(Requiem for a Father - Durutti Column)
Lavé el último traste del fregadero. Ana acababa de irse y me había dejado con una pila de platos grasientos y las manos heladas, porque ya después de la comida no me dejó acariciarla ni tres segundos. Dijo que le había encantado mi sazón y para mí fue suficiente. No me habría gustado que se quedara a lavar platos puesto que yo me habría visto obligado a hacer lo mismo en su casa llegada la ocasión. Quedaron sobras suficientes para el perro y para mí. Los dedos me apestaban a atún y a salsa de tomate, y había también un poco del olor de las sardinas que trajo Ana, pero nada del olor de Ana en sí. Decidí que tomaría un baño. Afuera llovía muchísimo, entonces pensé que quizás el río se desbordaría y Ana me llamaría para que fuéramos a verlo. Suspiré.
Abrí la llave del agua caliente y me quemé, pero luego se me olvidó con el vapor. Me bañé sin ganas. Sinceramente no tuvo mucho caso pararme debajo de la regadera porque no colaboré. Sí tomé el jabón y el shampoo y esas cosas que uno requiere para no apestar, para parecer limpio y oler como tal, pero lo hice sin emoción.
El color beige de las paredes de mi baño siempre me arrulla, me hace respirar profundamente y acordarme de Ana. No la había soltado de mi mente, en realidad. La última vez que nos bañamos juntos fue en su casa, el agua estaba tibia pero creo que importó poco. Ahora el shampoo estaba haciendo que me ardieran los ojos y, además, el atún me había dado mucha sed. Salí del baño, me fui a mi habitación y me vestí. Ya no quería ponerme ropa porque de cualquier manera no iba a salir a ninguna parte y era seguro que nadie me visitaría, pero nunca me ha gustado andar por ahí sólo con unos boxers encima. No se me había quitado el olor a pescado de las manos. Volví a suspirar.
Salí del cuarto con dirección a la cocina, pero cuando pasé junto a la sala del televisor me detuve inmediatamente. Había un hombre saliendo de mi pantalla plana. Como siempre, es difícil saber qué es lo que hay que hacer en una situación como ésa. Lo único que se le ocurrió a mi cuerpo fue quedarse inmóvil y esperar. El hombre forcejeaba como si se estuviera desatorando de unas lianas o escapando de un charco de arenas movedizas. Sacó primero su pierna derecha, luego la pierna izquierda y finalmente quedó fuera de mi televisor, y yo estaba ahí observándolo sin saber cómo proceder. No tenía cabello, se veía algo entrado en años. Llevaba un traje gris, una camisa blanca y una corbata negra, una combinación de colores que nunca me ha agradado del todo.
Una vez estando afuera, volvió a meter las manos dentro del televisor. Todo el proceso era bastante silencioso. La superficie de la pantalla parecía ser líquida. Por un momento pensé que lo más sensato era iniciar una conversación, pero decidí seguir esperando sin moverme. El hombre aún luchaba con aquello que trataba de sacar del interior de la pantalla y habría sido descortés de mi parte agobiarlo con preguntas estúpidas del tipo “¿qué hace usted aquí?” o “¿cómo hizo eso?”.
Hasta entonces él no había notado mi presencia, a pesar de que tosí un par de veces de forma deliberada. Como el tipo estaba tardando mucho con su maniobra, aproveché para ir a la cocina y tomar algo. Había dejado un vaso sin lavar en la mesa. Era el de Ana. Sobraba un poco de limonada en su vaso y me la terminé, esperando hallar en los bordes del vidrio algún sabor a los labios de Ana pero nada.
Regresé a la sala. El hombre había sacado un maletín de cuero negro del interior de mi televisor y se estaba sacudiendo el traje. Entonces me vio y me saludó cortésmente como si me conociera de toda la vida. Me preguntó sobre el lugar al que tenía que dirigirse y yo le dije que no tenía ni la menor idea, pero que bien podría darle algunas indicaciones. Este hecho me fastidió un poco porque yo no había planeado salir de casa ese viernes y sin embargo ahora iba a tener que hacerlo. Tampoco había esperado lo del hombre saliendo del televisor, pero me imagino que esa clase de cosas suceden a menudo. No tanto las personas saliendo de los aparatos electrónicos pero sí los sucesos imprevistos.
