Cuando vi a los dos hombres con expresiones de agobio, con las manos suplicantes y los ojos apuntando al cielo, me puse a buscar dentro de mi catálogo de muertas. He matado a muchas mujeres, pero no con esa muerte que deja manchas rojas sobre las telas. Una mujer muere cuando se le dice cierta secuencia de palabras hirientes con cierto tono de voz. Una mujer muere cuando se corta un vínculo con ella, cuando se desgarra la arteria que une su corazón con el nuestro. La mujer, entonces, sigue técnicamente viviendo. Quiero decir que respira y parpadea, come y va al sanitario, pero ya no se peina en el tocador, ya no se maquilla ni se esfuerza por estar impecable cuando sale a nuestro encuentro. A veces ya ni siquiera hay eso, el encuentro. Ya no es mujer viva para nosotros, en pocas palabras. Empecé a pensar en el nombre de cada una de ellas. Sólo los murmuré para no distraer a los dos hombres angustiados. Se veían muy ocupados cuando suplicaban.
Entonces me encontré con la cuchara. Ya había sido avisado de que me debía dejar llevar por la caja, pero a mí no me llamó tanto la caja, más bien la cuchara. Pensé en ese tónico, el que uso para matar poco a poco a una mujer y me vi tentado a sacar la cuchara de donde estaba para ponerme el adjetivo extra de ladrón y no sólo el de asesino. Habría sido maravilloso usar esa coqueta cuchara con alguna otra fémina, pero detuve mis impulsos y me dediqué a observar lo que estaba sucediendo frente a mí, cosas estáticas que se movían. Había unos objetos muy pequeños en forma de 8 que sostenían a los hombres, a la cuchara y a la tela con las manchas de sangre. Pensé que dichos accesorios estaban ahí por algo, quizás para hacerme pensar en el tiempo, ahora infinito, que viven las mujeres que he matado. Las tardes deben sentirse eternas para ellas, infinitas. Ahora que fallecieron, todo debe lucir inacabable. Sentí una hipócrita tristeza.
A mi alrededor, la gente contemplaba otras cajas con otras cosas pero percibí más la respiración de mis muertas. Un día voy a platicarle a alguna de ellas sobre las manchas de sangre en la tela y lo más seguro es que obtendré un suspiro a cambio. Así como las voy cargando a ellas, a mis fallecidas, llevo arrastrando sus suspiros como una pesa encadenada al tobillo. ¿Y si pido perdón? ¿Qué tan fácil puede perdonar una muerta? Sentí ganas de no ser más un asesino, de borrar para siempre a mis muertas. Quise regresarles la vida que les robé silenciosamente y así poder vivir una vida sencilla. Pero no se puede, seré un pesado por siempre, ansiaré esa cuchara todos mis años para matarme a mí mismo. Tiene que ser esa cuchara y no otra.
Volví a fijarme en los hombres que miraban al cielo y extendían las manos en posición de Padre Nuestro. Con su rostro querían decirme que era cierto que las muertas son una enfermedad. Me preocupé, pensé que tal vez yo lucía igual que ellos. Se me ocurrió buscar un saco negro, adoptar la misma desesperada postura y dejar que alguien me tomara una foto. Tal vez ellos también cargan con pocas o muchas muertas encima. Quise preguntarles qué hacer para terminar en un collage así como el suyo pero no lo hice. Fue, tal vez, mi miedo a no obtener respuesta. Luego entendí que ya formo parte de mi propio collage, de mi propia caja. En un principio había dudado si las muertas podían llegar a ser un padecimiento, pero vi mi rostro reflejado en el vidrio de la caja y me noté enfermo. Enfermo por las muertas que traigo encima.
Retrocedí. Miré mi entorno y la gente seguía ahí, clavada en sus respectivas cajas. En tres minutos había percibido las intenciones de la cuchara y ahora ya era el asesino. Pasé a ver la siguiente caja. Todavía me quedaban tres paredes por mirar.
