(Un dia de estos (Demo) - Los Zombies de Chernobyl*)
Se subió a la azotea a ver a la gente que estaba esperando en esa incómoda recepción del hospital regional. Todo en esa acera parecía estar mal colocado, desde las cabinas de los teléfonos públicos hasta la misma gente. Tenían los dedos entrelazados y la espera en el rostro, muecas sin fin, muecas elásticas. El muchacho se recargó en la barda y el humo de los camiones que se escurrían por la estrecha calle escalaba los vellos de su nariz. El cielo carecía de nubes y en el aire estaba la sensación de que, vista desde una azotea, la ciudad adquiere otros matices. No se ven con tanta claridad las imponentes iglesias, sino más bien los tendederos (con las tendedoras), los edificios lúgubres como reclusorios que no se aprecian desde la acera, terrenos baldíos perfectamente encuadrados y escondidos entre paredes y ventanas, casi secretos. Al muchacho le gustaban todas estas cosas, y quizás más el atardecer que daba calor, un poquito de calor. Suenan voces desde los teléfonos públicos y una ambulancia. Se escucha la voz del joven contando números y fechas, haciendo cuentas y cálculos del tiempo transcurrido. Pateando piedras, también.
-¿Te gustan las horas muertas?
-Sí -dijo el muchacho-, ojala hubiera muchas de ésas.
-¿Qué de bueno tienen?
-Mucho, sólo eso.
Tomó la cámara y capturó las azoteas colindantes. Sintió un cosquilleo cuando vio a las mujeres y pensó en guardarlas, pero no lo hizo porque conoce a su conciencia y sabe que después ella le reclamaría. Las mujeres tendedoras se metieron a sus casas y dejaron ropas húmedas colgando en lazos de plástico tambaleantes. Una brisa juguetona parecía bajar del cielo, que se preparaba para un atardecer como cualquier otro. Caminó lentamente por la azotea, manipulado por la quietud y la pausa, y sintió secos los labios y endurecida la piel. Ni cómo tomarse un vaso de nada. Había que bajar por la caracoleada escalera y no, costó trabajo subir. Algunos pájaros hacen alboroto en los cables que cuelgan de los postes. Empiezan a molestarle un poco los brazos recargados sobre la barda de la azotea y su cabello se alborota por el aire. La sed se agranda.
-¿No deberías estar trabajando ahorita?
-Debería estar haciendo muchísimas cosas- respondió el muchacho.
-No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo.
-No es algo que deba entenderse.
Un cerro colonizado parecía estar succionando al sol. Cuando niño, el joven pensaba que había alguien detrás del monte que jalaba al sol con un resistente hilo invisible. Las casas de ese cerro se fueron oscureciendo y se volvieron una sombra uniforme. Buscó entre todas las superficies insospechadas de las casas vecinas algún pretexto para quedarse en la azotea, pero no halló nada. Del sol ya sólo quedaban unos cuantos rayos cobrizos, y la noche iba posándose delicadamente con un soplo de frío. El muchacho se dio cuenta de que le hacía falta un suéter. Tal vez era eso lo único que necesitaba, la única excusa. Miró por última vez aquel entretenido mundo de ventanas entreabiertas. Miró las casas lujosas que pasan desapercibidas por sus fachadas, que se caen a pedazos con cada soplo agudo del viento. Se quedó extrañamente perdido en la contemplación de los desaliñados corrales y los ruidos que brotaban de los patios. Unas últimas fotos de aquellos extraños edificios y entonces la incómoda escalera de caracol.
-¿Crees poder aguantar hasta el final?
-Sí- dijo el muchacho, con una sonrisa de calma-, hay ratos difíciles pero se van rápidamente.
-¿Y si son frecuentes?
-Pues entonces me escondo y ya.
Tropieza en el último escalón. La cámara cae primero y se convierte en mil pedazos de chatarra, las fotografías son ahora plástico quebrado. Entonces cae él. Tarda unos cuantos segundos en llegar a destino. Es un sonido sordo el los huesos chocando con la tierra, el polvo elevándose después del rasguño estrepitoso. Fue a dar a una vieja pensión de automóviles, pero no hay nadie que los esté cuidando. Parece, además, que nadie lo ha hecho en mucho tiempo, porque están repletos de polvo y los vidrios están quebrados. El muchacho se duele, le lastiman las piernas y por los brazos corren difusas líneas de sangre y arena. Camina hasta la entrada, un portón negro impresionante, y se da cuenta de que está clausurada. No hay forma de poder escapar. No hay forma visible. Algunos en la fiesta se percataron de que el muchacho faltaba y corrieron a ver qué había pasado. Al ver los restos de la nube de polvo flotando en el aire sobre la pensión, bajaron la mirada y vieron al joven sentado junto a las ruinas de un automóvil. ¡Vamos a tratar de sacarte de ahí! El muchacho escondió la cabeza entre las piernas. ¿Estás bien? ¿Te lastimaste? Animales que recorren la maleza reptando o dando pequeños brincos. Algunos rugen, se acercan olfateando. ¡Acércate para ver cómo estás! Huesos en un oscuro rincón. Huesos que dejó el olvido.
