viernes, 27 de noviembre de 2009

Pasta


El hambre hace estragos en mi cuerpo. Me orilla a tomar decisiones inusuales, como la que acabo de realizar. Vine y me senté en la cocina mientras mi mujer prepara la comida. Nunca lo hago, siempre me quedo sentado en la sala, viendo la televisión o leyendo algún periódico viejo. Repaso, de repente, las ediciones atrasadas de algunas revistas que están atoradas en nuestro revistero. El gato ha aprendido con el tiempo que no debe de mearse en ellas. Pero hoy el hambre era demasiado insoportable y no me permitió tener la paciencia de leer algún artículo del año 1987. Aquí, sentado en la cocina, me llega el aroma a pasta, a puré de tomate, a las especias que a ella le fascinan. Sé que le gusta que la contemple mientras prepara la comida, es un secreto que ella se ha empeñado en esconder, pero siempre delata. No intercambiamos palabras, simplemente la observo y jugueteo con un tenedor, haciéndome el inocente.

Se sienta en el otro extremo de la mesa, con un rallador de queso y un Gouda de apariencia suculenta. Ella está concentrada en su tarea, y me mira ocasionalmente, sólo para cerciorarse de que yo la sigo observando. Cuando ella nota que, en efecto, yo aún la contemplo con toda la ternura que me puede salir del cuerpo, sonríe pícaramente, para luego fijar sus profundos ojos en el plato con el queso rallado. Y de repente miro mis manos y se me ocurre que debería ayudarle, pero no sé cómo. La cocina es de ella y para ella. Mío, pues el pasillo, el baño o el patio, pero no la cocina. Aquí me siento desorientado cada que entro solo. Quiero decir que no sé en cuál alacena están las galletas, en qué cajón descansan los utensilios o detrás de cuál puerta se encuentran las cacerolas. Me levanto de la mesa, murmurando… “limonada, haré una limonada”.

En una cacerola de la estufa se coce la pasta. El agua hierve y el vapor empapa toda la cocina, y también, humedece mi ánimo. Abro y cierro cajones, puertas, contenedores, y ni la jarra de vidrio ni el azúcar aparecen. Era de esperarse, pues soy prácticamente un intruso, completamente ajeno a este territorio. Escucho que mi mujer sigue rallando el queso, y ahora se pone de pie y lo pone en un plato, listo para servirse. El hambre y la desesperación, el abrir y cerrar de las puertitas de madera, el sonido del agua burbujeante, los rayos del sol que entran por la ventana… Las paredes verdes encierran mi angustia, y mi estómago ruge, y ella camina tan tranquila. Yo sigo abriendo puertas, y nada sucede, el azúcar no aparece ante mis ojos. La jarra, ni de broma. Mi mujer se me pierde de vista, tal vez por el vapor, tal vez porque el hambre me confunde y no puedo ver bien. Cuando volteo, mi amada está poniendo sobre la mesa una bolsita con limones, la azucarera, y la jarra de vidrio azul. No me mira a los ojos, pero sé que está sonriendo.

Mi arrebatada búsqueda me llevó a encontrarme con el exprimidor de limones y un par de cuchillos. Corto los limones y veo cómo las gotas salen volando a contraluz. Inmediatamente el ambiente se llena de un aroma cítrico que bailotea en mi nariz, y se me irritan ligeramente los ojos. A momentos, sumido en la pasividad del mediodía, se me olvida que tengo hambre. Pero luego, mi mujer enciende la licuadora y prepara yo no sé qué cosas. Es entonces cuando me acuerdo de otra razón por la cual no me gusta estar en la cocina cuando mi esposa prepara los alimentos. No tolero las licuadoras, aunque su contenido casi siempre termine dejándome satisfecho. Ella se da cuenta de mi disgusto, se acerca sigilosamente, y me abraza por la espalda. Los limones ya están todos partidos por la mitad.

