(La venadita - Las Ánimas)
Comenzaba a hacer mucho calor en Junio. La calle H. era toda polvo y murmullos, cigarras escandalosas y una nube densa. Sólo estaba ahí la tierra, un gran muro de ladrillos desnudos de un lado y un paraje seco y áspero del otro. La calle H. nunca lleva a nadie a ninguna parte, y menos a las doce del mediodía. Al final del tramo de tierra desnuda hay sembradíos que dormitan a la espera de las lluvias. Al principio del mismo tramo de tierra desnuda hay casas, vecindades, adobe antiquísimo. Si uno voltea al cielo sólo verá azul celeste y el resplandor de un sol que no perdona. Las cigarras aturden.
A veces pasa gente. Algún anciano en bicicleta con un cigarro arroja un fósforo muerto a la nube de polvo que va dejando atrás. La huella de las llantas parece un recuerdo de una serpiente que no sabía reptar. El viejo suda y su vehículo deja un sonido que no hace eco en la pared de ladrillos desnudos. Podrían pasar cien ancianos fumadores en bicicleta cada día, pero no quedaría rastro de ellos, porque la huella de las llantas se borraría con los segundos y con el viento. Los fósforos asesinados son rápidamente tragados por la tierra, como fósiles. El anciano se para en una tienda (una tienda como oasis en medio del tramo terregoso) y compra un refresco. Escupe, prende otro cigarro, se escuchan sus risas. Luego sigue su camino a la ciudad, dejando atrás los sembradíos aletargados y tantos detalles, como el sol.
Pasa un grupo de niños, un grupo de diez niños que caminan alegremente y bromean. Arrojan piedras al muro y al paraje seco y áspero que les queda del otro lado. Se escuchan risas, como las del viejo, pero mucho más jóvenes, más nuevas. Como si se estrenaran sus gargantas. Poco importa el sol o lo demás. No se sabe a ciencia cierta a dónde se dirigen, pero sí de donde vienen. Salieron de una de las vecindades que están al principio de la calle H. (Una calle como la calle H. en realidad no tiene principio ni fin, forma ni fondo, direcciones o señalamientos. Es sólo un tramo largo de tierra perdida y olvidada que a casi nadie le interesa). Uno de los niños lleva entre los pies un balón que a duras penas puede llevar ese nombre, a duras penas puede ser pateado. Pero a ellos no les importa. Nada les importa. Quizás sólo el paraje aún verde que se ve a lo lejos, allá al principio (o fin) de la calle H. junto a los sembradíos dormidos, ideal para jugar al futbol.
Chuy piensa en lo que el paisaje le ofrece como algo lógico. No pasan automóviles, no pasa gente, hay que calentar el cuerpo antes de jugar porque después los huesos duelen, o los músculos. Toma el balón, lo patea, lo persigue, algunos lo acompañan. Se mueven entre la nube de polvo con habilidad, el balón rebota como puede en el muro de ladrillos inverosímiles. Hay risas, bocas abiertas que tragan polvo sin querer, Chuy juega. Tuvo una buena idea. Alguien patea el balón con fuerza y se estampa en el rostro de Chuy y sus mejillas se llenan de sangre y sus labios de rabia. Las cejas se tensan, Chuy corre, toma el balón y lo patea hacia el firmamento. Bien pudo devolver el favor y disparar la pelota en la cara de alguien, o en la entrepierna de alguien, pero una extraña euforia lo convenció de que lo mejor era que el balón estuviera lejos, muy lejos. Como si no hubiera sido obra de un humano sino del balón mismo. El balón cayó detrás del muro de ladrillos. Nadie pensó siquiera en brincarse y correr el riesgo de ser atrapado. Había otros asuntos más importantes qué resolver. Unos instantes después, todos estaban encima de Chuy, puño tras patada, pisotones y rasguños. Piedras, palos, polvo, mucho polvo. Chuy llora.
Vio desde lejos la nube de polvo que se expandía y se lo tragaba todo. Algo lo animó a investigar qué estaba sucediendo. Tal vez fue el ocio o el calor seco que aplastaba. Nunca había pasado por estos lugares y no sabía en realidad por qué estaba ahí. Caminó. Le llamó la atención el estado inmaculado del muro de ladrillos. Esperaba encontrar graffiti o simples rayones, pero nada. Pensaba en las lluvias que vendrían y miró al paraje seco y áspero, suspirando. La nube de polvo se lo fue comiendo junto con el griterío de los niños. Un alboroto total, localizó a la víctima sin haberla visto. Chingas a tu madre Chuy, pinche pendejo. Los vio a todos mientras tosía por la tierra levantada, la tierra en el aire. Sintió que todo eso no le importaba, pero quiso ayudar a Chuy. Los demás niños se extrañaron al verlo, ahogaron su furia. El frenesí de violencia, golpes y escupitajos paró en seco. El joven levantó a Chuy y preguntó donde vivía.
