Los ojos de E. eran como pequeños planetas llenos de nostalgia, un bello clavado a la nada intrigante, al misterio, a la aventura queda y meditabunda. E. misma era quizás el más grande de todos los cuestionamientos. Ella miraba desde su ventana el atardecer, con toda su longitud y sus espacios vacíos. En la casa de E. había un largo pasillo verde con cuadros y fotografías. Una ventana negra hacia la calle, desde donde E. veía lo que le interesaba del resto del mundo. Ella pensaba en las sombras de los transeúntes y creía que había algo mágico en ellas, algo que no podía comprarse ni prostituirse, un principio de pureza y calma. Pensaba en el alboroto de los pájaros y sus masas de alas y el sonido sordo del vuelo. De niña, aquel sonido le daba miedo y más miedo le causaba la escena del cielo oscureciéndose y las aves en grandes nubes ondulantes y frenéticas. Ella lloraba, entonces y justo ahora, por la salud de las sombras y los bailes de los pájaros.
Aburrida de contarse siempre las mismas cosas, E. cruzó el pasillo verduzco una mañana, bajó las escaleras, abrió la puerta de la casa y salió del universo legítimo para entrar al de la incertidumbre. “Muchas miradas”, pensó, “muchas miradas y suspiros perdidos”. Se preguntó a donde iban todos esos resoplidos y luego ella liberó uno y se sintió bien. El aire que sale así del cuerpo siempre lleva algo arrastrando, una tristeza o una idea abortada que no pudo llegar a palabras. Estaba el sol con esa potencia que mete a las personas dentro de sus casas, como lagartijas debajo de las piedras. En las tiendas, la gente se cubría de los rayos del sol como de las gotas de lluvia. E. deja que todo le caiga encima. Está buscando algo que no sabe qué es. Lo busca entre las sombras que permanecen frías y entre las frases de la gente que va. Pero aún así, no sabe qué está buscando. Caminó por la calle y vio letargo, sintió el calor y unas gotitas aparecían en su piel. Pensó que había sido suficiente. Cruzó esquinas, caminó presurosa y de repente sintió un hormigueo en la espalda. La sensación la llevó a taparse la cintura con la blusa. Alguien, sin duda, estaba mirándola fijamente, quizás apuntando las pupilas desde la oscura cabellera de E. hasta sus talones. Ella se sonrió, pero pensó que quizás esa mirada no era lo que estaba buscando. Los ojos dejaron de sentirse.
E. entró de nuevo a su casa, al mundo conocido y suave donde se desliza como fantasma sobre una alfombra de silencio. Entra a su recámara, cierra la puerta y deja al resto de la población afuera, con sus cosas, con sus vidas que regresan o van. E. abre la ventana de cuando en cuando porque quiere ver, precisamente, esas vidas. Ella sabe que hay unos ojos que la observan y ahora siente curiosidad de saber de quién se trata. Pero entonces se detiene y piensa, ¿Para qué? Sigue con el recuerdo de las pupilas que la observaron como hormiguitas que van de la nuca hasta la cintura y luego forman dos hileras, una para cada pierna. Entonces E. come, la tarde se deja caer con su pesadez y ella podría tirarse en el sofá y pensar la eternidad, pero tiene que salir. E. va al trabajo y de pronto el trabajo se apodera de ella. Deja de existir, se funde con el entorno, se empapa de lo que la rodea. Como quitarse el disfraz de humano y ponerse el de esponja. Come, sale y camina y va y viene y regresa y se duerme. En ocasiones siente que la vida se le escapa y a momentos cree que es ella la que está huyendo de algo. A lo mejor de los ojos que la examinan frente al parque, los ojos que le atraviesan la piel y le dan cosquillas. Regresa de noche a casa y prende unos focos que iluminan poco. Se escuda del resto del universo con la cerradura de su cuarto y borra todo lo demás. Se asoma por su balcón y ve la noche. Suspira y se duerme.
