Matilda:
Agradezco la atención que ha puesto sobre mi situación. Me alegra, al fin, haber encontrado un alma en este universo que pueda entender, o hacer un intento por comprender lo que me sucede. Quizás es gracias a su profunda sensibilidad que puede ahora escuchar a mi alma enviciada y atenderla con semejante dedicación. O tal vez ya no puedo esconderlo por mucho tiempo, que por cierto, no sé cuanto me queda en realidad. Su único pecado, Matilda, fue nacer. Se lo digo con toda sinceridad. Usted pecó al nacer, simplemente porque estaba escrito que me conocería, y ahí, en ese instante, el día en que la casualidad me permitió estrechar su mano, inició una lenta, pero implacable decadencia en su alma, sin que usted se diera cuenta del todo. Paulatinamente usted irá notando cómo mis problemas inundan cada rincón de su mente y de su joven corazón. Si no siente lástima, sentirá una gran compasión por mí, y eso, señorita, es algo que corroe los corazones. No hay nada que amargue más a un alma bella que el ser atada a un porvenir funesto como el mío. Las paredes la escucharán maldecir, rogará a Dios por mí, y entonces yo estaré apenado. Pero es inevitable, señorita Matilda. Su único pecado fue nacer.
¿Recuerda algo sobre mi colección? Sigue en crecimiento, déjeme decirle. Siempre hay nuevos ejemplares qué agregar, aunque dé la impresión de que todas son iguales. Son de la misma especie, en realidad. Juntas, forman una grande, una enorme masa. Cuando agito el frasco, a veces pienso que se trata de una de esas esferas ornamentales navideñas que tienen nieve en su interior. Pero estas no son para nada nieve. Flotan, sí, pero no en el agua. Abro el frasco y me marea el alcohol. Y yo no sé por qué las conservo así, alguien debió decírmelo (aunque no lo creo, porque yo nunca hablo de esto con nadie, más que con usted) y yo le creí ciegamente. Conservarlas en alcohol y verlas flotar, es el único placer que, pienso, hace que sienta emoción por seguir viviendo. Y contárselo a usted, claro, usted que me lee y que se esmera en atender mis cosas… Mire, señorita Matilda, yo quiero que usted, cuando responda esta carta, si es que lo hace, me exprese con honestidad lo que siente por mi situación, por mi juego, por mi pasatiempo. Si cree usted que yo soy un loco, dígamelo. Si manda a los del hospital psiquiátrico a que vengan en mi búsqueda, no habrá problema, de verdad. Pero respóndame antes. Déme, aunque sea, esa satisfacción. Le habrá extrañado leer que su único pecado fue nacer. Usted es pura, usted es limpia, y por eso las almas atormentadas como la mía buscan un pilar sobre el cual descansar en personas como usted. Pero ha pecado, y no tiene la culpa. Ni siquiera yo la tengo, vaya. Le aseguro que si sus padres hubieran sabido que usted me conocería, se habrían mudado a otra parte, donde usted nunca pudiera tener contacto conmigo. Pero el destino quería que nos conociéramos, y simplemente estoy aprovechando esa oportunidad para tratar de hallar consuelo en sus palabras. Me ha caído del cielo.
Viéndolo desde otro ángulo, mi afición no es dañina para nadie. Nunca una persona ha llamado a la puerta para reclamarme por mis atrocidades. Jamás ha marcado por teléfono alguien que crea que yo debería ser cruelmente juzgado. ¡Señorita Matilda, la puerta y el teléfono ya nunca suenan! Es que es hermoso, me hace sentir útil, usted debería vivir como yo, vivir aquí, vivir así para entender un poquito de lo que he tratado de explicarle a lo largo de estas ocho cartas que le he enviado. ¿Usted, mi querida Matilda, me estima? ¿Qué de malo tiene hacer lo que yo hago a diario? Abro las ventanas, pero no para ver el sol, ni cualquier otra cosa del exterior, que son siempre las mismas, sino para dejarlas pasar a ellas. Ahí está siempre la comida en mi mesa, y ellas entran y se dan un banquete. Imagínelo, señorita, yo las observo, y cuidadosamente las selecciono. Todos los ejemplares sirven, pero hay algunos que me emocionan más, quizás por su tamaño, por su color (amo el tono oscuro con verdes metálicos) o simplemente por la finura de sus alas. Por las tardes, cierro las ventanas. Me dedico a vivir mi vida entre ellas, y a pensar y a divagar entre los remolinos apenas perceptibles que forman en el aire. Algunas se van y se esconden entre la ventana y la cortina, y chocan contra el vidrio, y yo río. Antes llenaba algunos tiempos muertos con lectura, con música o con pintura, pero ahora sólo tengo tiempo para ellas, y para escribirle a usted. En su última carta, me preguntó por mi estado de salud. Puedo decirle que me encuentro perfectamente bien, como a mis horas, todavía invierto en mi apariencia. Pero los años se han acumulado lentamente sobre mi cuerpo, y ya se notan. Además, aunque tengo todavía dinero, se me va en conseguir frascos de vidrio. Son para el futuro. Es normal, pero le pido que no lo considere como algo grotesco, haga un esfuerzo, por favor. Piense en los años, y en que la vida pasa sin darme otro entretenimiento. Usted, por ejemplo, no es un entretenimiento, usted es algo especial.
