El reloj marca las seis de la mañana y yo guardo silencio. Mi despertador vibra con furia, yo soy quieto observador. Una mano se sale de control y le da un golpe al aparato que bailotea sobre la madera de mi buró. Se estrella en la pared y todo es trizas y estruendo. Pero luego la paz reina. Es sábado, aunque bien pudiera ser miércoles, o domingo. Hacía unos minutos soñaba con peras y mazos gigantes y ahora me retorcía espasmódicamente bajo las sábanas. Me duele el cabello, me huelen las manos… ¿Qué hora es? Ya sé, las seis de la mañana. Me lo recuerda el fantasma del aparato cuyo objetivo es (o era) levantarme. Nada en la habitación brilla, todo es penumbras y mis sueños donde los mazos aplastan a las peras. Grillos afuera, algunos sonidos aislados. Pesadillas a veces, ya no puedo saber cuándo empieza una y termina la otra. Peor aún, ya no sé distinguir los sueños húmedos de las alucinaciones más terribles. Murmuro consonantes sin orden, todo es ímpetu, instinto, párpados cerrados. Amanezco yo, pero no estoy completo aún. Cierro los ojos, cinco minutos más.
El reloj marca las siete de la mañana y yo bostezo. Alguien ha echado el periódico por debajo de la puerta. Hay café, pero está frío. Es eso o el agua, y yo elijo el café. Gusto amargo baja y me lamento por el azúcar, que no está. Por lo menos no en mi vasito de café helado. El periódico recita las mismas porquerías de siempre. Tal vez –pienso-, todavía estoy teniendo pesadillas. Lo arrojo debajo de la cama. Algún día sacaré todo el montón de diarios que allí descansan, como noticias obsoletas de un mundo que no se preocupa por mí y por el cual no siento el más mínimo interés. El sol empieza a aparecer por el horizonte, pero el frío es frío y me congela el ánimo. Hay un despertador hecho pedazos en el suelo. Luego me acuerdo: yo fui el salvaje. El asesino despertó en mí, pero no me conviene que siga con los ojos abiertos. Si fue mi despertador, entonces puede ser cualquier cosa, o persona. Las sábanas me llaman, y me interno de nuevo en ellas. Soy yo, las cobijas y el café frío, que sabe horrible. Pero sólo hay agua.
El reloj marca las ocho de la mañana y yo vuelvo a despertar. Ya sé que siempre me sucede lo mismo cuando cedo a las insistentes súplicas de mis sábanas, que se aparecen ante mí, en pleno invierno, como un capricho exclusivo para burgueses. Pero es que soy yo, las sábanas y el sol que ya hizo acto de presencia. Pájaros y su algarabía matutina y me duele la cabeza. Voy al cajón y busco mi medicamento, pero no está. Se lo robó mi migraña. Cada maniobra que realizo hace aparecer un taladro en mi cerebro. Y pum pum, como si latiera por cuenta propia, como si mi cabeza fuera un corazón aparte. Siendo sincero, a ratos parece serlo. El mundo es confuso, mis paredes se llenan poco a poco de luz, y yo no lo tolero. No puedo soportar la vida de pie con una jaqueca encima. Me recuesto. Mi cama me recibe siempre cálidamente. No necesito más fidelidad que la suya.
El reloj marca las nueve de la mañana y yo me llevo las manos a la cabeza, como quien acaba de descubrir que tiene una. El sol ya ilumina mi cama, y la migraña se fue. Fue la magia de soñar, supongo. Soñaba con un beso, y tenía rastros de saliva ajena en mis labios. No es ajena, pero el sabor del café frío me hizo creer eso. Músculos se contraen, tiemblo, aunque el Astro Rey se esmere en esfumar los escalofríos de la única forma que cree conveniente: lanzándome sus rayos a diestra y siniestra, sin detenerse, sin moderarse. El sol y la migraña casi siempre son uno solo para mí. Por eso amo los días nublados, porque traen con ellos a la melancolía, al pensamiento… Mi aliento es un desastre, los vellos de mis brazos se erizan y ya no soy más jaqueca, sino más bien un poco de hambre. Para dejar de ser el hambre, tengo que tomar mi llave y abrir la puerta. Pero todavía no amanece el abridor de puertas que llevo adentro. Sí despertó, en cambio, mi fascinación por las sábanas… Duermo.
