domingo, 31 de enero de 2010

Susurro


La persiana estaba entreabierta y por eso pasaron las líneas de luz. En el aire flotaba el polvo que no era otra cosa más que nuestra piel muerta y revuelta. Y pensar que yo aún tenía que levantarme, darme una ducha y salirme. Me escabullí entre las sábanas tratando de no despertarte. Hubo luna y caricias anoche, pero eso ya no existe, hoy ya es otro día y lo que vivimos ya no es. Yo jamás lo habría podido imaginar, sin embargo se dio la oportunidad y la usé, la tomé sin pensar en el mañana, o sea, en lo que me caía justo ahora en forma de gotas saliendo de una regadera. Hay vapor. El ruido no te despierta.

Pensé en las explicaciones mientras me vestía. A nadie rindo cuentas, y sin embargo me sentía mal, un papel debajo de la conciencia como piedra. Roncabas. Tomé todas mis cosas, que no eran muchas, y me fui. Salí del hotel temprano por la mañana. La noche anterior había llegado por un motivo más fuerte que yo. Tú. Tal vez seguías roncando.

Siempre me gustó que me llamaras por mi nombre. Anoche que lo gritaste en la calle voltearon otras Marianas ajenas. No sé por qué había tantas Marianas ayer frente al café. No me importa. También lo gritaste en el cuarto y quién sabe si habría más Marianas detrás de las paredes. Siempre me gustó, repito, que me llamaras por mi nombre. Pero luego te gustó otro nombre. Te gustó Ana. Ojala que Ana nunca se entere de todo esto. Es mi mejor amiga.

sábado, 23 de enero de 2010

La polvareda



(La venadita - Las Ánimas)

Comenzaba a hacer mucho calor en Junio. La calle H. era toda polvo y murmullos, cigarras escandalosas y una nube densa. Sólo estaba ahí la tierra, un gran muro de ladrillos desnudos de un lado y un paraje seco y áspero del otro. La calle H. nunca lleva a nadie a ninguna parte, y menos a las doce del mediodía. Al final del tramo de tierra desnuda hay sembradíos que dormitan a la espera de las lluvias. Al principio del mismo tramo de tierra desnuda hay casas, vecindades, adobe antiquísimo. Si uno voltea al cielo sólo verá azul celeste y el resplandor de un sol que no perdona. Las cigarras aturden.

A veces pasa gente. Algún anciano en bicicleta con un cigarro arroja un fósforo muerto a la nube de polvo que va dejando atrás. La huella de las llantas parece un recuerdo de una serpiente que no sabía reptar. El viejo suda y su vehículo deja un sonido que no hace eco en la pared de ladrillos desnudos. Podrían pasar cien ancianos fumadores en bicicleta cada día, pero no quedaría rastro de ellos, porque la huella de las llantas se borraría con los segundos y con el viento. Los fósforos asesinados son rápidamente tragados por la tierra, como fósiles. El anciano se para en una tienda (una tienda como oasis en medio del tramo terregoso) y compra un refresco. Escupe, prende otro cigarro, se escuchan sus risas. Luego sigue su camino a la ciudad, dejando atrás los sembradíos aletargados y tantos detalles, como el sol.

Pasa un grupo de niños, un grupo de diez niños que caminan alegremente y bromean. Arrojan piedras al muro y al paraje seco y áspero que les queda del otro lado. Se escuchan risas, como las del viejo, pero mucho más jóvenes, más nuevas. Como si se estrenaran sus gargantas. Poco importa el sol o lo demás. No se sabe a ciencia cierta a dónde se dirigen, pero sí de donde vienen. Salieron de una de las vecindades que están al principio de la calle H. (Una calle como la calle H. en realidad no tiene principio ni fin, forma ni fondo, direcciones o señalamientos. Es sólo un tramo largo de tierra perdida y olvidada que a casi nadie le interesa). Uno de los niños lleva entre los pies un balón que a duras penas puede llevar ese nombre, a duras penas puede ser pateado. Pero a ellos no les importa. Nada les importa. Quizás sólo el paraje aún verde que se ve a lo lejos, allá al principio (o fin) de la calle H. junto a los sembradíos dormidos, ideal para jugar al futbol.