En el sueño, E. se encontró en un callejón de vívidos colores. Tonos fucsia, verde fosforescente y naranja letrero, mezclados, juguetones, plasmados en las puertas y ventanas de las casas de aquella larga vecindad. Al fondo, una sombra estaba de pie y parecía mirar a E. Ella sintió el mismo hormigueo que la atacó en la calle, y entonces quiso hablar pero no pudo. El entorno se derritió y ella se fundió con él. La sombra habló, con voz grave, de sus intenciones de espiarla para siempre. E. quiso hacer cualquier cosa pero no pudo. Preguntas se atropellaron en su garganta y no le fue posible sacar ni una. Los colores quedaron fundidos en el piso y desaparecieron. Todo se puso blanco y negro. E. despertó con el corazón palpitante y una náusea. Salió al pasillo verde y buscó con frenesí entre las sombras que habitan la calle de madrugada. Aún así, buscar sombras es algo trivial. Sus ojos marrones se llenaron de tibias lágrimas. Sollozó. Al día siguiente no quiso salir de casa ni siquiera porque tenía que ir al trabajo. Al diablo el trabajo, no quería más aquella sensación de la mirada sobre su cuerpo y lo mejor era no exponerse. Su madre la cuestionó durante el desayuno, sí, pero E. respondió con un gesto que cortó cualquier diálogo adjunto. E. no salió de casa ese día. Salió al patio un rato para despabilarse, tocar la corteza del árbol que se erguía solitario en medio de las blancas paredes, y dejar allí la memoria de la mirada punzante. De un lado tenía la casa verde, del otro la pared de la casa de atrás, y todo lo demás era cielo, atardecer. Se sentó junto al árbol y soltó un suspiro. Empezaba a encarrerar sus ideas cuando la atacaron las pupilas. Se sintió frágil, observada. Miró a todas partes tratando de encontrar el origen de aquel espasmo pero no encontró nada. Se metió a la casa, cerró el patio con seguro y subió corriendo las escaleras. Recargada sobre la puerta cerrada de su habitación, juró no salir de ahí al día siguiente.
La despertó su madre, tocando frenéticamente la puerta y avisando que saldría. E. hizo una mueca al saber que se quedaría sola. Sintió hambre pero también recorrió su garganta el juramento y se sentó al pie de la cama. Puso los ojos en su librero, buscando algo para releer y luego se le ocurrió la cama y otros cinco minutitos. Se puso de pie para alcanzar un libro de pasta negra y entonces ocurrió. El escalofrío corriendo por sus huesos, otra vez las hormigas haciendo de las suyas pero ahora más fuertes. Ahora picando, mordiendo la piel. E. corrió despavorida a su ropero, se metió en él y como pudo cerró la puerta. La oscuridad se comió su temblor y su respiración entrecortada, las pupilas se fundieron con el negro y su cabello rozó sus vestidos y sus ropas. Se puso cómoda entre el pánico y los vestigios de la mirada que aún la hacían temblar. Entonces una mano le rozó una pierna y una voz grave dio los buenos días. Cerró los ojos. De nada le iba a servir dejarlos abiertos.
Aburrida de contarse siempre las mismas cosas, E. cruzó el pasillo verduzco una mañana, bajó las escaleras, abrió la puerta de la casa y salió del universo legítimo para entrar al de la incertidumbre. “Muchas miradas”, pensó, “muchas miradas y suspiros perdidos”. Se preguntó a donde iban todos esos resoplidos y luego ella liberó uno y se sintió bien. El aire que sale así del cuerpo siempre lleva algo arrastrando, una tristeza o una idea abortada que no pudo llegar a palabras. Estaba el sol con esa potencia que mete a las personas dentro de sus casas, como lagartijas debajo de las piedras. En las tiendas, la gente se cubría de los rayos del sol como de las gotas de lluvia. E. deja que todo le caiga encima. Está buscando algo que no sabe qué es. Lo busca entre las sombras que permanecen frías y entre las frases de la gente que va. Pero aún así, no sabe qué está buscando. Caminó por la calle y vio letargo, sintió el calor y unas gotitas aparecían en su piel. Pensó que había sido suficiente. Cruzó esquinas, caminó presurosa y de repente sintió un hormigueo en la espalda. La sensación la llevó a taparse la cintura con la blusa. Alguien, sin duda, estaba mirándola fijamente, quizás apuntando las pupilas desde la oscura cabellera de E. hasta sus talones. Ella se sonrió, pero pensó que quizás esa mirada no era lo que estaba buscando. Los ojos dejaron de sentirse.
E. entró de nuevo a su casa, al mundo conocido y suave donde se desliza como fantasma sobre una alfombra de silencio. Entra a su recámara, cierra la puerta y deja al resto de la población afuera, con sus cosas, con sus vidas que regresan o van. E. abre la ventana de cuando en cuando porque quiere ver, precisamente, esas vidas. Ella sabe que hay unos ojos que la observan y ahora siente curiosidad de saber de quién se trata. Pero entonces se detiene y piensa, ¿Para qué? Sigue con el recuerdo de las pupilas que la observaron como hormiguitas que van de la nuca hasta la cintura y luego forman dos hileras, una para cada pierna. Entonces E. come, la tarde se deja caer con su pesadez y ella podría tirarse en el sofá y pensar la eternidad, pero tiene que salir. E. va al trabajo y de pronto el trabajo se apodera de ella. Deja de existir, se funde con el entorno, se empapa de lo que la rodea. Como quitarse el disfraz de humano y ponerse el de esponja. Come, sale y camina y va y viene y regresa y se duerme. En ocasiones siente que la vida se le escapa y a momentos cree que es ella la que está huyendo de algo. A lo mejor de los ojos que la examinan frente al parque, los ojos que le atraviesan la piel y le dan cosquillas. Regresa de noche a casa y prende unos focos que iluminan poco. Se escuda del resto del universo con la cerradura de su cuarto y borra todo lo demás. Se asoma por su balcón y ve la noche. Suspira y se duerme.