Me peiné, me puse un suéter y le dije al hombre que me acompañara. Él estaba sonriente y a mi me chocaba eso, su sonrisa estúpida y cortés. En el fondo lo que más me exasperaba era que había arruinado mi hogareña rutina del viernes. Bajamos las escaleras del edificio. Olía a humedad, y de la calle llegaba el aroma de la tierra mojada. A las puertas del lugar estaba don Luis.
—¿Cómo ve, don Luis? Apareció otro —le dije.
—Ah caray, ¿y ora qué?
—Hay que pedirle un taxi.
Don Luis, el hombre y yo salimos a la calle y paramos un taxi que pasó oportunamente por ahí. Llovía como si se estuviera deshaciendo el cielo. Lamenté haber tomado un baño antes y no después de todo esto, pues a final de cuentas iba a tener que bañarme otra vez para no enfermarme. Estreché la mano del hombre de traje gris por primera y última vez y el taxi se fue. Nunca supe a dónde iba. Don Luis me dio unas palmaditas en el hombro una vez que llegamos al interior del edificio.
—¿Y vas a dejar que siga saliendo gente así nomás? —me preguntó don Luis, un tanto burlesco.
—Sí, supongo —repliqué fastidiado—, mientras no me mate alguno está bien.
Don Luis me estaba invitando a jugar al dominó pero rechacé su oferta porque ya le debía mucho dinero. Subí las escaleras y se me erizaron los vellos del cuerpo por el frío. Me metí a la casa, olisqueé el vaso de Ana y lo lavé. La extrañé de repente y me dieron ganas de llorar un poco. Entré a la sala, me senté en el sofá y me quedé mirando fijamente la televisión. Todavía me acuerdo del día en que Ana salió de ahí.
Abrí la llave del agua caliente y me quemé, pero luego se me olvidó con el vapor. Me bañé sin ganas. Sinceramente no tuvo mucho caso pararme debajo de la regadera porque no colaboré. Sí tomé el jabón y el shampoo y esas cosas que uno requiere para no apestar, para parecer limpio y oler como tal, pero lo hice sin emoción.
El color beige de las paredes de mi baño siempre me arrulla, me hace respirar profundamente y acordarme de Ana. No la había soltado de mi mente, en realidad. La última vez que nos bañamos juntos fue en su casa, el agua estaba tibia pero creo que importó poco. Ahora el shampoo estaba haciendo que me ardieran los ojos y, además, el atún me había dado mucha sed. Salí del baño, me fui a mi habitación y me vestí. Ya no quería ponerme ropa porque de cualquier manera no iba a salir a ninguna parte y era seguro que nadie me visitaría, pero nunca me ha gustado andar por ahí sólo con unos boxers encima. No se me había quitado el olor a pescado de las manos. Volví a suspirar.
Salí del cuarto con dirección a la cocina, pero cuando pasé junto a la sala del televisor me detuve inmediatamente. Había un hombre saliendo de mi pantalla plana. Como siempre, es difícil saber qué es lo que hay que hacer en una situación como ésa. Lo único que se le ocurrió a mi cuerpo fue quedarse inmóvil y esperar. El hombre forcejeaba como si se estuviera desatorando de unas lianas o escapando de un charco de arenas movedizas. Sacó primero su pierna derecha, luego la pierna izquierda y finalmente quedó fuera de mi televisor, y yo estaba ahí observándolo sin saber cómo proceder. No tenía cabello, se veía algo entrado en años. Llevaba un traje gris, una camisa blanca y una corbata negra, una combinación de colores que nunca me ha agradado del todo.
Una vez estando afuera, volvió a meter las manos dentro del televisor. Todo el proceso era bastante silencioso. La superficie de la pantalla parecía ser líquida. Por un momento pensé que lo más sensato era iniciar una conversación, pero decidí seguir esperando sin moverme. El hombre aún luchaba con aquello que trataba de sacar del interior de la pantalla y habría sido descortés de mi parte agobiarlo con preguntas estúpidas del tipo “¿qué hace usted aquí?” o “¿cómo hizo eso?”.
