquierdo.
—Hija, si no te gusta vivir aquí, puedes irte.
Una discusión familiar. Supe entonces de quién era la voz de mujer que había escuchado. Por lo que pude notar, la tranquilidad de mi casero exasperaba a su hija, quien no dejaba de gritar y arrojar cosas por la ventana.
Entré al baño a lavarme la cara. Miré mis ojeras y me rasuré el bigote. Tuve un accidente con la navaja de afeitar y empezó a salir un poco de sangre de la herida. Me puse un pequeño trozo de papel higiénico en la cara. La regadera goteaba.
—¡Seguro hay una zorra que está aprovechándose de ti!
Había papeles regados por toda mi habitación. Encendí la lámpara del buró y me puse a leer algunas de las hojas; ensayos mal redactados, ejercicios inconclusos, correcciones e indicaciones con tinta roja. Apagué la lámpara y dejé los papeles en su lugar.
—Hija, hace tiempo que espero que te independices, que te cases y tengas una familia, pero no lo has hecho.
Encendí el televisor. Fui de canal en canal y la programación se trataba básicamente de comerciales de productos milagrosos, películas eróticas de unas cuantas décadas atrás, documentales sobre las cruzadas y la edificación de ciudades egipcias y series sobre perros policía. Apagué el televisor.
—¡Estoy casi segura de que tú mataste a mi madre!
Las cosas que la mujer arrojaba por la ventana hacían tal estruendo que, en medio de la penumbra de mi cuarto, jugué a adivinar qué podrían ser esas cosas. ¿Portarretratos? ¿Floreros? ¿Vajillas de porcelana?
—Tu madre, que Dios la tenga en su santa gloria…
Me puse un pantalón y una camisa y salí de la habitación. En la cocina estaba Elías.
—No me digas que tampoco puedes dormir —le dije.
—Tampoco puedo dormir —me dijo.
Había visto a Elías por la tarde, pero ahora tenía la sensación de que mi amigo había envejecido mucho en unas cuantas horas. Me dijo:
—No hay nada en el refrigerador.
Miré hacia la puerta. Los arbustos se agitaban por el viento. Las hojas secas de los árboles eran arrastradas por todo el piso de cemento. Fragmentos de las cosas que la hija del casero había arrojado brillaban bajo la luz del patio.
Le propuse que fuéramos a buscar alguna tienda abierta. Fue a su habitación por una camisa y salimos.
Cuando cruzamos el patio, tuvimos que sortear no solo las cosas que yacían tiradas en el suelo, sino las que seguían cayendo por la ventana. Televisores, planchas, ensaladeras, etcétera.
—¡Viejo inútil! Dime dónde guardas tu dinero.
Abrimos la puerta de la cochera y salimos acompañados por Golfo, el perro del casero. Era un labrador negro bastante bien entrenado. Elías me dijo:
—No soporto a la hija histérica del casero. Cualquier día de estos le arrojaré una bota a ver si se calla.
Le pedí que me invitara el día que se decidiera a hacerlo.
En la calle hacía un frío tremendo. Caminábamos cruzados de brazos, castañeteando con los dientes. La luna llena brillaba más que las luces del alumbrado público.
Dimos vuelta a la izquierda en la esquina y vimos que todas las tiendas estaban cerradas, salvo una. Entramos a ella. El empleado, un señor de unos cuarenta años, estaba leyendo una revista de espectáculos. Cuando nos vio pasar, la cambió por un periódico viejo.
Elías fue por medio kilo de huevos y un paquete de salchichas. Yo tomé una caja de galletas y dos botellas de jugo de durazno.
El empleado nos cobró una cantidad que a Elías y a mí nos pareció excesiva, pero no dijimos nada y vaciamos nuestros bolsillos sin chistar. Por la avenida pasaban automóviles cuyos pasajeros arrojaban botellas vacías de cerveza al pavimento. El ruido que hacían las botellas al quebrarse me recordó el escándalo de la hija del casero.
Cuando salimos de la tienda, y una vez que el empleado pudo continuar con la lectura de su revista de chismes, le pregunté a Elías cuáles eran sus metas en la vida. Riendo, me dijo:
—Ya te dije, quiero aventarle una bota a la hija del casero a ver si se calla de una vez por todas.
El Golfo nos había estado esperando afuera de la tienda. Como recompensa, Elías abrió el paquete de salchichas y le dio una. El perro se la comió sin dejar rastros.
Caminamos de nueva cuenta por la calle de la casa. Desde lejos pudimos ver que la puerta de la cochera se abría. De ella salió una mujer joven despeinada, de baja estatura y gruesos lentes. Era la hija del casero. Por la forma en como cerró la puerta, deduje que estaba furiosa.
Se metió a un pequeño automóvil azul y arrancó. Se dirigió a la avenida casi atropellándonos a Elías y a mí en el proceso porque no íbamos caminando por la acera.