Uno de los niños más chicos del grupo se ofreció a acompañar al muchacho, olvidando que él también había repartido sendas patadas. Dieron media vuelta y caminaron de regreso a las vecindades, al principio de la calle H. Chuy se quejaba y se retorcía, como si no quisiera que el joven lo cargara, pero terminó cediendo. No tenía otra opción, a fin de cuentas. Chuy no podía bajarse y enfrentarse al sol y al polvo él solo. No, no podía, y menos clavando las manos en la tierra y encontrando cerillos usados y gargajos de ancianos. El otro niño, el pequeño guía, parecía contento, como brincando.
-¿Eres primo de Chuy?- preguntó el niño.
-No.
-¿Hermano?
-No- respondió el joven.
-¿Entonces?
-No sé…
Los pasos del guía eran pequeños y apresurados. Llevaba unos zapatos negros ya blanquecinos por el uso y una cara que evidenciaba una curiosa incertidumbre. El muchacho, por su parte, no sabía en realidad qué era lo que estaba sucediendo. Chuy tenía heridas por todo el cuerpo y algunas sangraban. Sus ojos comenzaban a hincharse y balbuceaba, algunas lágrimas salían por entre sus párpados. Sollozó. Las cigarras no dejaban de lanzar su agudo tormento.
-¿Por qué le pegaban?
-Por pendejo- dijo el niño.
Los demás niños ya empezaban la labor de recuperación del balón. Eso implicaba saltarse el muro usando sus manos ensangrentadas. Pero los niños ya habían quedado muy atrás de la nube de polvo y ahora la cuestión era encontrar la casa de Chuy. Uno tiene que concentrarse muy bien para no perder el hilo de cualquier situación bajo el yugo del sol y entre la espesa nube de tierra volátil.
-¿Y tú como te llamas?- preguntó el joven.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Me llamo Israel, ¿y tú?- dijo el niño.
-Omar. ¿Falta mucho?
-No, es aquí luego luego.
Chuy estaba pesado y el sol peor. Omar sudaba, Israel caminaba de prisa y a ratos se quejaba. Decía que se había lastimado el pie. Parecía haber cientos de fósforos usados sobre el camino, con cada paso que daba Omar salían a la luz los pequeños fragmentos de madera con cabecitas negras.
-Yo no le pegué mucho- dijo Israel.
-¿Por qué no?
-Es más grande que yo.
Se subieron a la acera, la tierra suelta fue desapareciendo a favor del empedrado. Muchas casas de ladrillos toscos sin acabado, puertas negras abiertas. Omar comenzó a preguntarse por qué estaba haciendo todo eso, lo de cargar a un niño desconocido y llevarlo hasta su casa. Su actuar era plenamente cuestionable.
-Yo le pegué sin querer con el balón- dijo Israel.
Abrieron una puerta negra y bajaron las escaleras. La vecindad parecía un laberinto de colores vivos y voces apagadas. Era increíble la quietud, como si no viviera nadie ahí. Muchos lazos para tender ropa, juguetes en el suelo y charcos. Había entrado a un agujero en la tierra, un agujero con casas y vista a un cielo delimitado por bordes de azotea y pájaros ocasionales. A Omar le dieron ganas de dejar ahí a Chuy y salir y desafanarse de todo el asunto. Sintió escalofríos por la aparente soledad y el abandono de la vecindad, como si fuera un lugar de mala fortuna. Pero no lo hizo, no soltó a nadie. Caminaron hacia la izquierda, luego a la derecha, al fondo. Parecía refugio de fantasmas, Israel estaba sollozando.
-¿Por qué lloras?- preguntó Omar.
-No me van a creer que fue sin querer.
Tocaron una puerta pintada de café. La pared era verde limón. Israel se desplomó, se sentó en el suelo amarillo y azul y escondió la cabeza entre las rodillas. Lloró. Hubo un lapso de lúgubre quietud, como de urbanidad recóndita. Así como si no hubiese afuera una larguísima calle abandonada y polvorienta. Como si en las cercanías no hubiera prados sedientos y medio muertos. Una chica abrió la puerta y observó a Omar con Chuy en brazos.