Chuy piensa en lo que el paisaje le ofrece como algo lógico. No pasan automóviles, no pasa gente, hay que calentar el cuerpo antes de jugar porque después los huesos duelen, o los músculos. Toma el balón, lo patea, lo persigue, algunos lo acompañan. Se mueven entre la nube de polvo con habilidad, el balón rebota como puede en el muro de ladrillos inverosímiles. Hay risas, bocas abiertas que tragan polvo sin querer, Chuy juega. Tuvo una buena idea. Alguien patea el balón con fuerza y se estampa en el rostro de Chuy y sus mejillas se llenan de sangre y sus labios de rabia. Las cejas se tensan, Chuy corre, toma el balón y lo patea hacia el firmamento. Bien pudo devolver el favor y disparar la pelota en la cara de alguien, o en la entrepierna de alguien, pero una extraña euforia lo convenció de que lo mejor era que el balón estuviera lejos, muy lejos. Como si no hubiera sido obra de un humano sino del balón mismo. El balón cayó detrás del muro de ladrillos. Nadie pensó siquiera en brincarse y correr el riesgo de ser atrapado. Había otros asuntos más importantes qué resolver. Unos instantes después, todos estaban encima de Chuy, puño tras patada, pisotones y rasguños. Piedras, palos, polvo, mucho polvo. Chuy llora.

Vio desde lejos la nube de polvo que se expandía y se lo tragaba todo. Algo lo animó a investigar qué estaba sucediendo. Tal vez fue el ocio o el calor seco que aplastaba. Nunca había pasado por estos lugares y no sabía en realidad por qué estaba ahí. Caminó. Le llamó la atención el estado inmaculado del muro de ladrillos. Esperaba encontrar graffiti o simples rayones, pero nada. Pensaba en las lluvias que vendrían y miró al paraje seco y áspero, suspirando. La nube de polvo se lo fue comiendo junto con el griterío de los niños. Un alboroto total, localizó a la víctima sin haberla visto. Chingas a tu madre Chuy, pinche pendejo. Los vio a todos mientras tosía por la tierra levantada, la tierra en el aire. Sintió que todo eso no le importaba, pero quiso ayudar a Chuy. Los demás niños se extrañaron al verlo, ahogaron su furia. El frenesí de violencia, golpes y escupitajos paró en seco. El joven levantó a Chuy y preguntó donde vivía.

Uno de los niños más chicos del grupo se ofreció a acompañar al muchacho, olvidando que él también había repartido sendas patadas. Dieron media vuelta y caminaron de regreso a las vecindades, al principio de la calle H. Chuy se quejaba y se retorcía, como si no quisiera que el joven lo cargara, pero terminó cediendo. No tenía otra opción, a fin de cuentas. Chuy no podía bajarse y enfrentarse al sol y al polvo él solo. No, no podía, y menos clavando las manos en la tierra y encontrando cerillos usados y gargajos de ancianos. El otro niño, el pequeño guía, parecía contento, como brincando.

-¿Eres primo de Chuy?- preguntó el niño.
-No.
-¿Hermano?
-No- respondió el joven.
-¿Entonces?
-No sé…

Los pasos del guía eran pequeños y apresurados. Llevaba unos zapatos negros ya blanquecinos por el uso y una cara que evidenciaba una curiosa incertidumbre. El muchacho, por su parte, no sabía en realidad qué era lo que estaba sucediendo. Chuy tenía heridas por todo el cuerpo y algunas sangraban. Sus ojos comenzaban a hincharse y balbuceaba, algunas lágrimas salían por entre sus párpados. Sollozó. Las cigarras no dejaban de lanzar su agudo tormento.

-¿Por qué le pegaban?
-Por pendejo- dijo el niño.

Los demás niños ya empezaban la labor de recuperación del balón. Eso implicaba saltarse el muro usando sus manos ensangrentadas. Pero los niños ya habían quedado muy atrás de la nube de polvo y ahora la cuestión era encontrar la casa de Chuy. Uno tiene que concentrarse muy bien para no perder el hilo de cualquier situación bajo el yugo del sol y entre la espesa nube de tierra volátil.