—¡Fíjate, estúpida! —gritó Elías
Llegamos a la casa y vimos que nuestro casero estaba barriendo el desorden del patio. Llevaba una pijama azul con rayas blancas y, encima, una bata de tela brillante color carmín. La luz del foco del patio iluminaba su cabeza calva.
Le dijimos buenas noches, pero no nos puso atención. Cuando pasamos junto a él, cuidando de no esparcir de nuevo la basura, escuché que decía:
—Ay, hija. Si supieras cuánto te quiero.
El Golfo se metió a su casa de madera. Mientras Elías abría la puerta, pude ver que de los ojos del anciano casero brotaban algunas lágrimas.
Cerramos la puerta. Elías se preparó unos huevos revueltos con salchichas. Yo ya no tenía hambre, pero abrí un paquete de galletas y me comí un par para hacerle compañía a mi amigo.
Charlamos sobre muchas cosas y al final no pude llegar a conclusión alguna. Le di las buenas noches a Elías y me metí a mi habitación. Me desvestí y me metí a la cama. Estuve mirando el techo un largo rato.
De repente escuché que un auto se detenía frente a la casa. Luego unos tacones, el ruido de la puerta abriéndose y la voz de la hija del casero.
—¿Quién te dio permiso de barrer, anciano bueno para nada?
Elías tocó mi puerta y me dijo:
—Voy a aventarle mi bota, ¿quieres venir?
—No —le dije—, creo que ya tengo algo de sueño.
—Tú te lo pierdes.
Cerré los ojos. Sonreí cuando escuché cómo la bota se estrellaba en la hija del casero.
—Eres un anciano bueno para nada, si no fuera por la herencia de mi madre estarías muriéndote de hambre en la calle.
Me senté en el borde de la cama. El reloj decía que eran las tres de la mañana con seis minutos. La luz del patio entraba por la ventana e iluminaba solamente mi televisor apagado. Me dolía el brazo izquierdo.
—Hija, si no te gusta vivir aquí, puedes irte.
Una discusión familiar. Supe entonces de quién era la voz de mujer que había escuchado. Por lo que pude notar, la tranquilidad de mi casero exasperaba a su hija, quien no dejaba de gritar y arrojar cosas por la ventana.
Entré al baño a lavarme la cara. Miré mis ojeras y me rasuré el bigote. Tuve un accidente con la navaja de afeitar y empezó a salir un poco de sangre de la herida. Me puse un pequeño trozo de papel higiénico en la cara. La regadera goteaba.
—¡Seguro hay una zorra que está aprovechándose de ti!
Había papeles regados por toda mi habitación. Encendí la lámpara del buró y me puse a leer algunas de las hojas; ensayos mal redactados, ejercicios inconclusos, correcciones e indicaciones con tinta roja. Apagué la lámpara y dejé los papeles en su lugar.
—Hija, hace tiempo que espero que te independices, que te cases y tengas una familia, pero no lo has hecho.
Encendí el televisor. Fui de canal en canal y la programación se trataba básicamente de comerciales de productos milagrosos, películas eróticas de unas cuantas décadas atrás, documentales sobre las cruzadas y la edificación de ciudades egipcias y series sobre perros policía. Apagué el televisor.
—¡Estoy casi segura de que tú mataste a mi madre!
Las cosas que la mujer arrojaba por la ventana hacían tal estruendo que, en medio de la penumbra de mi cuarto, jugué a adivinar qué podrían ser esas cosas. ¿Portarretratos? ¿Floreros? ¿Vajillas de porcelana?
—Tu madre, que Dios la tenga en su santa gloria…
Me puse un pantalón y una camisa y salí de la habitación. En la cocina estaba Elías.
—No me digas que tampoco puedes dormir —le dije.
—Tampoco puedo dormir —me dijo.
Había visto a Elías por la tarde, pero ahora tenía la sensación de que mi amigo había envejecido mucho en unas cuantas horas. Me dijo:
—No hay nada en el refrigerador.
Miré hacia la puerta. Los arbustos se agitaban por el viento. Las hojas secas de los árboles eran arrastradas por todo el piso de cemento. Fragmentos de las cosas que la hija del casero había arrojado brillaban bajo la luz del patio.
Le propuse que fuéramos a buscar alguna tienda abierta. Fue a su habitación por una camisa y salimos.
Cuando cruzamos el patio, tuvimos que sortear no solo las cosas que yacían tiradas en el suelo, sino las que seguían cayendo por la ventana. Televisores, planchas, ensaladeras, etcétera.
—¡Viejo inútil! Dime dónde guardas tu dinero.
Abrimos la puerta de la cochera y salimos acompañados por Golfo, el perro del casero. Era un labrador negro bastante bien entrenado. Elías me dijo:
—No soporto a la hija histérica del casero. Cualquier día de estos le arrojaré una bota a ver si se calla.
Le pedí que me invitara el día que se decidiera a hacerlo.
En la calle hacía un frío tremendo. Caminábamos cruzados de brazos, castañeteando con los dientes. La luna llena brillaba más que las luces del alumbrado público.