El reloj marca las diez de la mañana y yo siento morir por el ácido que sube por mi esófago. Es el fantasma del ayuno diario, el conjunto de todas las ocasiones en que no amanezco a tiempo, o no amanecemos todos juntos. Todavía soy el hambre, pero el abridor de puertas permanece ojeroso y no colabora. Me veo en el espejo del baño antes de usar la taza. Tengo una expresión de espanto, y es el hambre y soy yo, pero no encuentro mi llave. En el fondo sé que el único que conoce la locación exacta de mi llavero es el abridor de puertas, pero aún no se ha levantado del todo. ¿Quién se levanta a tiempo para algún compromiso con la nada? Mi estómago se queja y he ahí una buena excusa, un motivo decente para abrir cualquier puerta. Sobre todo por el ácido. De mis cabellos caen pelusas provenientes de las sábanas, que se colgaron de mi cuerpo cuando yo soñaba con el beso. Frenesí onírico y me imagino a mí mismo, con mis manos asiéndose firmemente a una almohada y mis labios llenándola de baba. La taza del baño hace ruido, la regadera luce tentadora. Lástima que el agua caliente no sale hasta las once. De pronto, veo las sábanas y ellas parecen verme a mí. Me entrego a ellas, riendo para mis adentros.
El reloj marca las once de la mañana y yo me levanto aterrorizado al darme cuenta del imperio que la flojera ha levantado sobre mí. Mis pestañas se mueven, mis músculos se estiran, y aunque el abridor de puertas se ha levantado, necesito darme un baño antes de abrir puerta alguna. Abro la llave del agua caliente y lentamente el vapor se apodera de mí, o de mi conciencia. Somos diferentes cosas, y no sé si yo, la conciencia despierta, he amanecido ya. Jabón, shampoo, toallas y lociones. La navaja de afeitar y yo tenemos un diálogo ríspido y crudo. Siempre es ella cortándome y yo volviéndola a usar a diario. Soy masoquista, y ahora añado trocitos de papel sanitario a las heridas que han quedado en mi rostro. Coloco el sanguinario instrumento en su estuche, y pienso en las llaves. Pero luego me asalta el frío y me dice: estás desnudo. El invierno trae consigo ventiscas horrorosas, y entonces veo la ventana abierta y los cajones con ropa interior. También, tomo unas cuantas camisas arrugadas. Mientras me visto, considero que mi conciencia ya ha despertado. Me alegro, y ahora que estoy vestido, con el cabello mojado y el estómago desfalleciendo (duele el ácido cuando sube lentamente), pienso, de nuevo, en las llaves. Las sábanas me llaman, pero esta vez las decepciono. Tiendo mi cama y lo hago con tristeza, porque mis cobijas son siempre las amantes más amorosas, cálidos brazos incondicionales. Dejarlas así, ordenadas, equivale a rechazar a una amante deseosa. Por eso me duele. Pero también, hay almohadas babeadas, y siento asco.