Tomo el exprimidor, me acuerdo del hambre, y suspiro. Entrar con tanta anticipación a la cocina sólo había incrementado mi necesidad de comer. Mejor me hubiera quedado en la sala, correteando al gato. Pero luego veo a mi mujer, me fijo en la fascinación que tiene por lo que hace, y me esfuerzo por sacarle hasta la última gota a cada limón. Me arden las heridas que tengo en los dedos, el jugo escurre por mis manos. Necesito urgentemente una servilleta, o una toalla. Durante unos cuantos segundos, soy víctima del ácido cítrico. Aparece, de pronto, una mano con una toalla de papel. Me seco las gotas que bajan por mi piel, y le doy las gracias a la mujer que adivinó mi necesidad. Llevo la jarra con el jugo hasta el garrafón del agua, y la lleno. El gato empieza a maullar, y creo que es porque tiene hambre. Pienso: ya somos dos. Justo cuando pongo la jarra en la mesa con todas las intenciones de buscar el alimento para el gato, noto que mi mujer ya camina hacia él, con la lata de comida en mano.

Le agrego el azúcar al agua y comienzo a batirla con lentitud. Mi esposa abre la ventana y entra una ligera brisa que me eriza los vellos de los brazos. Los quejidos de mi estómago son cada vez más frecuentes, pero por ahora sólo me preocupa que el agua no quede demasiado ácida, ni demasiado dulce. Con emoción, veo que mi esposa ya saca los manteles individuales junto con los platos azules. Eso quiere decir, para mi buena fortuna, y para el bienestar de mi estómago, que la comida está lista. Mi mujer sirve la pasta en cada plato, y yo pongo los cubiertos sobre los manteles. Coloco también los vasos de vidrio, y me dispongo a esperar mi platillo. El hambre me hace creer que llevo un ser vivo en el estómago. Pienso que todo está en orden. Mi amada pone frente a mí el plato con la pasta, que está bañada en una cremosa salsa de tomate con especias. Con sus delicadas manos, ella esparce el queso Gouda rallado sobre todo el platillo y me besa la frente. Yo, por fin, tomo mi tenedor y me dedico a darle gusto a mi paladar. Describir toda la gama de sensaciones que me provocó el primer bocado es tarea difícil. Hubo placer, hubo felicidad, hubo retortijones de satisfacción… Hubo, también, un momento en el que me quedé mirando a mi cocinera.

Descubrí que, antes de sentarse, probó la limonada. Discretamente tomó el azúcar y le agregó unas cuantas cucharadas extra. Se echó a reír, y yo me sentí avergonzado. Entablamos una conversación cordial y amena, y confieso que a momentos no ponía atención a lo que me decía. Observarla con atención era el postre ideal, el complemento perfecto de una pasta que, al igual que la mujer que la preparó, me había conquistado sin remedio.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Sandalias


Mucha gente camina por aquí todos los días, y ni por eso suben las ventas. Ya nadie compra sandalias, ni resorteras, ni ligas de hule. No se me venden las diademas de plástico para el cabello, y a nadie le interesan ya las carteras de colores. Imagino que debe ser la crisis, aunque también pienso que estas nuevas generaciones se interesan por otras cosas que yo no les puedo vender. Pasan muchachos de secundaria, pasan amas de casa con bolsas llenas de verduras, pasan grupos de jóvenes, uno tras otro, y pasan familias completas. Todos esperan el camión, la parada del mercado siempre se satura. Ya nadie compra las sandalias, ni las resorteras, ni las ligas de hule.

Llama mi atención una mujer morena de rebozo rosado y larga falda azul marino. Lleva el cabello negro recogido en una larga trenza, y su piel está curtida por el sol. Trae un bebé en brazos, que llora sin detenerse, y la acompaña una niña. La chiquilla, de unos diez años, viene vestida con una sudadera verde, llena de manchas y parches, y un pants color azul rey, igual de desgastado. Se detienen en la esquina de la farmacia y esperan su turno para cruzar. La mujer luce desesperada, siempre con la cabeza gacha. La niña se ve seria, y se sujeta firmemente de la falda de su madre. Detrás de ellas viene un niño, de unos cuatro años, portando una playera roja descolorida y unos pantalones de mezclilla que le quedan muy cortos. El niño, a diferencia de su madre y de su hermana, se ve contento y tiene los ojos brillantes. Transmite una sensación muy particular, como si al verlo le dieran ganas a uno de hacer alguna travesura, de volver a esa edad en la que todo parecía gracioso y el mundo importaba poco.