Hasta entonces él no había notado mi presencia, a pesar de que tosí un par de veces de forma deliberada. Como el tipo estaba tardando mucho con su maniobra, aproveché para ir a la cocina y tomar algo. Había dejado un vaso sin lavar en la mesa. Era el de Ana. Sobraba un poco de limonada en su vaso y me la terminé, esperando hallar en los bordes del vidrio algún sabor a los labios de Ana pero nada.
Regresé a la sala. El hombre había sacado un maletín de cuero negro del interior de mi televisor y se estaba sacudiendo el traje. Entonces me vio y me saludó cortésmente como si me conociera de toda la vida. Me preguntó sobre el lugar al que tenía que dirigirse y yo le dije que no tenía ni la menor idea, pero que bien podría darle algunas indicaciones. Este hecho me fastidió un poco porque yo no había planeado salir de casa ese viernes y sin embargo ahora iba a tener que hacerlo. Tampoco había esperado lo del hombre saliendo del televisor, pero me imagino que esa clase de cosas suceden a menudo. No tanto las personas saliendo de los aparatos electrónicos pero sí los sucesos imprevistos.
Me peiné, me puse un suéter y le dije al hombre que me acompañara. Él estaba sonriente y a mi me chocaba eso, su sonrisa estúpida y cortés. En el fondo lo que más me exasperaba era que había arruinado mi hogareña rutina del viernes. Bajamos las escaleras del edificio. Olía a humedad, y de la calle llegaba el aroma de la tierra mojada. A las puertas del lugar estaba don Luis.
—¿Cómo ve, don Luis? Apareció otro —le dije.
—Ah caray, ¿y ora qué?
—Hay que pedirle un taxi.
Don Luis, el hombre y yo salimos a la calle y paramos un taxi que pasó oportunamente por ahí. Llovía como si se estuviera deshaciendo el cielo. Lamenté haber tomado un baño antes y no después de todo esto, pues a final de cuentas iba a tener que bañarme otra vez para no enfermarme. Estreché la mano del hombre de traje gris por primera y última vez y el taxi se fue. Nunca supe a dónde iba. Don Luis me dio unas palmaditas en el hombro una vez que llegamos al interior del edificio.
—¿Y vas a dejar que siga saliendo gente así nomás? —me preguntó don Luis, un tanto burlesco.
—Sí, supongo —repliqué fastidiado—, mientras no me mate alguno está bien.
Don Luis me estaba invitando a jugar al dominó pero rechacé su oferta porque ya le debía mucho dinero. Subí las escaleras y se me erizaron los vellos del cuerpo por el frío. Me metí a la casa, olisqueé el vaso de Ana y lo lavé. La extrañé de repente y me dieron ganas de llorar un poco. Entré a la sala, me senté en el sofá y me quedé mirando fijamente la televisión. Todavía me acuerdo del día en que Ana salió de ahí.
7 comentarios:
ok como no quiero que la maldición del Pacífico sur caiga sobre mi, mejor comento jaja
Me parece Sr.R que su texto esta
realmente sorprendente. Me agradó
bastante. :)
Nunca me hubiera imaginado el final, esta genial!De veras que me sorprendes =O
Este texto está bien..cómo decirlo?
no puedo usar la palabra viajado, no sé, la neta tu texto me dehjó con un sabor de boca genial, la rola de durutti column va perfecta, me encantó la atmosfera que creó la música, tu texto con esa música queda perfecto, pareciera que lo hicieron para ti.
Me gustó muchisímo.
orale me gusto muchisimo esta historia.
el final de lujo, inesperado, quien creria que ella tambien era del mismo lugar.
muy viajado eso si....
orale we,esta demasiado extraño,pero en buena forma,me gusto la forma que le diste a la historia,tambien que ana fuera del mismo proceder de don luis,estubo chido.
saludos
si si...me imajino este clase de documentos plasmados frente a los ojos laguenses que hoy existen....
animo compa!
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jajajaja roman!!
mandame uno poor ahi para salga de la mia .. o qe ?
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