-¿Y tú como te llamas?- preguntó el joven.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Me llamo Israel, ¿y tú?- dijo el niño.
-Omar. ¿Falta mucho?
-No, es aquí luego luego.

Chuy estaba pesado y el sol peor. Omar sudaba, Israel caminaba de prisa y a ratos se quejaba. Decía que se había lastimado el pie. Parecía haber cientos de fósforos usados sobre el camino, con cada paso que daba Omar salían a la luz los pequeños fragmentos de madera con cabecitas negras.

-Yo no le pegué mucho- dijo Israel.
-¿Por qué no?
-Es más grande que yo.

Se subieron a la acera, la tierra suelta fue desapareciendo a favor del empedrado. Muchas casas de ladrillos toscos sin acabado, puertas negras abiertas. Omar comenzó a preguntarse por qué estaba haciendo todo eso, lo de cargar a un niño desconocido y llevarlo hasta su casa. Su actuar era plenamente cuestionable.

-Yo le pegué sin querer con el balón- dijo Israel.

Abrieron una puerta negra y bajaron las escaleras. La vecindad parecía un laberinto de colores vivos y voces apagadas. Era increíble la quietud, como si no viviera nadie ahí. Muchos lazos para tender ropa, juguetes en el suelo y charcos. Había entrado a un agujero en la tierra, un agujero con casas y vista a un cielo delimitado por bordes de azotea y pájaros ocasionales. A Omar le dieron ganas de dejar ahí a Chuy y salir y desafanarse de todo el asunto. Sintió escalofríos por la aparente soledad y el abandono de la vecindad, como si fuera un lugar de mala fortuna. Pero no lo hizo, no soltó a nadie. Caminaron hacia la izquierda, luego a la derecha, al fondo. Parecía refugio de fantasmas, Israel estaba sollozando.

-¿Por qué lloras?- preguntó Omar.
-No me van a creer que fue sin querer.

Tocaron una puerta pintada de café. La pared era verde limón. Israel se desplomó, se sentó en el suelo amarillo y azul y escondió la cabeza entre las rodillas. Lloró. Hubo un lapso de lúgubre quietud, como de urbanidad recóndita. Así como si no hubiese afuera una larguísima calle abandonada y polvorienta. Como si en las cercanías no hubiera prados sedientos y medio muertos. Una chica abrió la puerta y observó a Omar con Chuy en brazos.

-¿Eres su hermana?
-Sí, ¿qué le pasó, qué le hicieron?
-Le pegaron unos niños.

Ella arregló una cama y ahí pusieron a Chuy. Se quedó dormido. Ella y Omar platicaron en el patio. Israel escuchaba atentamente, limpiándose las lágrimas.

-¿Por qué ayudaste a Chuy?
-No sé, yo iba pasando por ahí.
-¿Israel también le pegó?- preguntó ella.

El silencio se comía todo el ambiente. Había un extraño eco que resonaba en las paredes de colores, pero se esfumaba rápidamente. Volvía el silencio, algún televisior prendido pero en volumen muy bajo, ruidos como en off. Omar miró a los ojos de la chica y luego a los de Israel. Ella lucía extrañada, el niño se veía nervioso.

-No, Israel no le pegó.

El niño sonrió y se fue corriendo. Omar vio el par de ojos expectantes de la chica y hubiera querido explicarle que todo era una gran casualidad, una irreparable coincidencia. Ella no habría entendido de todas maneras. Sintieron un extraño mariposeo. Ambos. Omar tuvo que verse en la necesidad de invitarla a salir varias veces para poder explicarle a detalle cómo había pasado todo. Aún hoy, cuando se han acumulado ya cientos de fósforos apagados en la calle H. es difícil desmenuzar las coincidencias. Hoy, cuando ya las lluvias han pasado y el paraje que antes era árido ahora se muestra verdoso y lleno de vida, les resulta complicado a ambos comprender toda esa serie de casualidades que han venido a sellarse con un beso. Un beso en medio de alguna calle oscura, lejos ya del muro de ladrillos desnudos, de las cigarras, y de los viejos que fuman y asesinan fósforos.

