miércoles, 30 de junio de 2010

Otro sueño de tantos

A Alice Mono.


Anoche soñé a tu nuera, mamá.
Sus ojos iban de un lado a otro,
tratando de huír de mí
sin poder lograrlo, mamá,
porque la tomé de la cintura y la besé,
mamá, un par de dulces ocasiones.
Mamá, cuando te vayas y cierres la puerta,
y me dejes solito y apagues la luz,
acuérdate de tu nuera,
acuérdate que te conté de ella.
Piensa que ya no debe ser un secreto.
Que si no me como tu rica comida es
porque me quitan el hambre las ganas
de saber dónde vive.
Dirás: es un sueño como tantos otros que has tenido.
Como cuando quisiste ser avión y no piloto,
carnada y no presa viviente.
Pero es un sueño que palpita, mamá,
de alguna manera.
No es la primera vez que la sueño, mamá.
Ya antes la ví y pude tocarla,
me acerqué y pude besarla,
y anoche no fue distinto, mamá.
Hasta puedo decirte
que no he tenido otro sueño más bello,
porque su melena oscura,
y esa piel blanca y tersa,
y esos labios hablándome en otro idioma,
el idioma de un sueño que no se sale del sueño.
Desesperación, mamá,
eso es lo que siento.
Porque le ví su blusa negra, tan entallada, mamá,
mostrando los brazos, mamá, el pecho, el cuello,
tan difícil es poder contarte.
Tan difícil es poder sacarla de ahí
y llevártela.
Sería lindo,
de una vez por todas,
que jugaras un ratito con esa felina,
tan seria ella,
tan como la imaginé
toda la vida.
Tan como sólo tú y yo sabemos,
tan como te la he contado en febriles noches.
¿Por qué no estabas ahí en mi sueño, mamá?
Hasta pudiste estrechar su mano
y yo riéndome allí de verlas juntas.
Y la besé, ¿ya te dije?
Sí, la besé y hasta jugué con sus labios un ratito.
Sus labios tan delgados y adorables,
como de sirena pero no de mala sirena,
como de la sombra en sus ojos pero no perversos.
Esos labios, mamá, de un pálido rosa.
Y brillaban por húmedos, y sus dientes tan blancos.
Sus pechos,
tan pequeños.
No los toqué.
Lástima.

¿Hasta cuándo, mamá?
Dame un sueño que no trate de espera,
o de olvidarme en un estúpido trabajo,
o de vivir una vida a la deriva.
Dame un sueño que no trate de búsqueda,
de prueba y error.
Estoy cansado
y me falta toda la vida.