El reloj de la Parroquia indica que son las doce del mediodía, mientras busco frenéticamente las llaves por todo el piso. Pedacitos de despertador y ahora ya soy la culpa. Pero no tengo tiempo para pedir perdón por mis pecados. Quiero salir, porque si me tardo un poco más, ya no seré enteramente yo, sino solamente el hambre. Y si eso me pasa, voy a vomitar jugo gástrico, y todo será un desastre, más de lo que ya es. Palpo algo, son las llaves, y se van directamente a la perilla de la puerta, como si estuvieran imantadas. Quiero saludar a alguien, pero a esta hora todos están ocupados. Y no quiero ser el ignorado, no esta mañana, o tarde. Bajo por las escaleras y escucho al centro y su ruido, quizás no ensordecedor, pero sí un tanto molesto. No tanto como la migraña, claro. Pero todos estos detalles están de más y no los necesito. Yo quiero apagar al hambre que se come mi estómago entero. Me come vivo, y mi esófago se lamenta. Puedo sentir cómo lentamente soy todo hambre, todo antojo, y diviso un puesto de comida a lo lejos. La cuadra, con su gente y sus detalles, con la música y los charcos de agua sucia, sólo altera a mi organismo y sus necesidades. Cuando llego a donde la comida, pido lo que sea. No importa cuánto, ni de qué, ni cómo, sencillamente quiero llenarme. Después de unos segundos de masticar, el corazón me palpita de forma extraña, como reclamándome algo. ¿Qué no nos hemos despertado ya todos? A mi alrededor la gente come y pide más, o la cuenta, o el refresco. Y el sol, en lo alto, ilumina los rostros de la multitud. ¿Quién no se ha despertado todavía? Ahora las sábanas están muy lejos. Pensando en mi cama, me pregunto cuál faceta de mi ser se ha quedado dormida, y entonces algo me interrumpe. Pasa, por la acera de enfrente, una mujer. No cualquiera, por supuesto. Una de blusa entallada y escote digno de contemplación. El color morado de la tela, y la piel morena que se esconde…
En la radio del puesto de comida alguien anuncia que ya es la una de la tarde. Yo miro a la mujer, mientras pago la cuenta de mi desayuno. Llego a la cifra soltando mis dolorosas últimas monedas. Siento, en el pecho, un palpitar grácil y alegre, y algo ha cambiado en mi entrepierna. Ella es Lorena, y va a buscarme, y yo estoy enfrente y no me ha visto. Para cuando cruzo la calle, ya estamos todos de pie. Entonces la sorprendo con un abrazo y un beso robado, y de pronto ya somos todos juntos, ya todos amanecimos. Ha despertado, con un beso, el amante que llevaba descansando.
El reloj marca las siete de la mañana y yo bostezo. Alguien ha echado el periódico por debajo de la puerta. Hay café, pero está frío. Es eso o el agua, y yo elijo el café. Gusto amargo baja y me lamento por el azúcar, que no está. Por lo menos no en mi vasito de café helado. El periódico recita las mismas porquerías de siempre. Tal vez –pienso-, todavía estoy teniendo pesadillas. Lo arrojo debajo de la cama. Algún día sacaré todo el montón de diarios que allí descansan, como noticias obsoletas de un mundo que no se preocupa por mí y por el cual no siento el más mínimo interés. El sol empieza a aparecer por el horizonte, pero el frío es frío y me congela el ánimo. Hay un despertador hecho pedazos en el suelo. Luego me acuerdo: yo fui el salvaje. El asesino despertó en mí, pero no me conviene que siga con los ojos abiertos. Si fue mi despertador, entonces puede ser cualquier cosa, o persona. Las sábanas me llaman, y me interno de nuevo en ellas. Soy yo, las cobijas y el café frío, que sabe horrible. Pero sólo hay agua.
El reloj marca las ocho de la mañana y yo vuelvo a despertar. Ya sé que siempre me sucede lo mismo cuando cedo a las insistentes súplicas de mis sábanas, que se aparecen ante mí, en pleno invierno, como un capricho exclusivo para burgueses. Pero es que soy yo, las sábanas y el sol que ya hizo acto de presencia. Pájaros y su algarabía matutina y me duele la cabeza. Voy al cajón y busco mi medicamento, pero no está. Se lo robó mi migraña. Cada maniobra que realizo hace aparecer un taladro en mi cerebro. Y pum pum, como si latiera por cuenta propia, como si mi cabeza fuera un corazón aparte. Siendo sincero, a ratos parece serlo. El mundo es confuso, mis paredes se llenan poco a poco de luz, y yo no lo tolero. No puedo soportar la vida de pie con una jaqueca encima. Me recuesto. Mi cama me recibe siempre cálidamente. No necesito más fidelidad que la suya.