martes, 19 de enero de 2010

El verdadero silencio


He salido a la calle sólo para ver el cielo, porque me dijeron que llovería, y pienso en la libreta. Bueno, aquí en la calle no hay mucho qué ver, puedo decir que soy la única persona deambulando por esta banqueta y es verdad, es algo que no me molesta. Siento una extraña sensación en el cuerpo, y es que jamás pensé que su libreta podría perderse. ¿Ahora qué voy a hacer? ¿En donde la dejé? ¿Qué hice con ella? Estaba seguro de haber revisado minuciosamente cada rincón de mi habitación. Pero había un hueco extraño en mi memoria, un arrebato de olvido repentino, ya no me acordaba de mi vida. El viento presagiaba la tormenta y la melancolía, y el cielo gris me aplastaba. No sé hacia donde estoy yendo. No por ahora.

Ella me entregó esa libreta roja en una cálida mañana de Julio. Me pidió que le escribiera cuantos poemas se me ocurrieran. Antes de que llegara ella con su cuaderno yo no era poeta, porque no tenía a nadie a quién escribirle poemas. No me apetecía escribirle poemas al aire, a la vida, a la patria. Pero cuando la ví sonriente, coqueta, con la libreta en mano, cambié. Accedí. Me lo tomé demasiado en serio la primera ocasión. Busqué un parque tranquilo y solitario, me senté en una banca y no pude escribir ni una línea. Tuvieron que pasar unas dos semanas para poder escribir un primer verso. A partir de ese momento, no paré. Dos, tres versos diarios, estrofas completas. No éramos los mejores amigos, ella era solamente una especie de clienta. Y yo he perdido la maldita libreta roja. Lo que es peor, me he dado cuenta de ello en una gélida tarde de Enero. No puedo sentirme más miserable. Enero es desgraciado por su clima, me encanta el frío pero no ahora. ¿Ahora qué voy a hacer?

Me cae una gota en la cara, entre la nariz y el ojo izquierdo. Volteo a ver el cielo y pido en silencio que llueva con fuerza, y lo pido por favor. No llevo chamarra, ni suéter. Voy con los brazos descubiertos, en la calle deben de pensar que estoy loco. Pero en la calle no hay nadie, sólo la estúpida libreta ausente y yo angustiado. Camino a ninguna parte. El cielo gris se oscurece, deben ser como las seis de la tarde. Recuerdo un verso que le escribí. Hablaba sobre una sombra tímida que observaba a una mujer mientras se desvestía cada noche. Siempre pensé que ese poema le parecería demasiado pretencioso, porque después de todo yo sólo era un proveedor y ella sólo mi clienta, una musa formal. Todo debía ser tan profesional, ella sólo lo leería para provocarse quien sabe cuáles emociones. Eso era lo que me gustaba pensar, pero en el fondo tenía otra motivación. Nunca estuve seguro, nunca supe si yo le gustaba o le resultaba atractivo, nunca supe qué fue lo que la orilló a pedirme ese favor tan inusual, pero ya no importaba porque yo ya había perdido la jodida libreta y lo más seguro es que ella no querría volver a verme nunca jamás. Yo confieso, siempre quise ser la sombra tímida observándola, pero ella no debe de saberlo. No debe de averiguarlo.