viernes, 25 de junio de 2010

La verdad

La verdad, me sorprendió lo fácil que sucedió todo. Yo había esperado una chapa más dura, o algunos vecinos vigilantes, o algo en mi contra, lo que fuera. Pero no. Entré y ya.
    Ya había puesto los ojos en esta casa en especial. Porque aunque el edificio es de cuatro pisos y había muchos otros departamentos para escoger, ningún otro me llamó tanto la atención. Y no hay otra razón. Todas son iguales. Quiero decir, las paredes verdes, casi todas despintándose por la humedad o las patadas de los niños que corren; las puertas blancas con esos vidrios trabajados que dejan ver la silueta y no la cara o la forma del rostro de visitantes y residentes. Y las macetas con helechos en los pasillos, los números de las casas en color dorado. O tal vez que aquí pasé mi infancia, en el último piso. Pero ya hace tanto tiempo de eso. Y además, en ese entonces nunca me fijé en esta casa. No entiendo.
    Tampoco supe por qué estaba haciéndolo. Estaba tronando la cerradura y la verdad pensé en correr porque ya había olvidado mis motivos, o tal vez nunca los tuve. Pero seguí. La luz del sol entraba verde y se reflejaba verde por las paredes verdes, hasta mi piel verde. Y nadie en los pasillos. Me sentí, por primera vez en mucho tiempo, algo nervioso. Porque la chapa estaba venciéndose fácilmente, y entonces me temblaron las manos porque todo fue muy rápido. Yo esperaba que alguien me atrapara y de una vez por todas se cumpliera el sueño de mi madre de verme redimido en una cárcel. Pero no pasó.
    Este día no tenía ganas de llevarme nada. En serio. Por eso cuando abrí la puerta finalmente después de algunos segundos de hacer como que seguía forcejeando, volví a sentir algo que me decía que diera media vuelta y me regresara a la calle, la verdad. Que bajara las escaleras y saludara “buenas tardes”. O noches. Bueno, aún entraba la luz del sol. Pero a veces son las ocho y media y aún está el sol así que no sé. Como tampoco sabía esta tarde. O noche. Pues entonces pasé.
    Estaba fresco aquí adentro. Afuera también, pero aquí más, a lo mejor por las corrientes de aire que atravesaban las delgadas cortinas blancas. Y las fotografías de la familia sobre una repisa. Y el llavero colgado de la virgen que dice: La Virgen de Guadalupe cuida a esta familia. Y había más llaves colgadas. Sonaba el refrigerador. Bueno, y ya ahí sentí el alivio de que quizás nadie me vería y podría tomar algo y salir corriendo. Pero repito, no tenía ganas de llevarme nada, ni siquiera ya entrando y viendo que todo era tan fácil. Me senté en el sofá y esperé.
    Puse atención. Un ruido como de regadera venía desde el fondo de un oscuro pasillo. Brillaba la luz del baño a través de esos vidrios translúcidos como los de la puerta de entrada. Pude ver que no pasaba nadie por el pasillo de afuera. Entonces fui al pasillo oscuro, abrí la puerta, corrí las cortinas y, aunque resbalosa, la manipulé y pude traérmela a la cama. Su cama. Se cerró su puerta. Se abrieron sus piernas. O las abrí yo, no sé. Ella tampoco. No sabemos. Nadie dijo una palabra.
    Ella gime y jadea de repente. Yo no. Porque pienso en que alguien podría entrar. No es mi día, la verdad. Y de todas maneras no entiendo por qué estamos en esta curiosa posición, como perros; ella llorando amargamente, a mi merced, sin oponer resistencia, y yo pensando que nada de esto tenía que haber pasado, la verdad.

martes, 15 de junio de 2010

Las ocho y treinta




(Deja de chingar pendeja - Oxomaxoma)