-¿Eres su hermana?
-Sí, ¿qué le pasó, qué le hicieron?
-Le pegaron unos niños.
Ella arregló una cama y ahí pusieron a Chuy. Se quedó dormido. Ella y Omar platicaron en el patio. Israel escuchaba atentamente, limpiándose las lágrimas.
-¿Por qué ayudaste a Chuy?
-No sé, yo iba pasando por ahí.
-¿Israel también le pegó?- preguntó ella.
El silencio se comía todo el ambiente. Había un extraño eco que resonaba en las paredes de colores, pero se esfumaba rápidamente. Volvía el silencio, algún televisior prendido pero en volumen muy bajo, ruidos como en off. Omar miró a los ojos de la chica y luego a los de Israel. Ella lucía extrañada, el niño se veía nervioso.
-No, Israel no le pegó.
El niño sonrió y se fue corriendo. Omar vio el par de ojos expectantes de la chica y hubiera querido explicarle que todo era una gran casualidad, una irreparable coincidencia. Ella no habría entendido de todas maneras. Sintieron un extraño mariposeo. Ambos. Omar tuvo que verse en la necesidad de invitarla a salir varias veces para poder explicarle a detalle cómo había pasado todo. Aún hoy, cuando se han acumulado ya cientos de fósforos apagados en la calle H. es difícil desmenuzar las coincidencias. Hoy, cuando ya las lluvias han pasado y el paraje que antes era árido ahora se muestra verdoso y lleno de vida, les resulta complicado a ambos comprender toda esa serie de casualidades que han venido a sellarse con un beso. Un beso en medio de alguna calle oscura, lejos ya del muro de ladrillos desnudos, de las cigarras, y de los viejos que fuman y asesinan fósforos.
A veces pasa gente. Algún anciano en bicicleta con un cigarro arroja un fósforo muerto a la nube de polvo que va dejando atrás. La huella de las llantas parece un recuerdo de una serpiente que no sabía reptar. El viejo suda y su vehículo deja un sonido que no hace eco en la pared de ladrillos desnudos. Podrían pasar cien ancianos fumadores en bicicleta cada día, pero no quedaría rastro de ellos, porque la huella de las llantas se borraría con los segundos y con el viento. Los fósforos asesinados son rápidamente tragados por la tierra, como fósiles. El anciano se para en una tienda (una tienda como oasis en medio del tramo terregoso) y compra un refresco. Escupe, prende otro cigarro, se escuchan sus risas. Luego sigue su camino a la ciudad, dejando atrás los sembradíos aletargados y tantos detalles, como el sol.
Pasa un grupo de niños, un grupo de diez niños que caminan alegremente y bromean. Arrojan piedras al muro y al paraje seco y áspero que les queda del otro lado. Se escuchan risas, como las del viejo, pero mucho más jóvenes, más nuevas. Como si se estrenaran sus gargantas. Poco importa el sol o lo demás. No se sabe a ciencia cierta a dónde se dirigen, pero sí de donde vienen. Salieron de una de las vecindades que están al principio de la calle H. (Una calle como la calle H. en realidad no tiene principio ni fin, forma ni fondo, direcciones o señalamientos. Es sólo un tramo largo de tierra perdida y olvidada que a casi nadie le interesa). Uno de los niños lleva entre los pies un balón que a duras penas puede llevar ese nombre, a duras penas puede ser pateado. Pero a ellos no les importa. Nada les importa. Quizás sólo el paraje aún verde que se ve a lo lejos, allá al principio (o fin) de la calle H. junto a los sembradíos dormidos, ideal para jugar al futbol.