Me doy cuenta de que estoy caminando hacia su casa. No hay nada que pueda detenerme. En una extraña maniobra, cambié mi inseguridad, mi miedo maquillado, por una cuestionable valentía y ganas de decirle de una vez por todas que perdí su adorable libreta pero que de todas maneras siento algo hondo en el pecho cada vez que la miro. Llueve. Ahora sí está lloviendo en serio. Diviso su casa a lo lejos y no hay autos en la acera. Lagos, no te vuelvas pueblo fantasma. Siempre es así con la ciudad en Enero, porque Enero es desgraciado por su clima. ¿Cómo se lo voy a decir? Perdí tu libreta, pero déjame contarte cómo fue. Estaba en esas cuando pisé un charco profundo y se me atascó el pie en el lodo. Maldije a muchísimas madres, pero no quiero que la mía piense que la insulté. Si ella hubiera estado allí en mi lugar también habría insultado a una madre anónima o a muchas. Seguí caminando. Me entró una duda escalofriante: ¿habré revisado bien mi cuarto? Debería ir a una papelería, comprar una libreta roja idéntica y engañarla, reescribir versos, inventarlos, engañarla. Recordé un verso en especial, tenía una frase que decía tu eres mi verdadero silencio. Siempre pensé que sonaría muy arrojada, pero ahora ya no importaba. Estaba ya a tres puertas de su casa. Un animal imaginario pataleaba en mi garganta. Cuando toqué el timbre, olvidé qué era lo que estaba haciendo allí.

-¿Qué haces aquí en plena lluvia? ¡No llevas suéter!- me dijo ella.
-Vine a saludarte, vine a ver cómo estabas.
-Estoy leyendo los versos de la libreta roja, son encantadores.
-Qué bueno que estás satisfecha- le dije.
-Más que eso, es que eres un excelente poeta.

Estaba lloviendo muy fuerte y yo temblaba. Ella me miraba y parecía que las nubes del cielo me miraban también, pero nunca tuve la oportunidad de comprobarlo.

-¿Quieres salir mañana?- le dije, no sé por qué.
-No puedo, pero toma esto- me dio un billete cuya cantidad no me interesó.
-¿Por qué no?
-Saldré con mi novio.

Tosí. Nos despedimos, ella insistió en que tomara un suéter de los que había en su casa pero no quería nada de esa casa. Entonces me acordé de la noche anterior, cuando había recorrido todo este camino para llevarle la libreta. Me acordé que me atasqué de fragancia, me peiné, traté de no empolvarme en el camino y llevaba una sonrisa decorativa en mi cara. Me acordé de cómo toqué el timbre, de cómo ella me recibió, de cómo le dí la libreta y le expliqué todo el proceso… Juro que lo había olvidado, a lo mejor es el clima de Enero. Pienso que fui un estúpido al escribir cosas como El Verdadero Silencio, pero ya me había pagado, ella me había dado mi comisión. El negocio ya había concluido. ¿Se imaginará que escribí todos esos poemas pensando en ella? Pienso que no, pero si sí, ¿qué? Siempre fue algo lógico, pero la puerta de la lógica es la última que abro. La verdad estuvo frente a mis ojos pero no quise abrirlos. Yo sabía que era mi clienta, pero mi corazón insistió en ilusionarse. Ella me dio una libreta para escribir poemas, no para escribir poemas con intención de conquistarla. Evité pisar el lodazal y le escupí cuando pasé junto a él. Ahora lo sé todo, ahora lo entiendo todo. Nunca fui más que un proveedor. ¿Por qué dije que perdí la libreta?

Quería verla, es todo. Tardaré en entender, pero sé que me inventé el pretexto de haber perdido la libreta sólo para entretenerme. En el fondo quería verla porque era mi musa. Nunca pensé que ella sólo quería leer buenos poemas. He decidido que son los únicos y los últimos. Pensé en que debí sacarles fotocopias, pero es que yo no quiero ser poeta. Yo no quiero ser poeta. Yo no soy poeta. Yo no necesito ningún suéter. Yo no sé por qué olvidé la noche anterior. Me mojé sólo porque sí. No había nadie en la calle, de todas maneras. Nadie me vio llorar.

lunes, 11 de enero de 2010

Noctis



(The Three Shadows Part II - Bauhaus)

Estaban todos ahí, en la sala oscura, como sombras. Las mujeres, que eran tres, se encontraban sentadas en el sofá. Los tres hombres estaban de pie y caminaban de un lado a otro de la habitación, como esperando. Vaya Dios a saber qué era lo que estaban esperando. Allá afuera estaba lloviendo, la calle D. estaba prácticamente desierta y hacía un frío implacable que desanimaba. Era por eso que todos llevaban abrigos. Alguien sacó un encendedor, prendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo que a todos los demás les supo a ansia, aunque nadie se animó a reclamar nada porque daba lo mismo un cigarrillo o cien. Una mujer miró con nerviosismo a su alrededor, detuvo sus ojos en uno de los hombres y le hizo una pregunta.