Carla leía una revista en el baño a las ocho y media de la noche. Hacía calor; ahí en el baño un calor que ahogaba y afuera uno que hacía sudar. Sus padres platicaban sentados en la cama de lo mal que iba la vida, de los asuntos cotidianos de repente difíciles, de las malas notas de Carolina, la más chica. Papá con el rostro de tibio enojo. Mamá percibiendo el probable humor explosivo de Papá. Entonces Carla leía la revista y pensaba en no querer pensar más. Escuchaba de fondo las voces de sus padres y luego la televisión de la sala con las caricaturas de Carolina y la chica pasándola increíble, la despreocupación, la tarea ya hecha y ya revisada y ya repasada. Entonces cómo es posible que las malas notas. Nadie entiende. Los reportes que la maestra de tercero pone en los cuadernos de Carolina no llegan, se quedan en Carolina o en algún basurero camino a casa, hechos bolita. Por eso nadie entiende.
   Carla leía su revista en el baño. Papá tiene hambre, quiere cenar. No llegó a comer por el trabajo, porque en la bodega, porque en la oficina, porque algunas cosas más. Mamá recuerda que no hay leche, que no hay jugo o cualquier cosa que Papá pudiera llegar a querer tomar. Y Papá se tapa el rostro con las manos entrelazadas, un reflejo de la desesperación, del cómo puede ser que no haya nada de tomar. Mamá rompe la conversación con Papá y trata de elevarse por encima del ruido de la televisión y la puerta de madera del baño.
   —Hace falta leche, niñas.
   Nadie responde. Carolina escuchó pero cómo ir a la tienda si es tan chica y la pueden robar. Carla también escuchó pero qué va, está en el baño y el mundo es mundo allá afuera pero no con ella. Mamá vuelve a la carga.
   —Niñas, su papá ya quiere cenar —dice con voz un poquito más alta—, ¿quién va a la tienda por la leche?
   Y nada. Entonces Mamá entiende que quizás no la escucharon. Se pone de pie, va al pasillo y pregunta a Carolina por su hermana mayor. Que está en el baño, dice.
   —Carla, ¿puedes ir a la tienda por un litro de leche?
   La atrapó. Carla cierra la revista y suspira y es un suspiro de fastidio. “Ya nadie puede leer un ratito a gusto”, piensa. Sí, sólo piensa porque decirlo habría sido un problema.
   —Sí, mamá, ahorita voy —responde.
   Y Carolina cambia de canal porque ya se terminó el programa de las ocho y ahora hace zapping sin descanso. Papá siente el estómago inquieto. Las manos en la frente. Trompetilla con la boca. Que le duele la cabeza. Que qué pinche calor. Que lo demás. Mamá se impacienta.
   —Hija, por favor ve pronto —dice con tono suplicante—. A tu papá le duele la cabeza de hambre.
   “¿Entonces por qué no va él por la maldita leche?”, se dice Carla. Pero cómo, si se siente mal y además hay que ser buena muchacha y todo eso. Y Carolina dice que ya tiene hambre y Mamá responde que sí, que nomás falta que Carla se decida y vaya por la leche. Mamá se regresa al cuarto y allí ve a Papá abanicándose con el periódico. Que me duele la cabeza, puta madre. Que mira, tómate esta pastillita. Que dónde está Carla y por qué no sale. Que ya no tarda. Carla escucha todo esto y se levanta y se arregla el cabello frente al espejo porque no va a salir a ninguna tienda si no se ve bonita, si no se ve espectacular. Aunque sólo pueda mirarla la gente de la cuadra que la ve todos los días. La que dice que qué muchachita tan desangelada, pobrecita.
   Y pasan los minutos, y Carla se cepilla el cabello y Carolina se queja. Papá se sienta en la cama y hace gestos de dolor, la mano izquierda en la frente por la migraña. Y Mamá grita “¡Carla!” y Carla allí peinándose, perfumándose, porque no quiere salir realmente pero si lo hace será sólo si va bañada en aromas cítricos. Carolina tiene hambre y no deja el zapping. Y papá.
   —¿A qué horas vas a ir, Carla? —pregunta Papá con la voz como puede porque la cabeza lo agobia.
   —¡Ya voy! —grita Carla.
   —¡Llevas horas yendo, chingado! —responde Papá y ahora sí molesto.
   Mamá tiembla. Entonces Carla piensa que vaya genio el de su padre, porque ya es padre, ya no papá, ni papito, ni papi. Se ve en el espejo y piensa que ya, que ya puede salir a la calle. Carolina apaga la televisión y va al cuarto de sus papás y frunce el ceño y dice que ya tiene mucha hambre y que a qué horas y Mamá dice que ya va Carla por la leche. Papá dice: ¿Por qué no va Carolina? Mamá le responde: Está muy chiquita. Entonces Papá hace otra trompetilla mientras Carolina, recargada sobre la puerta de la habitación, juega con las bolitas de papel que tiene en los bolsillos.
   Carla cree que ya es momento de abrir la puerta. Que ya se ve hermosa. “Ahorita están pasando los de la secundaria. ¿Podré ver a Martín?”, se pregunta y siente cosquillas en el estómago. Mariposas. Y mientras Carla ya se decidió a salir y se queda viendo su reflejo en el espejo, Papá dice que aquello ya fue suficiente, se pone de pie y a pesar del dolor va al baño, abre la puerta que Carla no abrió en minutos (pero largo tiempo a final de cuentas) y le pregunta a cachetadas que a qué horas va a ir por la chingada leche. Carla cae al suelo y se cuestiona demasiadas cosas, como la hora, como el por qué ella tenía que ir por la leche y no Carolina, que ya está grandecita, como el por qué de repente su Papá pegándole, gritándole que a qué horas va a ir por la pinche leche, que porque ya tiene hambre, que porque no es posible que Carolina saque tan malas calificaciones siendo que ya firmó la tarea, que ya está cansado de que nadie vaya por la leche cuando él quiere. Carla y las cachetadas, de repente el puño cerrado de Papá y ya no puede verlo. Ya no quiere verlo. Y Mamá escucha los ruidos, los golpes, escucha a Carla gritando y corre a ver qué pasa y no se mete porque cómo. Y Carolina observa. Carla llora y le duele la cara, Papá se levanta y va por la leche. Carolina tiene miedo, se le caen las bolitas de papel en el pasillo y Mamá pregunta de qué se trata. No me vayas a pegar, mami. No le vayas a decir a papi que me pegue, porque le tengo miedo.
   Papá llega con la leche. Las mujeres ya están abajo en la mesa. Todos cenan juntos, como familia. Aunque Carla llore, aunque Carolina tiemble y Mamá sea incapaz de parpadear. Aunque Papá mire siempre su plato y sólo su plato. Aunque piense que le cayó mal la leche. Aunque Mamá le muestre lo que traía Carolina en los pantalones. Y Carla piensa que hace unos pocos minutos y moretones leía una revista en el baño. Y ahora ve (no escucha) a su padre con la pequeña Carolina, que grita y llora y gimotea “no Papá, por favor no me pegues”, que ya está grandecita como para poder haber ido por la leche y evitar una cena como la de esa noche, tan llena de temblor y tan llena de la cara de Mamá, como si se preguntara qué ha hecho mal.