Cuando llega la noche, ellas están atrapadas aquí. Escucho los zumbidos y siento unos escalofríos excitantes por todo el cuerpo. Es el ansia, es lo que me mueve, me arranca sonrisas y mi mano ya está armada. Los focos parpadean, porque ya son viejos, y sólo hay uno por cada habitación. No iluminan bien. ¿Se da cuenta? Ya no invierto en eso, me importa realmente muy poco. Me pongo a perseguirlas, señorita Matilda, por cada cuarto, por cada esquina. Lo hago a oscuras, a veces, para guiarme por el sonido, para creer que mis sentidos todavía me sirven bien. Nunca las mato con el matamoscas, simplemente las atonto, las confundo. Caen al suelo y aletean inútilmente. Ahh, señorita Matilda, créame, no sabe lo entretenido que es hacer todo eso. Y usted está pecando justo en este instante, por leer esto sin saber exactamente por qué lo está leyendo. Está pecando al imaginar a la pobre mosca en mi mano, aleteando aterrorizada. Ella también está pecando, pero de forma distinta. Figúresela, piense, la arrojo cuidadosamente al frasco, y ahí muere. Luego, agito el contenedor para que se mezcle con las de su especie. En una buena noche, puedo juntar unas quince o veinte, y soy todo éxtasis, felicidad y regocijo. Una tras otra, una tras otra. Pero también hay noches muy malas, donde a duras penas puedo capturar tan sólo una. A ella también la disfruto, y a veces pienso que hasta más. No quiero, con esto, ahuyentarla, señorita Matilda. Prendo la luz y admiro el frasco, lleno de cuerpecitos indefensos que flotan, flotan lentamente, no dejan de flotar. No sé qué me orilla a hacer todo este ritual. Llame al manicomio si quiere, pero respóndame primero. Dígame, mi querida niña, ¿Recuerda aquella tarde cuando, movidos por la curiosidad o yo no sé qué cosa, conversamos en aquel parque? Era una tarde espléndida. Yo no tenía motivos para salir aquel día, pero ya ve, el destino… Desde ese momento han pasado ya ocho cartas. ¿Recuerda la mosca que la fastidió durante la charla en aquella apacible banca? Busque señorita, busque entre sus memorias. Acuérdese de mi pañuelo, matando al pobre animalito, acuérdese de su risa y su rubor. Esa pobre mosca fue la primera de un hábito que, día tras día, me lleva inevitablemente a usted.