-¿Por qué no tomaste a las tendedoras con la cámara?- preguntó ella.
-Por que ya sabía que no me dejarías en paz.
-¿Te gustan las horas muertas?
-Sí -dijo el muchacho-, ojala hubiera muchas de ésas.
-¿Qué de bueno tienen?
-Mucho, sólo eso.
Tomó la cámara y capturó las azoteas colindantes. Sintió un cosquilleo cuando vio a las mujeres y pensó en guardarlas, pero no lo hizo porque conoce a su conciencia y sabe que después ella le reclamaría. Las mujeres tendedoras se metieron a sus casas y dejaron ropas húmedas colgando en lazos de plástico tambaleantes. Una brisa juguetona parecía bajar del cielo, que se preparaba para un atardecer como cualquier otro. Caminó lentamente por la azotea, manipulado por la quietud y la pausa, y sintió secos los labios y endurecida la piel. Ni cómo tomarse un vaso de nada. Había que bajar por la caracoleada escalera y no, costó trabajo subir. Algunos pájaros hacen alboroto en los cables que cuelgan de los postes. Empiezan a molestarle un poco los brazos recargados sobre la barda de la azotea y su cabello se alborota por el aire. La sed se agranda.
-¿No deberías estar trabajando ahorita?
-Debería estar haciendo muchísimas cosas- respondió el muchacho.
-No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo.
-No es algo que deba entenderse.
Un cerro colonizado parecía estar succionando al sol. Cuando niño, el joven pensaba que había alguien detrás del monte que jalaba al sol con un resistente hilo invisible. Las casas de ese cerro se fueron oscureciendo y se volvieron una sombra uniforme. Buscó entre todas las superficies insospechadas de las casas vecinas algún pretexto para quedarse en la azotea, pero no halló nada. Del sol ya sólo quedaban unos cuantos rayos cobrizos, y la noche iba posándose delicadamente con un soplo de frío. El muchacho se dio cuenta de que le hacía falta un suéter. Tal vez era eso lo único que necesitaba, la única excusa. Miró por última vez aquel entretenido mundo de ventanas entreabiertas. Miró las casas lujosas que pasan desapercibidas por sus fachadas, que se caen a pedazos con cada soplo agudo del viento. Se quedó extrañamente perdido en la contemplación de los desaliñados corrales y los ruidos que brotaban de los patios. Unas últimas fotos de aquellos extraños edificios y entonces la incómoda escalera de caracol.
-¿Crees poder aguantar hasta el final?
-Sí- dijo el muchacho, con una sonrisa de calma-, hay ratos difíciles pero se van rápidamente.
-¿Y si son frecuentes?
-Pues entonces me escondo y ya.
Tropieza en el último escalón. La cámara cae primero y se convierte en mil pedazos de chatarra, las fotografías son ahora plástico quebrado. Entonces cae él. Tarda unos cuantos segundos en llegar a destino. Es un sonido sordo el los huesos chocando con la tierra, el polvo elevándose después del rasguño estrepitoso. Fue a dar a una vieja pensión de automóviles, pero no hay nadie que los esté cuidando. Parece, además, que nadie lo ha hecho en mucho tiempo, porque están repletos de polvo y los vidrios están quebrados. El muchacho se duele, le lastiman las piernas y por los brazos corren difusas líneas de sangre y arena. Camina hasta la entrada, un portón negro impresionante, y se da cuenta de que está clausurada. No hay forma de poder escapar. No hay forma visible. Algunos en la fiesta se percataron de que el muchacho faltaba y corrieron a ver qué había pasado. Al ver los restos de la nube de polvo flotando en el aire sobre la pensión, bajaron la mirada y vieron al joven sentado junto a las ruinas de un automóvil. ¡Vamos a tratar de sacarte de ahí! El muchacho escondió la cabeza entre las piernas. ¿Estás bien? ¿Te lastimaste? Animales que recorren la maleza reptando o dando pequeños brincos. Algunos rugen, se acercan olfateando. ¡Acércate para ver cómo estás! Huesos en un oscuro rincón. Huesos que dejó el olvido.
-¿Por qué no tomaste a las tendedoras con la cámara?- preguntó ella.
-Por que ya sabía que no me dejarías en paz.
*Esta es una versión preliminar de la canción. Visita el Myspace de Los Zombies de Chernobyl dando click aquí. Gracias por el demo, Chorls.