domingo, 6 de junio de 2010

La cuchara



   Cuando vi a los dos hombres con expresiones de agobio, con las manos suplicantes y los ojos apuntando al cielo, me puse a buscar dentro de mi catálogo de muertas. He matado a muchas mujeres, pero no con esa muerte que deja manchas rojas sobre las telas. Una mujer muere cuando se le dice cierta secuencia de palabras hirientes con cierto tono de voz. Una mujer muere cuando se corta un vínculo con ella, cuando se desgarra la arteria que une su corazón con el nuestro. La mujer, entonces, sigue técnicamente viviendo. Quiero decir que respira y parpadea, come y va al sanitario, pero ya no se peina en el tocador, ya no se maquilla ni se esfuerza por estar impecable cuando sale a nuestro encuentro. A veces ya ni siquiera hay eso, el encuentro. Ya no es mujer viva para nosotros, en pocas palabras. Empecé a pensar en el nombre de cada una de ellas. Sólo los murmuré para no distraer a los dos hombres angustiados. Se veían muy ocupados cuando suplicaban.
   Entonces me encontré con la cuchara. Ya había sido avisado de que me debía dejar llevar por la caja, pero a mí no me llamó tanto la caja, más bien la cuchara. Pensé en ese tónico, el que uso para matar poco a poco a una mujer y me vi tentado a sacar la cuchara de donde estaba para ponerme el adjetivo extra de ladrón y no sólo el de asesino. Habría sido maravilloso usar esa coqueta cuchara con alguna otra fémina, pero detuve mis impulsos y me dediqué a observar lo que estaba sucediendo frente a mí, cosas estáticas que se movían. Había unos objetos muy pequeños en forma de 8 que sostenían a los hombres, a la cuchara y a la tela con las manchas de sangre. Pensé que dichos accesorios estaban ahí por algo, quizás para hacerme pensar en el tiempo, ahora infinito, que viven las mujeres que he matado. Las tardes deben sentirse eternas para ellas, infinitas. Ahora que fallecieron, todo debe lucir inacabable. Sentí una hipócrita tristeza.
   A mi alrededor, la gente contemplaba otras cajas con otras cosas pero percibí más la respiración de mis muertas. Un día voy a platicarle a alguna de ellas sobre las manchas de sangre en la tela y lo más seguro es que obtendré un suspiro a cambio. Así como las voy cargando a ellas, a mis fallecidas, llevo arrastrando sus suspiros como una pesa encadenada al tobillo. ¿Y si pido perdón? ¿Qué tan fácil puede perdonar una muerta? Sentí ganas de no ser más un asesino, de borrar para siempre a mis muertas. Quise regresarles la vida que les robé silenciosamente y así poder vivir una vida sencilla. Pero no se puede, seré un pesado por siempre, ansiaré esa cuchara todos mis años para matarme a mí mismo. Tiene que ser esa cuchara y no otra.
Volví a fijarme en los hombres que miraban al cielo y extendían las manos en posición de Padre Nuestro. Con su rostro querían decirme que era cierto que las muertas son una enfermedad. Me preocupé, pensé que tal vez yo lucía igual que ellos. Se me ocurrió buscar un saco negro, adoptar la misma desesperada postura y dejar que alguien me tomara una foto. Tal vez ellos también cargan con pocas o muchas muertas encima. Quise preguntarles qué hacer para terminar en un collage así como el suyo pero no lo hice. Fue, tal vez, mi miedo a no obtener respuesta. Luego entendí que ya formo parte de mi propio collage, de mi propia caja. En un principio había dudado si las muertas podían llegar a ser un padecimiento, pero vi mi rostro reflejado en el vidrio de la caja y me noté enfermo. Enfermo por las muertas que traigo encima.
   Retrocedí. Miré mi entorno y la gente seguía ahí, clavada en sus respectivas cajas. En tres minutos había percibido las intenciones de la cuchara y ahora ya era el asesino. Pasé a ver la siguiente caja. Todavía me quedaban tres paredes por mirar.