sábado, 26 de diciembre de 2009

Casi diez años


Era tan difícil de creer, de digerir nueve o diez años en un instante. Densa atmósfera de levantarse en la mañana y viajar dos horas, anclado en un vaivén de paisajes y canciones. No le encuentra sentido, él no le encuentra sentido a nada y no tiene por qué. Han pasado ya nueve o diez años, quizás más o tal vez menos, pero da la impresión de una vida completa, una vida entera sin verla. Ya cada vez son más borrosas las memorias y es algo que provoca un sueño distante, un bostezo, el recuerdo del reloj barato siendo sumergido en una cubeta de agua, y ella riendo al ver que se descompone. Él siente pena, pero agradece por su risa, agradece por ella, aunque ella se va y ya son diez años, o nueve. Ha pasado desde la muerte, la muerte doble, el abandono, el vender la casa y ahora llegar y ver todo como memorias detrás de una vitrina empañada. Quedarse recargado en el cancel y mirar a ambos lados de la acera, esperando lo inesperado, que nunca habría de llegar y menos bajo la figura de ella, la de los nueve años o más sin mostrarse.

Fue cosa de llegar y tomar café, después de unas galletas en el camino, y jugo con canciones que iban a dar a otra parte, a otro pensamiento. Toda la carretera, con la neblina y el frío, la calefacción del auto y sus ideas en otro tiempo, en otra persona que no es ella y que merece más su atención. Luego el smog, la delicada tristeza que poco a poco toma forma, pero aún sin llegar ella. Por que ella no iba a aparecer con la simple nostalgia de suspirar y pensar en el pasado, tendría que llegar con algo más, con un vínculo tangible pero aún lejano. El sabía que nadie se la iba a presentar, estaba consciente de que no había manera de verla y romper los diez o quizás más años de ausencia. Fue cosa de llegar y tomar café y de que las paredes despidieran levemente un aroma a añoranza. Pasan los minutos y sale al tianguis, al tumulto, al ruido y a la gente, a encontrarse con la gente, de nuevo entre la gente. Hacía tantos meses que no se encontraba con tantos de su misma especie en un solo lugar, y entonces cuando se lanzó al mar de humanidad se sintió vivo. El tejuino, la ropa barata, la mercancía cruzada entre piratería e imitación, la comida, las pruebas gratis, el río de gente no lo dejó pensar en muchas cosas. Todo era concentrarse en caminar y sobrevivir.

¿Pero de qué manera? ¿Cuántas posibilidades había de que sucediera? Pocas, y sin embargo ocurrió el reencuentro, no con ella, pero sí con gente que sabe de ella. Pasó de irse contando historias sobre los vendedores al revoloteo de mariposas juguetonas en el estómago, escuchar “hoy es veinte de diciembre, su cumpleaños” y pensar en las posibilidades, en lo que nunca habría de suceder a conciencia, a voluntad. La misma edad, “siempre han tenido la misma edad”, pero ya son nueve o diez años de no verse, de acordarse a ratos (muy pocos en comparación de los años mismos) de la otra persona. Escuchó esas palabras y de pronto olvidó el tianguis y todo lo demás, olvidó la oferta de jitomates y los discos piratas de éxitos del momento. Todo se volvió ella y las vagas palabras sobre ella. Su cumpleaños, la anécdota del reloj en la cubeta, el juego del polvo en la calle, una voz que ahora ya no sonaba exacta, que era más invento que veracidad, un juego eterno entre la memoria y lo que ya no puede ser memoria, sino pura mentira, desesperada mentira y explicación infantil. Es que fue hace diez años, o quizás menos.

Lleno de emociones abandona el tianguis que está, a su vez, lleno de emociones, pero son voces, gritos y murmullos que nada aportan y cambian relativamente poco. Él es ahora una olla donde se cuecen preguntas y hormonas sin saber por qué. No la ha visto en nueve o diez años y siente las hormonas por allí corriendo, por allí haciéndose sentir, quizás como un susurro de lo inexplicable del alma, del amor a un recuerdo vago e impreciso. Leer una novela histórica produce un efecto apenas comparable, devorar letra por letra las hazañas de algún héroe sobrevalorado o un romance atorado en lo que ya fue. Pero esto era más fuerte, era una memoria de años atrás, un rostro impreciso y sin embargo el nombre, sin embargo ella ahí, tan presente ahora y tan lejos, tan sólo un recuerdo ingrávido que calma el corazón de un malestar que a duras penas puede llevar ese nombre. Va caminando las calles y piensa que el tianguis ya no es asfixiante como cuando niño, cuando se sentía aplastado y abrumado por tanta humanidad presente. Va pensando en ella, cuando jugaba con ella, cuando abría el cancel y la buscaba y se iban las tardes por entre los dedos. Sin embargo, cualquier cosa que pudiera planear o idear ahora se vería opacada por la presencia y ausencia de ella, rodeada de misterio y de explicaciones faltantes. Llega a la casa y de nuevo aparece el ritual de recargarse en el cancel y esperar, voltear a ambos lados de la calle y esperar, un milagro que sólo puede llamarse así, casualidad. Que aparezca por aquí justo el día de su cumpleaños, que se aparezca en un lugar en el que ya no tiene por qué aparecerse.