Entonces me encontré con la cuchara. Ya había sido avisado de que me debía dejar llevar por la caja, pero a mí no me llamó tanto la caja, más bien la cuchara. Pensé en ese tónico, el que uso para matar poco a poco a una mujer y me vi tentado a sacar la cuchara de donde estaba para ponerme el adjetivo extra de ladrón y no sólo el de asesino. Habría sido maravilloso usar esa coqueta cuchara con alguna otra fémina, pero detuve mis impulsos y me dediqué a observar lo que estaba sucediendo frente a mí, cosas estáticas que se movían. Había unos objetos muy pequeños en forma de 8 que sostenían a los hombres, a la cuchara y a la tela con las manchas de sangre. Pensé que dichos accesorios estaban ahí por algo, quizás para hacerme pensar en el tiempo, ahora infinito, que viven las mujeres que he matado. Las tardes deben sentirse eternas para ellas, infinitas. Ahora que fallecieron, todo debe lucir inacabable. Sentí una hipócrita tristeza.
A mi alrededor, la gente contemplaba otras cajas con otras cosas pero percibí más la respiración de mis muertas. Un día voy a platicarle a alguna de ellas sobre las manchas de sangre en la tela y lo más seguro es que obtendré un suspiro a cambio. Así como las voy cargando a ellas, a mis fallecidas, llevo arrastrando sus suspiros como una pesa encadenada al tobillo. ¿Y si pido perdón? ¿Qué tan fácil puede perdonar una muerta? Sentí ganas de no ser más un asesino, de borrar para siempre a mis muertas. Quise regresarles la vida que les robé silenciosamente y así poder vivir una vida sencilla. Pero no se puede, seré un pesado por siempre, ansiaré esa cuchara todos mis años para matarme a mí mismo. Tiene que ser esa cuchara y no otra.
Volví a fijarme en los hombres que miraban al cielo y extendían las manos en posición de Padre Nuestro. Con su rostro querían decirme que era cierto que las muertas son una enfermedad. Me preocupé, pensé que tal vez yo lucía igual que ellos. Se me ocurrió buscar un saco negro, adoptar la misma desesperada postura y dejar que alguien me tomara una foto. Tal vez ellos también cargan con pocas o muchas muertas encima. Quise preguntarles qué hacer para terminar en un collage así como el suyo pero no lo hice. Fue, tal vez, mi miedo a no obtener respuesta. Luego entendí que ya formo parte de mi propio collage, de mi propia caja. En un principio había dudado si las muertas podían llegar a ser un padecimiento, pero vi mi rostro reflejado en el vidrio de la caja y me noté enfermo. Enfermo por las muertas que traigo encima.
Retrocedí. Miré mi entorno y la gente seguía ahí, clavada en sus respectivas cajas. En tres minutos había percibido las intenciones de la cuchara y ahora ya era el asesino. Pasé a ver la siguiente caja. Todavía me quedaban tres paredes por mirar.
4 comentarios:
Interesante...
El titulo esta muy bueno.
No habia pensando en eso ke escribiste ke dice ke...
una mujer muere cuando se le dicen palabras hirientes y cuando se corta un vinculo con ellas...
Yo no tengo ningun vinculo con una ex novia y siempre les digo ke chinguen a su madre, ke malo soy.
Me pusiste a pensar marikotas, soy un asesino de mujeres.
Saludos Trans...
es un mal necesario, todos somos asesinos, de alguna manera, unos sutiles y otros toscos.. me gusto mucho tu escrito :D
me recordo momentos..
O: !
Orale, me gusto mucho, aunquen o entendi muy bien la ultima parte.
Ya tiene un buen que no paso a comentar.
Cuidate Romman, que estes muy bien!
(:
tenia rato que no pasaba por aqui...
no creo que todos matemos a las mujeres... pienso que ellas igual matan hombres... aunque aveces ambos hacemos que nos maten, como si disfrutaramos ese estado.
muy bueno, sobre todo interesante...
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