El reloj marca las nueve de la mañana y yo me llevo las manos a la cabeza, como quien acaba de descubrir que tiene una. El sol ya ilumina mi cama, y la migraña se fue. Fue la magia de soñar, supongo. Soñaba con un beso, y tenía rastros de saliva ajena en mis labios. No es ajena, pero el sabor del café frío me hizo creer eso. Músculos se contraen, tiemblo, aunque el Astro Rey se esmere en esfumar los escalofríos de la única forma que cree conveniente: lanzándome sus rayos a diestra y siniestra, sin detenerse, sin moderarse. El sol y la migraña casi siempre son uno solo para mí. Por eso amo los días nublados, porque traen con ellos a la melancolía, al pensamiento… Mi aliento es un desastre, los vellos de mis brazos se erizan y ya no soy más jaqueca, sino más bien un poco de hambre. Para dejar de ser el hambre, tengo que tomar mi llave y abrir la puerta. Pero todavía no amanece el abridor de puertas que llevo adentro. Sí despertó, en cambio, mi fascinación por las sábanas… Duermo.
El reloj marca las diez de la mañana y yo siento morir por el ácido que sube por mi esófago. Es el fantasma del ayuno diario, el conjunto de todas las ocasiones en que no amanezco a tiempo, o no amanecemos todos juntos. Todavía soy el hambre, pero el abridor de puertas permanece ojeroso y no colabora. Me veo en el espejo del baño antes de usar la taza. Tengo una expresión de espanto, y es el hambre y soy yo, pero no encuentro mi llave. En el fondo sé que el único que conoce la locación exacta de mi llavero es el abridor de puertas, pero aún no se ha levantado del todo. ¿Quién se levanta a tiempo para algún compromiso con la nada? Mi estómago se queja y he ahí una buena excusa, un motivo decente para abrir cualquier puerta. Sobre todo por el ácido. De mis cabellos caen pelusas provenientes de las sábanas, que se colgaron de mi cuerpo cuando yo soñaba con el beso. Frenesí onírico y me imagino a mí mismo, con mis manos asiéndose firmemente a una almohada y mis labios llenándola de baba. La taza del baño hace ruido, la regadera luce tentadora. Lástima que el agua caliente no sale hasta las once. De pronto, veo las sábanas y ellas parecen verme a mí. Me entrego a ellas, riendo para mis adentros.
El reloj marca las once de la mañana y yo me levanto aterrorizado al darme cuenta del imperio que la flojera ha levantado sobre mí. Mis pestañas se mueven, mis músculos se estiran, y aunque el abridor de puertas se ha levantado, necesito darme un baño antes de abrir puerta alguna. Abro la llave del agua caliente y lentamente el vapor se apodera de mí, o de mi conciencia. Somos diferentes cosas, y no sé si yo, la conciencia despierta, he amanecido ya. Jabón, shampoo, toallas y lociones. La navaja de afeitar y yo tenemos un diálogo ríspido y crudo. Siempre es ella cortándome y yo volviéndola a usar a diario. Soy masoquista, y ahora añado trocitos de papel sanitario a las heridas que han quedado en mi rostro. Coloco el sanguinario instrumento en su estuche, y pienso en las llaves. Pero luego me asalta el frío y me dice: estás desnudo. El invierno trae consigo ventiscas horrorosas, y entonces veo la ventana abierta y los cajones con ropa interior. También, tomo unas cuantas camisas arrugadas. Mientras me visto, considero que mi conciencia ya ha despertado. Me alegro, y ahora que estoy vestido, con el cabello mojado y el estómago desfalleciendo (duele el ácido cuando sube lentamente), pienso, de nuevo, en las llaves. Las sábanas me llaman, pero esta vez las decepciono. Tiendo mi cama y lo hago con tristeza, porque mis cobijas son siempre las amantes más amorosas, cálidos brazos incondicionales. Dejarlas así, ordenadas, equivale a rechazar a una amante deseosa. Por eso me duele. Pero también, hay almohadas babeadas, y siento asco.