Chuy piensa en lo que el paisaje le ofrece como algo lógico. No pasan automóviles, no pasa gente, hay que calentar el cuerpo antes de jugar porque después los huesos duelen, o los músculos. Toma el balón, lo patea, lo persigue, algunos lo acompañan. Se mueven entre la nube de polvo con habilidad, el balón rebota como puede en el muro de ladrillos inverosímiles. Hay risas, bocas abiertas que tragan polvo sin querer, Chuy juega. Tuvo una buena idea. Alguien patea el balón con fuerza y se estampa en el rostro de Chuy y sus mejillas se llenan de sangre y sus labios de rabia. Las cejas se tensan, Chuy corre, toma el balón y lo patea hacia el firmamento. Bien pudo devolver el favor y disparar la pelota en la cara de alguien, o en la entrepierna de alguien, pero una extraña euforia lo convenció de que lo mejor era que el balón estuviera lejos, muy lejos. Como si no hubiera sido obra de un humano sino del balón mismo. El balón cayó detrás del muro de ladrillos. Nadie pensó siquiera en brincarse y correr el riesgo de ser atrapado. Había otros asuntos más importantes qué resolver. Unos instantes después, todos estaban encima de Chuy, puño tras patada, pisotones y rasguños. Piedras, palos, polvo, mucho polvo. Chuy llora.
Vio desde lejos la nube de polvo que se expandía y se lo tragaba todo. Algo lo animó a investigar qué estaba sucediendo. Tal vez fue el ocio o el calor seco que aplastaba. Nunca había pasado por estos lugares y no sabía en realidad por qué estaba ahí. Caminó. Le llamó la atención el estado inmaculado del muro de ladrillos. Esperaba encontrar graffiti o simples rayones, pero nada. Pensaba en las lluvias que vendrían y miró al paraje seco y áspero, suspirando. La nube de polvo se lo fue comiendo junto con el griterío de los niños. Un alboroto total, localizó a la víctima sin haberla visto. Chingas a tu madre Chuy, pinche pendejo. Los vio a todos mientras tosía por la tierra levantada, la tierra en el aire. Sintió que todo eso no le importaba, pero quiso ayudar a Chuy. Los demás niños se extrañaron al verlo, ahogaron su furia. El frenesí de violencia, golpes y escupitajos paró en seco. El joven levantó a Chuy y preguntó donde vivía.
Uno de los niños más chicos del grupo se ofreció a acompañar al muchacho, olvidando que él también había repartido sendas patadas. Dieron media vuelta y caminaron de regreso a las vecindades, al principio de la calle H. Chuy se quejaba y se retorcía, como si no quisiera que el joven lo cargara, pero terminó cediendo. No tenía otra opción, a fin de cuentas. Chuy no podía bajarse y enfrentarse al sol y al polvo él solo. No, no podía, y menos clavando las manos en la tierra y encontrando cerillos usados y gargajos de ancianos. El otro niño, el pequeño guía, parecía contento, como brincando.
-¿Eres primo de Chuy?- preguntó el niño.
-No.
-¿Hermano?
-No- respondió el joven.
-¿Entonces?
-No sé…
Los pasos del guía eran pequeños y apresurados. Llevaba unos zapatos negros ya blanquecinos por el uso y una cara que evidenciaba una curiosa incertidumbre. El muchacho, por su parte, no sabía en realidad qué era lo que estaba sucediendo. Chuy tenía heridas por todo el cuerpo y algunas sangraban. Sus ojos comenzaban a hincharse y balbuceaba, algunas lágrimas salían por entre sus párpados. Sollozó. Las cigarras no dejaban de lanzar su agudo tormento.
-¿Por qué le pegaban?
-Por pendejo- dijo el niño.
Los demás niños ya empezaban la labor de recuperación del balón. Eso implicaba saltarse el muro usando sus manos ensangrentadas. Pero los niños ya habían quedado muy atrás de la nube de polvo y ahora la cuestión era encontrar la casa de Chuy. Uno tiene que concentrarse muy bien para no perder el hilo de cualquier situación bajo el yugo del sol y entre la espesa nube de tierra volátil.
-¿Y tú como te llamas?- preguntó el joven.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Me llamo Israel, ¿y tú?- dijo el niño.
-Omar. ¿Falta mucho?
-No, es aquí luego luego.
Chuy estaba pesado y el sol peor. Omar sudaba, Israel caminaba de prisa y a ratos se quejaba. Decía que se había lastimado el pie. Parecía haber cientos de fósforos usados sobre el camino, con cada paso que daba Omar salían a la luz los pequeños fragmentos de madera con cabecitas negras.
-Yo no le pegué mucho- dijo Israel.
-¿Por qué no?
-Es más grande que yo.
Se subieron a la acera, la tierra suelta fue desapareciendo a favor del empedrado. Muchas casas de ladrillos toscos sin acabado, puertas negras abiertas. Omar comenzó a preguntarse por qué estaba haciendo todo eso, lo de cargar a un niño desconocido y llevarlo hasta su casa. Su actuar era plenamente cuestionable.