En el sueño, E. se encontró en un callejón de vívidos colores. Tonos fucsia, verde fosforescente y naranja letrero, mezclados, juguetones, plasmados en las puertas y ventanas de las casas de aquella larga vecindad. Al fondo, una sombra estaba de pie y parecía mirar a E. Ella sintió el mismo hormigueo que la atacó en la calle, y entonces quiso hablar pero no pudo. El entorno se derritió y ella se fundió con él. La sombra habló, con voz grave, de sus intenciones de espiarla para siempre. E. quiso hacer cualquier cosa pero no pudo. Preguntas se atropellaron en su garganta y no le fue posible sacar ni una. Los colores quedaron fundidos en el piso y desaparecieron. Todo se puso blanco y negro. E. despertó con el corazón palpitante y una náusea. Salió al pasillo verde y buscó con frenesí entre las sombras que habitan la calle de madrugada. Aún así, buscar sombras es algo trivial. Sus ojos marrones se llenaron de tibias lágrimas. Sollozó. Al día siguiente no quiso salir de casa ni siquiera porque tenía que ir al trabajo. Al diablo el trabajo, no quería más aquella sensación de la mirada sobre su cuerpo y lo mejor era no exponerse. Su madre la cuestionó durante el desayuno, sí, pero E. respondió con un gesto que cortó cualquier diálogo adjunto. E. no salió de casa ese día. Salió al patio un rato para despabilarse, tocar la corteza del árbol que se erguía solitario en medio de las blancas paredes, y dejar allí la memoria de la mirada punzante. De un lado tenía la casa verde, del otro la pared de la casa de atrás, y todo lo demás era cielo, atardecer. Se sentó junto al árbol y soltó un suspiro. Empezaba a encarrerar sus ideas cuando la atacaron las pupilas. Se sintió frágil, observada. Miró a todas partes tratando de encontrar el origen de aquel espasmo pero no encontró nada. Se metió a la casa, cerró el patio con seguro y subió corriendo las escaleras. Recargada sobre la puerta cerrada de su habitación, juró no salir de ahí al día siguiente.
La despertó su madre, tocando frenéticamente la puerta y avisando que saldría. E. hizo una mueca al saber que se quedaría sola. Sintió hambre pero también recorrió su garganta el juramento y se sentó al pie de la cama. Puso los ojos en su librero, buscando algo para releer y luego se le ocurrió la cama y otros cinco minutitos. Se puso de pie para alcanzar un libro de pasta negra y entonces ocurrió. El escalofrío corriendo por sus huesos, otra vez las hormigas haciendo de las suyas pero ahora más fuertes. Ahora picando, mordiendo la piel. E. corrió despavorida a su ropero, se metió en él y como pudo cerró la puerta. La oscuridad se comió su temblor y su respiración entrecortada, las pupilas se fundieron con el negro y su cabello rozó sus vestidos y sus ropas. Se puso cómoda entre el pánico y los vestigios de la mirada que aún la hacían temblar. Entonces una mano le rozó una pierna y una voz grave dio los buenos días. Cerró los ojos. De nada le iba a servir dejarlos abiertos.
5 comentarios:
Creo intensamente en que este texto es muy bueno, mi forma de ver la historia me deja ver muchas situaciones muy claras y otras no tanto,pero creo que así es perfecta, mia de mi,mi forma! digo , porque lo leí yo sola! ja
pues el texto en si es bueno,la verdad es que es demasiado enigmatico ponerle a tu personaje E. por que me dedique mas a saber que nombres empiezan con la E. que en el texto en si,pero pues esta chido.
saludos
woooo!!!!
bueno ando que paso y no paso.. lo mismo me ocurrio con le blog de angel, pero dije que pasaria a leerte.
eso finales siempre me dejan con la boca abierta, creo hasta haber sentido la sensacion de panico de E. no se eso senti.
independiente
"El aire que sale del cuerpo siempre lleva algo arrastrando, una tristeza o una idea abortada que no pudo llegar a palabras."
me identifico con ambas en algun momento...
sigue asi... es un placer pasar por aqui siempre....
Yo me siento identificada con practicamente todo lo que escribes ultimamente, en el blog, claro esta, porque el metro, lo haz vuelto otra cosa. Pienso igual que.. bueno, no recuerdo el nombre, pero, eso de pensar que nombres empiezan con E., o con otras letras, como es su costumbre ultimamente, es algo angustiante, aunque, usted, claramente debe tener sus motivos. Simplemente me fascinan tus cambios, tu evolución, es todo un gusto leerte. Me alegra que el tiempo te siente bien, a algunos.. nos cae bastante pesado. Siempre que pueda estaré leyendote, aqui, o en cualquier otra parte. Te quiero Román. Hasta luego.
May.
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