-¿Cuánto tiempo más vamos a esperar, Pablo?
-El que sea necesario, Alicia- dijo el hombre con voz tosca y pausada.

Había una enorme ventana al lado izquierdo del sofá y de las mujeres, cubierta por una gruesa cortina. Algunos relámpagos atravesaban la tela, pero eran pocos y aislados. Ahí adentro todo era oscuridad y dudas, el humo de tabaco que ahogaba las respuestas y palpitaciones y saliva tragada. Los cuatro cuadros de luz de las ventanas apenas y podían presenciarse en la mesa del centro, que sostenía copas con vino tinto y algunas velas apagadas. Pablo estaba yendo de un extremo a otro de la sala, sin el miedo a la oscuridad ni el miedo a lo que estaba sucediendo. Luis estaba de pie junto al sofá, al lado derecho de Alicia, con un vino en la mano y un semblante de consternación que nadie pudo apreciar porque su rostro estaba oscurecido. Saúl estaba junto a la puerta con los vidrios translúcidos de color azul, y ahí, de brazos cruzados, veía pasar cada segundo con tranquilidad. Verónica y Victoria, hermanas, simplemente estaban sentadas en el sofá. Victoria, la menor, fumaba.

-¿A qué horas quedaron de avisar, Pablo?- preguntó Luis.
-A las once, ¿qué horas son?
-Ya van a ser las doce, faltan diez minutos- dijo Verónica.

Después de este diálogo hubo un silencio entre los allí presentes. Sólo se escuchaba la lluvia arreciando y los truenos. Con atención se podía escuchar alguna respiración, pero nadie quería gastar tiempo en ello. Estaban más ocupados en soportar el humo del cigarrillo de Victoria y la pesadez que el vino había provocado. El nerviosismo se iba moviendo de una cabeza a otra, de un gesto a otro, los rostros se descomponían al compás de cada paso de Pablo, o de cada bocanada de Victoria. La luz estaba apagada y sólo atravesaban los relámpagos pero muy de vez en cuando. Alicia tomó su copa de vino y se la bebió toda, estaba medio llena pero lo hizo porque ella ya no quería saber nada más del asunto. Se recargó en el hombro de Verónica, que no estaba haciendo otra cosa más que cruzar las piernas y hacer gestos de mustiedad, y se quedó dormida.

-¿Por qué no llegan, Pablo?- preguntó Saúl, como adormilado.
-¿Y cómo quieres que yo lo sepa, imbécil?- respondió Pablo, enfurecido, desde alguna esquina de la habitación donde nadie podía mirarlo.
-Todo esto fue idea tuya.
-Pero no era mi idea que hubiera contratiempos.

Las palabras de Pablo sonaban como cristalería cayendo sobre un duro suelo. La lluvia tensaba los músculos, la oscuridad agrandaba los ojos. Luis se acercó a la mesa con su copa y se sirvió más vino y todos lo examinaron con la mirada a pesar de que no podían notar ninguna de sus facciones. Parecía como si la lluvia traspasara el techo y cayera sobre todos, porque lucían como mojados, irritados como gatos empapados. Se exhibía una mezcla heterogénea de nerviosismo y mal genio, de ansiedad y de superficial embriaguez. Pablo se acercó a la cortina y suspiró. Algo andaba mal y fue el último en darse cuenta, porque Victoria ya estaba encendiendo otro cigarrillo y mostraba impaciencia. Saúl seguía allá, recargado junto a la puerta con los vidrios translúcidos de color azul. Sacó un cigarro y se puso a fumar también. Verónica se puso de pie, no sin antes recargar a Alicia en el respaldo del sofá, y se acercó a Pablo para susurrarle.

-Algo salió mal, Pablo. ¿Qué vamos a hacer?
-Esperar, ¿qué más se te ocurre hacer?-dijo él, fastidiado.
-No sé, alguien podría salir y…
-Nadie va a salir, no deben de tardar ya.