Pero yo, repito, no quiero ahuyentarla. No quiero que su siguiente carta sea una de despedida, de rechazo, o de asco. No quisiera mirar aquel frasco todos los días y pensar que fue él quien la asustó. O fui yo, tal vez, llenándolo. Después de todo, creo que este hábito tiene una finalidad, y es que aquella primera mosca no nos permitió conversar debidamente. Fue una minúscula pero decidida distracción. Ese mismo destino, el que nos guió a nuestro encuentro, no quiso que todo fuera perfecto. Tenía que estar, entre nosotros, alrededor de nosotros y para nosotros, esa mosca desdichada. Cada que veo una aleteando, siento un ansia que me carcome por dentro. Imagino su voz, señorita Matilda, siendo distorsionada por ese zumbido del infierno. He dejado de relacionarme casi por completo con el resto del mundo. Día a día, somos las moscas y yo y usted a lo lejos, en un espacio de una mente que cada vez piensa menos y siente más. Por lo tanto, mi corazón es ahora el que razona. Para mi fortuna, o quizás para mi infortunio, ellas siguen viniendo, desconocedoras del terrible final que aquí les aguarda. Nunca una ha sobrevivido, nunca, porque dejarlas vivir sería como aprobar aquella funesta tarde, en que tuvimos que separarnos. Sería como dar el visto bueno a las acciones de esa primera mosca, la que se atrevió a incomodarnos y me impidió confesarle que estoy sinceramente enamorado de usted. La amo, y cada instante, cada mosca sin usted, es algo que duele. Necesito verla, pero tal vez, después de esta carta, usted quiera olvidarme para siempre. Su único pecado, señorita Matilda, fue nacer, porque ahora tendrá que cargar con el tremendo peso que significa tener enamorado a un tipo como yo. Su único pecado, señorita Matilda, fue nacer, nacer y crecer y encontrarse conmigo involuntariamente, y platicarme y encantarme y hacerme matar insectos en su nombre. Si quiere, puede terminar con todo esto, enviándome al psiquiatra. Si quiere, puede mentir en su siguiente carta, pero por favor, respóndame. Así, las muertes de todas esas moscas habrán valido la pena.
Ahora que ya lo sabe, sólo espero su respuesta.
Con cariño, R...
Agradezco la atención que ha puesto sobre mi situación. Me alegra, al fin, haber encontrado un alma en este universo que pueda entender, o hacer un intento por comprender lo que me sucede. Quizás es gracias a su profunda sensibilidad que puede ahora escuchar a mi alma enviciada y atenderla con semejante dedicación. O tal vez ya no puedo esconderlo por mucho tiempo, que por cierto, no sé cuanto me queda en realidad. Su único pecado, Matilda, fue nacer. Se lo digo con toda sinceridad. Usted pecó al nacer, simplemente porque estaba escrito que me conocería, y ahí, en ese instante, el día en que la casualidad me permitió estrechar su mano, inició una lenta, pero implacable decadencia en su alma, sin que usted se diera cuenta del todo. Paulatinamente usted irá notando cómo mis problemas inundan cada rincón de su mente y de su joven corazón. Si no siente lástima, sentirá una gran compasión por mí, y eso, señorita, es algo que corroe los corazones. No hay nada que amargue más a un alma bella que el ser atada a un porvenir funesto como el mío. Las paredes la escucharán maldecir, rogará a Dios por mí, y entonces yo estaré apenado. Pero es inevitable, señorita Matilda. Su único pecado fue nacer.
¿Recuerda algo sobre mi colección? Sigue en crecimiento, déjeme decirle. Siempre hay nuevos ejemplares qué agregar, aunque dé la impresión de que todas son iguales. Son de la misma especie, en realidad. Juntas, forman una grande, una enorme masa. Cuando agito el frasco, a veces pienso que se trata de una de esas esferas ornamentales navideñas que tienen nieve en su interior. Pero estas no son para nada nieve. Flotan, sí, pero no en el agua. Abro el frasco y me marea el alcohol. Y yo no sé por qué las conservo así, alguien debió decírmelo (aunque no lo creo, porque yo nunca hablo de esto con nadie, más que con usted) y yo le creí ciegamente. Conservarlas en alcohol y verlas flotar, es el único placer que, pienso, hace que sienta emoción por seguir viviendo. Y contárselo a usted, claro, usted que me lee y que se esmera en atender mis cosas… Mire, señorita Matilda, yo quiero que usted, cuando responda esta carta, si es que lo hace, me exprese con honestidad lo que siente por mi situación, por mi juego, por mi pasatiempo. Si cree usted que yo soy un loco, dígamelo. Si manda a los del hospital psiquiátrico a que vengan en mi búsqueda, no habrá problema, de verdad. Pero respóndame antes. Déme, aunque sea, esa satisfacción. Le habrá extrañado leer que su único pecado fue nacer. Usted es pura, usted es limpia, y por eso las almas atormentadas como la mía buscan un pilar sobre el cual descansar en personas como usted. Pero ha pecado, y no tiene la culpa. Ni siquiera yo la tengo, vaya. Le aseguro que si sus padres hubieran sabido que usted me conocería, se habrían mudado a otra parte, donde usted nunca pudiera tener contacto conmigo. Pero el destino quería que nos conociéramos, y simplemente estoy aprovechando esa oportunidad para tratar de hallar consuelo en sus palabras. Me ha caído del cielo.