El reloj de la Parroquia indica que son las doce del mediodía, mientras busco frenéticamente las llaves por todo el piso. Pedacitos de despertador y ahora ya soy la culpa. Pero no tengo tiempo para pedir perdón por mis pecados. Quiero salir, porque si me tardo un poco más, ya no seré enteramente yo, sino solamente el hambre. Y si eso me pasa, voy a vomitar jugo gástrico, y todo será un desastre, más de lo que ya es. Palpo algo, son las llaves, y se van directamente a la perilla de la puerta, como si estuvieran imantadas. Quiero saludar a alguien, pero a esta hora todos están ocupados. Y no quiero ser el ignorado, no esta mañana, o tarde. Bajo por las escaleras y escucho al centro y su ruido, quizás no ensordecedor, pero sí un tanto molesto. No tanto como la migraña, claro. Pero todos estos detalles están de más y no los necesito. Yo quiero apagar al hambre que se come mi estómago entero. Me come vivo, y mi esófago se lamenta. Puedo sentir cómo lentamente soy todo hambre, todo antojo, y diviso un puesto de comida a lo lejos. La cuadra, con su gente y sus detalles, con la música y los charcos de agua sucia, sólo altera a mi organismo y sus necesidades. Cuando llego a donde la comida, pido lo que sea. No importa cuánto, ni de qué, ni cómo, sencillamente quiero llenarme. Después de unos segundos de masticar, el corazón me palpita de forma extraña, como reclamándome algo. ¿Qué no nos hemos despertado ya todos? A mi alrededor la gente come y pide más, o la cuenta, o el refresco. Y el sol, en lo alto, ilumina los rostros de la multitud. ¿Quién no se ha despertado todavía? Ahora las sábanas están muy lejos. Pensando en mi cama, me pregunto cuál faceta de mi ser se ha quedado dormida, y entonces algo me interrumpe. Pasa, por la acera de enfrente, una mujer. No cualquiera, por supuesto. Una de blusa entallada y escote digno de contemplación. El color morado de la tela, y la piel morena que se esconde…
En la radio del puesto de comida alguien anuncia que ya es la una de la tarde. Yo miro a la mujer, mientras pago la cuenta de mi desayuno. Llego a la cifra soltando mis dolorosas últimas monedas. Siento, en el pecho, un palpitar grácil y alegre, y algo ha cambiado en mi entrepierna. Ella es Lorena, y va a buscarme, y yo estoy enfrente y no me ha visto. Para cuando cruzo la calle, ya estamos todos de pie. Entonces la sorprendo con un abrazo y un beso robado, y de pronto ya somos todos juntos, ya todos amanecimos. Ha despertado, con un beso, el amante que llevaba descansando.
7 comentarios:
pues es muy buen escrito,la neta me gusto como plasmaste a la flojera en su maxima exprecion,tambien de como algunos hacen a pedasos su despertador con tal de terminar esa lucha entre dormir y ser despertado,y el final tambien muy bueno,exelente texto.
saludos
El final está muy pero muy genial, y todo el transcurso de al historia tamién, he vivido ese tipo de rutinas infinitas en las que aprece que todo es automatico debido a la hueva, te quedó bien chidíto amigwi.
El final está muy pero muy genial, y todo el transcurso de al historia tamién, he vivido ese tipo de rutinas infinitas en las que aprece que todo es automatico debido a la hueva, te quedó bien chidíto amigwi.
que onda mi buen!!!!!
no mas cuando veo ya tienes otra entrada en tu blog.
esta genial como vas despertando lentamente en la mañana, como lo haces por partes y cada una de tus fasetas lo hacen poco a poco... pero miestras la flojera absoluta.
cuando por fin despiertas motivado, muy motivado diria yo jajaja
Pareciera que estaba yo ahí a un lado sentada viéndote y leyendo tu mente. Muy buen texto.
Siempre me impresiona la cantidad de detalles de tus historias, realmente te transportan al lugar y lo puedes sentir. Muy bueno.
Saludos
Ah cierto, el grupo se llama HTRK, son australianos los descubrí hoy en la madrugada. A su música si le llamaría Post-Punk Revival y no chigaderas como The Killers e Interpol. Justo a tiempo, porque su disco Marry Me Tonight (Pass: albion_son) se colocó en el segundo puesto de mi top 5 2000-2009
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