Verónica decidió quedarse de pie junto a Pablo. Luis ya iba por la enésima copa y de repente todos sintieron la humedad, o a lo mejor era la tensión. Victoria, por ejemplo, estaba sudando, pero ella fumaba y lo demás no parecía tener importancia en su mundo. El reloj de alguien indicó que ya era media noche. Saúl escuchó las campanadas del templo de San F. y sintió un escalofrío. Se puso de pie, se acercó a la vela de la mesita del centro y la encendió. La llama bailoteaba y producía sombras en las paredes. La sombra de Victoria fumaba como ella, la sombra de Verónica se reflejaba en la cortina como la de Pablo. Las sombras de Alicia y Luis eran tímidas y no llamaban la atención, aunque la flama estuviera inquieta. Saúl tomó un poco de vino, se restregó los ojos y bostezó. Era el primer bostezo de la noche, Alicia se había dormido sin regalar siquiera eso a la sala. Un decorativo bostezo. Se abrió la puerta lentamente. Entró Jacqueline, con el abrigo empapado, cargando como podía a Gustavo. Le habían disparado en la pierna. El robo había fracasado. Las sombras se movieron de sitio, se apagaron los cigarrillos y Pablo blasfemó. A alguien se le cayó una copa vacía, Alicia despertó y hubo un grito. La noche sería larga.

lunes, 4 de enero de 2010

La angustia nunca ha matado a nadie


Las palomas comen las semillas que arrojo al suelo. Frío sábado por la mañana en La Merced; están heladas mis manos pero las semillas no, las palomas menos. Ellas comen y son felices, platican, ríen, divagan y no me invitan porque yo no soy paloma. No pasa nadie a esta hora, la fuente está apagada, están limpiando el templo y las nubes no llueven, el agua no llueve. Mi mano izquierda arroja semillas a un paciente grupo de palomas, me miran de vez en cuando como esperando, como pidiendo más porque nunca es suficiente. Nunca nada es suficiente.
Acabo de visitar a un amigo enfermo que necesitaba verme, según él, para pagarme algunas deudas. En su habitación había focos apagados, un televisor encendido y él solo, tomándose unas medicinas. El frasco anaranjado brillante y un vaso de agua tibia en el buró, mi amigo tose.
—Qué bueno que viniste, estoy muriendo —me dice.
—¿Muriéndote de qué, Víctor?
—La angustia me mata.
—La angustia nunca ha matado a nadie, Víctor.
Vi un dinero en el buró. Víctor quería pagarme lo de aquella vez, cuando entramos a su casa después de una borrachera juvenil, él recién casado y yo solo como siempre, y vimos a su esposa entre los brazos frenéticos de un anónimo. Yo estaba ebrio, así que sólo me acuerdo de la sorpresa en sus rostros, de las sábanas de pronto detenidas, el tipo escapando y Víctor convertido en un energúmeno; casi pude ver al diablo en él, con el cuchillo en mano y su esposa de repente ya sin gritar. Una fuente silenciosa de sangre. Yo ya no estaba ebrio, cuando nos subimos al coche con la muerta yo ya no estaba ebrio.
—Pues a mí sí me está matando —dijo.
—¿Para qué soy bueno?
—Ahí están tus cinco mil pesos.
—No era necesario, los necesitas más tú ahorita —le dije todavía con las manos en las bolsas.
Víctor hizo una mueca de disgusto y me señaló, como pudo, el montoncito de billetes. Yo estaba ahí parado, renuente a acercarme y a nada. No quería recoger ningún dinero pero Víctor tosió tanto y con ese gesto me chantajeó, fue como un “si no lo tomas, me voy a deshacer”. La habitación olía a pesadumbre, hacía calor pero un calor ahogado, y no entendía por qué tan temprano, supongo que él ya temía que la hora estuviera cerca. La televisión hablaba casi en otro idioma. Víctor tose.
—Ándale, ¿qué no ves que me estoy muriendo?
—Yo no veo nada, tú todavía puedes salir adelante —le dije.
—¿Para qué? Ahí va a estar siempre ella y yo ya no quiero…
Me ofreció cinco mil pesos si le ayudaba a esconder el cadáver, y no sé por qué acepté; dinero no me hacía falta y menos penas. La muerta iba en el asiento de atrás y Víctor me iba dirigiendo. Fue un milagro no habernos accidentado esa noche, aunque, en el fondo, creo que Víctor lo habría preferido. Durante cuarenta años lo persiguió la fotografía, el recuerdo en su cabeza de esa noche cálida por el alcohol, cuando llegamos a mitad de ninguna parte y en medio de la oscuridad y las dudas, del miedo y la angustia de no saber qué estaba sucediendo en realidad, enterramos a la muerta y no volvimos a pasar jamás por ahí. Cuando los familiares preguntaron por ella, Víctor dijo que había desaparecido sin avisar. Pero nunca desapareció, siempre estuvo ahí con Víctor, susurrándole cada noche y atormentándolo con frases etéreas en la regadera.
—Bueno, voy a tomar el dinero pa’ no hacerte repelar más —le dije.
—Está bien.
Me acerqué al buró y al mismo tiempo vino a mí el Víctor lloroso de la noche oscura en que se hizo viudo. Traté de no pensar en eso ni en lo que sucedía ahora, en que la enfermedad me hacía pensar de pronto en la muerte con su capa negra, allí sentada. Víctor me había quedado a deber ese dinero por todos estos años, una cantidad que yo no quería y que terminó enfriando nuestra amistad. Puse el dinero en mis bolsillos y mi amigo lanzó un suspiro de satisfacción. Yo no quería estar allí presente, pensé en eso cuando vi llegar a la enfermera. Me despedí de Víctor, estreché su mano y allá afuera estaba el médico.
—Dice que la angustia lo está matando, doctor —le comenté.
—Qué va, la angustia nunca ha matado a nadie.
—¿Entonces no morirá?
—Ese hombre tiene asuntos que lo molestan, pero aún le resta mucha vida —me dijo tranquilamente.
Entonces yo me fui lentamente por las calles del centro, me senté en La Merced y me puse a darle de comer a las palomas, que a veces se impacientaban. No me invitan porque yo no soy paloma. La muerta no me susurra porque yo no la maté.