Viéndolo desde otro ángulo, mi afición no es dañina para nadie. Nunca una persona ha llamado a la puerta para reclamarme por mis atrocidades. Jamás ha marcado por teléfono alguien que crea que yo debería ser cruelmente juzgado. ¡Señorita Matilda, la puerta y el teléfono ya nunca suenan! Es que es hermoso, me hace sentir útil, usted debería vivir como yo, vivir aquí, vivir así para entender un poquito de lo que he tratado de explicarle a lo largo de estas ocho cartas que le he enviado. ¿Usted, mi querida Matilda, me estima? ¿Qué de malo tiene hacer lo que yo hago a diario? Abro las ventanas, pero no para ver el sol, ni cualquier otra cosa del exterior, que son siempre las mismas, sino para dejarlas pasar a ellas. Ahí está siempre la comida en mi mesa, y ellas entran y se dan un banquete. Imagínelo, señorita, yo las observo, y cuidadosamente las selecciono. Todos los ejemplares sirven, pero hay algunos que me emocionan más, quizás por su tamaño, por su color (amo el tono oscuro con verdes metálicos) o simplemente por la finura de sus alas. Por las tardes, cierro las ventanas. Me dedico a vivir mi vida entre ellas, y a pensar y a divagar entre los remolinos apenas perceptibles que forman en el aire. Algunas se van y se esconden entre la ventana y la cortina, y chocan contra el vidrio, y yo río. Antes llenaba algunos tiempos muertos con lectura, con música o con pintura, pero ahora sólo tengo tiempo para ellas, y para escribirle a usted. En su última carta, me preguntó por mi estado de salud. Puedo decirle que me encuentro perfectamente bien, como a mis horas, todavía invierto en mi apariencia. Pero los años se han acumulado lentamente sobre mi cuerpo, y ya se notan. Además, aunque tengo todavía dinero, se me va en conseguir frascos de vidrio. Son para el futuro. Es normal, pero le pido que no lo considere como algo grotesco, haga un esfuerzo, por favor. Piense en los años, y en que la vida pasa sin darme otro entretenimiento. Usted, por ejemplo, no es un entretenimiento, usted es algo especial.
Cuando llega la noche, ellas están atrapadas aquí. Escucho los zumbidos y siento unos escalofríos excitantes por todo el cuerpo. Es el ansia, es lo que me mueve, me arranca sonrisas y mi mano ya está armada. Los focos parpadean, porque ya son viejos, y sólo hay uno por cada habitación. No iluminan bien. ¿Se da cuenta? Ya no invierto en eso, me importa realmente muy poco. Me pongo a perseguirlas, señorita Matilda, por cada cuarto, por cada esquina. Lo hago a oscuras, a veces, para guiarme por el sonido, para creer que mis sentidos todavía me sirven bien. Nunca las mato con el matamoscas, simplemente las atonto, las confundo. Caen al suelo y aletean inútilmente. Ahh, señorita Matilda, créame, no sabe lo entretenido que es hacer todo eso. Y usted está pecando justo en este instante, por leer esto sin saber exactamente por qué lo está leyendo. Está pecando al imaginar a la pobre mosca en mi mano, aleteando aterrorizada. Ella también está pecando, pero de forma distinta. Figúresela, piense, la arrojo cuidadosamente al frasco, y ahí muere. Luego, agito el contenedor para que se mezcle con las de su especie. En una buena noche, puedo juntar unas quince o veinte, y soy todo éxtasis, felicidad y regocijo. Una tras otra, una tras otra. Pero también hay noches muy malas, donde a duras penas puedo capturar tan sólo una. A ella también la disfruto, y a veces pienso que hasta más. No quiero, con esto, ahuyentarla, señorita Matilda. Prendo la luz y admiro el frasco, lleno de cuerpecitos indefensos que flotan, flotan lentamente, no dejan de flotar. No sé qué me orilla a hacer todo este ritual. Llame al manicomio si quiere, pero respóndame primero. Dígame, mi querida niña, ¿Recuerda aquella tarde cuando, movidos por la curiosidad o yo no sé qué cosa, conversamos en aquel parque? Era una tarde espléndida. Yo no tenía motivos para salir aquel día, pero ya ve, el destino… Desde ese momento han pasado ya ocho cartas. ¿Recuerda la mosca que la fastidió durante la charla en aquella apacible banca? Busque señorita, busque entre sus memorias. Acuérdese de mi pañuelo, matando al pobre animalito, acuérdese de su risa y su rubor. Esa pobre mosca fue la primera de un hábito que, día tras día, me lleva inevitablemente a usted.