La comida, la comida con toda la cordialidad y la compañía. Las risas no apagan la inquietud, ni mucho menos el aliento a cebolla. Pasa bocado tras bocado y mira a la calle, mira la calle sin tener un motivo, sólo el capricho de saber que nada va a pasar y aún así estar aguardando a que suceda. Los minutos pasan y son como un péndulo, como el pozo y el péndulo pero sin tanto sufrimiento, quizás un leve malestar en la cabeza y el corazón, pero así como sufrimiento puro no. Es hora ya, aunque esté leyendo muy quitado de la pena junto al cancel y la gente se pregunte por qué está ahí, sabe que el tiempo se acerca y pronto habrá de irse al hotel, y en el hotel ya no habrá más mujer de los diez o nueve años sin aparecerse, habrá de olvidarse de ella y esperar, a lo mejor, otro año más. Hay despedidas, hay abrazos, la gente en la calle mira, pero no es ella la que está mirando porque ella no está ahí y no estará, y no ha estado en unos diez años o menos. Él se resigna y se va al hotel. Y ella sigue muy allá, a diez años de distancia, o más.

Ahí en el hotel cambia de mundo, ahí hay reservaciones y elevadores, maletas, baños, llaves, y una cama que le hace recordar lo que ya no tiene caso recordar. Viene a su mente ella, con el juego en la calle, el polvo, el niño aquél al que no dejaron jugar porque no estaba sucio como ellos, las risas y el regaño, pero sobre todo las risas. Y pensar que es veinte de diciembre y el ahí, y ella ahí pero tan lejos. Jamás, en nueve años, y jamás en quién sabe cuantos más. “Ya dieciocho” piensa él, ya dieciocho mientras lo llevan a cenar. ¿En donde estará? Cena y luego duerme, y se retuerce entre las sábanas, entre el calor que hace aunque sea diciembre. Se quita los pantalones y se deja la playera negra, aunque luego se quita la playera y se pone los pantalones, el aire acondicionado no es una opción porque por la mañana habrá de regresar a casa, y “casa” está en una ciudad más fría, más alta y sin ella, sin la de los diez años o más sin mostrarse. Despierta y se da un baño, se mira desnudo frente al espejo del hotel y ya no quiere pensar en ella porque es algo que sólo cansa y ya no tiene lógica, y mientras cae el agua caliente (podría haber elegido agua fría y saludable pero no) piensa que tiene un desayuno de cortesía y ojala ella estuviera ahí. ¿Pero cómo, si ya son tantos años?

Desayuna, hay buffet, y la gente de todas partes, la gente ajena y desconocida come lo mismo. Pero entre tantas personas anónimas no hay nada qué ver, así que mejor prefiere subir al cuarto por las maletas, mirarse al espejo para notar algún cabello fuera de sitio y mirarse, seguirse mirando, seguir mirándonos, y luego salirnos del cuarto para luego irme, lejos de la mujer de los nueve o diez años sin dejarse ver, la de la vida entera sin saber por donde, hasta cuando y para qué verla.

8 comentarios:

Tucker dijo...

Ke pedo, esta bonito tu cuento, me recordo a alguien, ke mal ke asi pasen las cosas, pero ni modo.

tu reloj chafita eso te pasa por comprar chino.

el comu te manda besos bye marika.

Alice dijo...

Me gusta como se queda inconcluso :)


Éste es más vago que otros tuyos que he leído
y es el que más me está gustando :)



jajaja la olla de hormonas :B

Léa LilÖpve dijo...

me gustó mucho..
en todo el cuento hablas de de el en tercera persona, y al final eres tu.. :o
son los 2 .
muy bueno
:9 jeje ("y mucho menos el olor a cebolla")

Addi. dijo...

La ausencia y el recuerdo, qué bien. Qué agonía mejor que esa? caminasmos y recordamos, todo el tiempo, no hay sitio donde no hayamos estado, y recordar, y pensar, me hiciste pensar en varias escenitas revueltas en mi cabeza.

chingón.

A n g e l dijo...

No maaa we, te quedó poca madre el cuento, y si borré mi entrada, namas vi las visitas y nadie comentó...

En fin, los recuerdos se hicieron para vivirse cuando todo se ha ido, para disfrutarse, para guardarse...

En fin, la verdad rocalfo, me encantaría echarte un chorote sobre lo que escribniste, es solo que me hizo pensar, y pues como que me bajoneó todo lo que me hizo llegar...

Genial tu cuento

Anónimo dijo...

qomo le dije.. el re leerlo me daría otra vision al saber qe es tu historia.. qe maravillos placer es leerle srito.. lo tengo qomo especial.. :)

Lelio dijo...

orale.. quien no hubiese creido que la verias, pero no, simplemente se dejos ser un recuerdo.

como dice angel, son para vivirse, recordarse..

muy buen cuento.

pensamientos caldeados dijo...

pues vivir del recuerdo no es nada sano,ya que nos carcome las ideas y poco a poco nos va devilitando hasta necesitar a esa persona que ya no esta,y al final mejor la resignacion es nuestra mejor aliada,muy buen cuento,me agrado leerlo.


saludos