Dimos vuelta a la izquierda en la esquina y vimos que todas las tiendas estaban cerradas, salvo una. Entramos a ella. El empleado, un señor de unos cuarenta años, estaba leyendo una revista de espectáculos. Cuando nos vio pasar, la cambió por un periódico viejo.
Elías fue por medio kilo de huevos y un paquete de salchichas. Yo tomé una caja de galletas y dos botellas de jugo de durazno.
El empleado nos cobró una cantidad que a Elías y a mí nos pareció excesiva, pero no dijimos nada y vaciamos nuestros bolsillos sin chistar. Por la avenida pasaban automóviles cuyos pasajeros arrojaban botellas vacías de cerveza al pavimento. El ruido que hacían las botellas al quebrarse me recordó el escándalo de la hija del casero.
Cuando salimos de la tienda, y una vez que el empleado pudo continuar con la lectura de su revista de chismes, le pregunté a Elías cuáles eran sus metas en la vida. Riendo, me dijo:
—Ya te dije, quiero aventarle una bota a la hija del casero a ver si se calla de una vez por todas.
El Golfo nos había estado esperando afuera de la tienda. Como recompensa, Elías abrió el paquete de salchichas y le dio una. El perro se la comió sin dejar rastros.
Caminamos de nueva cuenta por la calle de la casa. Desde lejos pudimos ver que la puerta de la cochera se abría. De ella salió una mujer joven despeinada, de baja estatura y gruesos lentes. Era la hija del casero. Por la forma en como cerró la puerta, deduje que estaba furiosa.
Se metió a un pequeño automóvil azul y arrancó. Se dirigió a la avenida casi atropellándonos a Elías y a mí en el proceso porque no íbamos caminando por la acera.
—¡Fíjate, estúpida! —gritó Elías
Llegamos a la casa y vimos que nuestro casero estaba barriendo el desorden del patio. Llevaba una pijama azul con rayas blancas y, encima, una bata de tela brillante color carmín. La luz del foco del patio iluminaba su cabeza calva.
Le dijimos buenas noches, pero no nos puso atención. Cuando pasamos junto a él, cuidando de no esparcir de nuevo la basura, escuché que decía:
—Ay, hija. Si supieras cuánto te quiero.
El Golfo se metió a su casa de madera. Mientras Elías abría la puerta, pude ver que de los ojos del anciano casero brotaban algunas lágrimas.
Cerramos la puerta. Elías se preparó unos huevos revueltos con salchichas. Yo ya no tenía hambre, pero abrí un paquete de galletas y me comí un par para hacerle compañía a mi amigo.
Charlamos sobre muchas cosas y al final no pude llegar a conclusión alguna. Le di las buenas noches a Elías y me metí a mi habitación. Me desvestí y me metí a la cama. Estuve mirando el techo un largo rato.
De repente escuché que un auto se detenía frente a la casa. Luego unos tacones, el ruido de la puerta abriéndose y la voz de la hija del casero.
—¿Quién te dio permiso de barrer, anciano bueno para nada?
Elías tocó mi puerta y me dijo:
—Voy a aventarle mi bota, ¿quieres venir?
—No —le dije—, creo que ya tengo algo de sueño.
—Tú te lo pierdes.
Cerré los ojos. Sonreí cuando escuché cómo la bota se estrellaba en la hija del casero.
5 comentarios:
Pff dios Román, pero que hija tan fastidiosa o de ser tu no me huviera perdido la bota volando hacia el rostro histerico de aquella señora loca....
Me huviera reido a mas no poder.. ok... demasiado perverso para mi jejeje...
Como siempre todo un placer leerte
me encanta....
jajajaja... fue inebitable no reirme con ese final. quien no quisiera golpear a la gente con algo divertido cuando no paran de callar.
me latio como convinabas lods gritos y los pensamientos de nuestro buen protagonista.
jajajaja sigo riendo
Si esta buen oy divertido pero me dio hambre, se me antojo una torta de salchicha con huevo (sin albur9 y un cafecito bien caliente. Tengo huevos mas no salchichas, jajaj eso se lee mal.
Saludos amiwo.
primero jajajajaja el tucker se quemo solito en el post jajajaja.
ya retomando tu prosa,pues esta muy buena,como siempre te la rifaste de principio a fin,es un gran deleite leerte,pasa por mi blog.
saludos
En orabuena, dejeme decirle que me ha gustado mucho su forma de escribir. ocurrentemente me ha pasado por mi mente "el enamorarme de vos, sin conocerlo" -hasta el momento no me he cansado de leeros, pero es tarde y debo sueguir viviendo- si, como lo leyo... corro el pequeño riego de enamorarme y, creame que no me agrada la idea pues he tenido experiensias no muy buenas
-afortunadamente aprendo algo- que siguen andando en mi caveza. No se altere, sólo ria pues me ha encantado su mente... pero enamorarme es exajerar. GRACIAS POR COMPARTIR éstas uniones de palabras.
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