Pero yo, repito, no quiero ahuyentarla. No quiero que su siguiente carta sea una de despedida, de rechazo, o de asco. No quisiera mirar aquel frasco todos los días y pensar que fue él quien la asustó. O fui yo, tal vez, llenándolo. Después de todo, creo que este hábito tiene una finalidad, y es que aquella primera mosca no nos permitió conversar debidamente. Fue una minúscula pero decidida distracción. Ese mismo destino, el que nos guió a nuestro encuentro, no quiso que todo fuera perfecto. Tenía que estar, entre nosotros, alrededor de nosotros y para nosotros, esa mosca desdichada. Cada que veo una aleteando, siento un ansia que me carcome por dentro. Imagino su voz, señorita Matilda, siendo distorsionada por ese zumbido del infierno. He dejado de relacionarme casi por completo con el resto del mundo. Día a día, somos las moscas y yo y usted a lo lejos, en un espacio de una mente que cada vez piensa menos y siente más. Por lo tanto, mi corazón es ahora el que razona. Para mi fortuna, o quizás para mi infortunio, ellas siguen viniendo, desconocedoras del terrible final que aquí les aguarda. Nunca una ha sobrevivido, nunca, porque dejarlas vivir sería como aprobar aquella funesta tarde, en que tuvimos que separarnos. Sería como dar el visto bueno a las acciones de esa primera mosca, la que se atrevió a incomodarnos y me impidió confesarle que estoy sinceramente enamorado de usted. La amo, y cada instante, cada mosca sin usted, es algo que duele. Necesito verla, pero tal vez, después de esta carta, usted quiera olvidarme para siempre. Su único pecado, señorita Matilda, fue nacer, porque ahora tendrá que cargar con el tremendo peso que significa tener enamorado a un tipo como yo. Su único pecado, señorita Matilda, fue nacer, nacer y crecer y encontrarse conmigo involuntariamente, y platicarme y encantarme y hacerme matar insectos en su nombre. Si quiere, puede terminar con todo esto, enviándome al psiquiatra. Si quiere, puede mentir en su siguiente carta, pero por favor, respóndame. Así, las muertes de todas esas moscas habrán valido la pena.
Ahora que ya lo sabe, sólo espero su respuesta.
Con cariño, R...
8 comentarios:
Q onda
wuorales muy buen pero muy buen texto
qede realmente impresionado :O
sin duda dare mis vueltas mas seguido por aqui.
una historia llena de creatividad y muy buenas ideas.
igual una invitacion a mi blog
chido!
Hola Rocalfo!
Pues, yo ayer me estaba desesperando porque cuando me desconecté empezé a leerlo y se me hizo eterno.
Pero me pareció extrañamente bueno
Cuidate. Gracias por postear
(:
con tal de eviTar la maldicion... comentare
me parece que ser maTilda es un poco extraño.. nunka me habia dado risa mi nombre!
No mames rodo
esto es lo mejor que te he leído en meses, neta que te rifaste pero a lo cabrón ya te dije que estaría bien chido que fuera un cortometraje en estilo filmn noir, quedaría chingonsisimo.
Te envidio este tipo de ideas no mames!
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Muy chingon, maravilloso, casi siempre relaciono tus dfebrayes con esas peliculas FILM NOIR, como bien dice el Addi Gayricio...
Muy chingon todo lo que he leido, las vacaciones de los q estudian, parecen que estarán buenas para mi, jajajaja, y esta es de las cosas que lo hacen posible...
Chingon!
Rooofiiz!
Buenisimo, como siempre!..
sabes que ando aqui para
todo! te quiero mucho!
obvio sabes quien soy!
hola rocalfo!!!
no he podido pasar por tiempo a leer como se debe, y cuando me doy cuenta ya llevas tres publicaciones.
me soprende ciertamente tu capacidad para contar cosas de esta locura.... y mas hacerlo al paso al que lo realizar.
muy bueno... ahora ire al siguiente texto, jaja
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