-Yo le pegué sin querer con el balón- dijo Israel.
Abrieron una puerta negra y bajaron las escaleras. La vecindad parecía un laberinto de colores vivos y voces apagadas. Era increíble la quietud, como si no viviera nadie ahí. Muchos lazos para tender ropa, juguetes en el suelo y charcos. Había entrado a un agujero en la tierra, un agujero con casas y vista a un cielo delimitado por bordes de azotea y pájaros ocasionales. A Omar le dieron ganas de dejar ahí a Chuy y salir y desafanarse de todo el asunto. Sintió escalofríos por la aparente soledad y el abandono de la vecindad, como si fuera un lugar de mala fortuna. Pero no lo hizo, no soltó a nadie. Caminaron hacia la izquierda, luego a la derecha, al fondo. Parecía refugio de fantasmas, Israel estaba sollozando.
-¿Por qué lloras?- preguntó Omar.
-No me van a creer que fue sin querer.
Tocaron una puerta pintada de café. La pared era verde limón. Israel se desplomó, se sentó en el suelo amarillo y azul y escondió la cabeza entre las rodillas. Lloró. Hubo un lapso de lúgubre quietud, como de urbanidad recóndita. Así como si no hubiese afuera una larguísima calle abandonada y polvorienta. Como si en las cercanías no hubiera prados sedientos y medio muertos. Una chica abrió la puerta y observó a Omar con Chuy en brazos.
-¿Eres su hermana?
-Sí, ¿qué le pasó, qué le hicieron?
-Le pegaron unos niños.
Ella arregló una cama y ahí pusieron a Chuy. Se quedó dormido. Ella y Omar platicaron en el patio. Israel escuchaba atentamente, limpiándose las lágrimas.
-¿Por qué ayudaste a Chuy?
-No sé, yo iba pasando por ahí.
-¿Israel también le pegó?- preguntó ella.
El silencio se comía todo el ambiente. Había un extraño eco que resonaba en las paredes de colores, pero se esfumaba rápidamente. Volvía el silencio, algún televisior prendido pero en volumen muy bajo, ruidos como en off. Omar miró a los ojos de la chica y luego a los de Israel. Ella lucía extrañada, el niño se veía nervioso.
-No, Israel no le pegó.
El niño sonrió y se fue corriendo. Omar vio el par de ojos expectantes de la chica y hubiera querido explicarle que todo era una gran casualidad, una irreparable coincidencia. Ella no habría entendido de todas maneras. Sintieron un extraño mariposeo. Ambos. Omar tuvo que verse en la necesidad de invitarla a salir varias veces para poder explicarle a detalle cómo había pasado todo. Aún hoy, cuando se han acumulado ya cientos de fósforos apagados en la calle H. es difícil desmenuzar las coincidencias. Hoy, cuando ya las lluvias han pasado y el paraje que antes era árido ahora se muestra verdoso y lleno de vida, les resulta complicado a ambos comprender toda esa serie de casualidades que han venido a sellarse con un beso. Un beso en medio de alguna calle oscura, lejos ya del muro de ladrillos desnudos, de las cigarras, y de los viejos que fuman y asesinan fósforos.
6 comentarios:
tzz vecino!
ia vi su futuro
jaja
abre sido la primera persona que leyo?
me imagino q sabe kien soy
cuando me referi a usted diciendo
!vecino!
Me gustó mucho Rocalfo.
No pensé que fuese a tener ese final. Ni me imaginaba otra cosa...
(:
Oh! Lo olvidaba...
Gangi þér vel
(:
.
mán, no sé ni por donde empezar.
La venadita de las ánimas! ese disco, ese lugar del que hablas es el indicado y perfecto para escucharse todo el kahlo de las ánmias!! tu historia me hizo sentir como uno de esos niños, como uno de esa vecindad, y me regresó a muchos recuerdso de la infanca, ya que yo frecuentaba lugares así, simplemente perfecto y cabronsísimo, si no hubiera salido a comprar películas y hubiera visto esto antes que Tania, te lo reseñaba, aunque qui sabe!, chance y nomás reseñaba como tuve que repetir pinchemil veces la venadita de la emoción.
Muito bom seu blog, estou seguindo-o!
Caso goste do meu também, fique a vontade pra seguí-lo também.
http://loreniitaahh.blogspot.com/
Um abração carioca,
LL
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