viernes, 1 de enero de 2010

El niño... ¿normal?


A continuación les presento el primer cuento que escribí, a la edad de siete años y gracias a mi primer contacto con una computadora casera y su maravilloso procesador de textos. Hace unos meses me reencontré con él y creo que es una bonita manera de iniciar el año para este blog, recordando cómo inicié con todo esto de andar inventando historias propias que parecen ajenas. Si me lo preguntan, creo que este cuento es una pequeña autobiografía de mí mismo, pero en ese entonces yo tenía siete años y no sabía nada, todo lo hacía por divertirme... Y así sigue siendo.

Abrazos, feliz año nuevo para todos y mis mejores deseos.

...

Esta historia es normal, igual que todo lo que es normal. Él se llama Carlos, tiene padres, tiene hermanos, pero se siente un poco raro. ¿Por qué?


Todo comenzó hace poco, estaba en la escuela, cuando en mi salón se escuchó un grito. ¡Oh! Pobre Carlos. Bueno, no fue así para sus amigos, él se cayó y una araña brincó a su cara y... ¡jajaja!

Dio mucha risa, pero de repente lloró, fue muy raro que llorara, pero sucedió. Despues no jugó ni se rió, ni siquiera me llamó por teléfono. No fue a la escuela y desapareció por unos días. Sus padres estaban desesperados. Lo buscaron bastante. Se rindieron, pero regresó tres meses después.

Pero no era el mismo, vestía raro, hablaba raro y no quería ir con sus padres. Me odia, a todos nos odia.

Pero, ¿qué pasó? No quiere hablar, no quiere hacer nada.

-No no no no- dice siempre.

Si sigue así, perderá a sus amigos. Entonces, te molestará y te golpeará hasta...

Lo que sucede es que lo encontraron tirado en la calle, golpeado e inconsciente. ¿Será una venganza? ¿Estará equivocado?

¿Quien sabe quien o qué lo convirtió en un paranoico?