Fueron acercándose lentamente a mi puesto, sin dirigirse la palabra. El bebé no paraba de llorar y su mamá no hacía nada al respecto. Entendí que a veces no sirve de nada preocuparse. Me fijé en un pequeño detalle: el niño iba descalzo, y sus pies, además de estar sucios, iban dejando rastros de sangre. Pero él seguía caminando rápidamente, tratando de seguirles el paso a su mamá y a su hermana mayor, y sonriéndole a la vida. Clavó su mirada en mi puesto, y pensé que de nada serviría, pues no creí que su madre quisiera comprarle algún juguete. Luego me di cuenta de que eso no era exactamente lo que él estaba mirando. Sus ojos resplandecieron con más fuerza, levantó las cejas como sorprendido, y soltó una risita. A pesar de que yo lo observaba fijamente, él no notó mi presencia, y aunque lo hubiera hecho, me temo que no habría cambiado su decisión sobre lo que haría a continuación.

Su mamá y su hermana habían quedado frente a la calle, dándome la espalda. Esperaban el camión que les correspondía. El niño, discretamente, quedó frente a mi puesto, la mesita con la mercancía estaba a su alcance. En un instante, tomó un par de sandalias, miró a su alrededor, y las escondió en los bolsillos de su pantalón. Jamás se percató de que yo estaba ahí, y me limité a reír mientras él y su familia se subían al camión. Se sentó junto a la ventanilla y, por fin, se fijó en mí. Me regaló una enorme sonrisa y yo la correspondí. Cuando recordé al niño robando la mercancía, me sentí profundamente humillado, renuncié a mi empleo de vendedor y fui reemplazado por una jovencita de pechos sobresalientes y escotes indiscretos. Cada que paso por ahí, hay una larga fila de clientes, todos hombres, esperando comprar cualquier cosa.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Mientras la lagartija se esconde


Estaba sentado frente a la barda del patio cuando llegó la lagartija y se posó nerviosamente en la pared, buscando algún buen sitio para recibir los rayos del sol. Terminó por situarse al borde, justo en el límite entre mi casa y la casa de los vecinos. Allí se posó y se quedó quieta durante un largo rato. Pensé en aquella mujer y en la enfermiza distancia que ahora reinaba entre nosotros. Años atrás éramos inseparables, y yo le dedicaba cada párrafo, verso o frase que salía de mi mente. Éramos tan jóvenes, tan crédulos del amor, que a veces imaginaba que ella sería la primera y única mujer de mi vida. El tiempo me mostró, no sin sufrimiento, lo equivocado que me encontraba. Fue la lagartija, con su penetrante mirada y sus ademanes nerviosos, la que me hizo sentir infeliz a las doce del mediodía. Quizás ella lo ignoraba, pero su imagen me transportaba, no sé por qué, a esa mujer.

Durante los siguientes días, adquirí el hábito de salir al patio a la misma hora para ver si tenía la suerte de contemplar de nuevo a la lagartija. No tenía nada en especial, era un miembro común y corriente de su especie. Poseía un color verde parduzco que a ratos parecía café, y no era excepcionalmente grande. Aún así, contemplarla me entretenía y le daba a mi vida un momento de simplona tranquilidad. Gradualmente la lagartija llegaba más temprano a nuestra involuntaria cita, y hubo una ocasión en que, en cuanto me vio llegar, salió huyendo. Esa vez me quedé sentado en la pequeña barda que está frente a la pared preferida del reptil aquel, y de nuevo me inundó el recuerdo de esa mujer y del tórrido romance que alguna vez alimentamos. Descubrí lo fácil que puede perderse un amor así. Es como un remolino que comienza con mucha furia y termina perdiéndose en el aire, sin que nada pueda regenerarlo. Sólo el tiempo y la casualidad pueden recrearlo. ¿Cuantos años más podían pasar? ¿Cuántas casualidades?

Los días pasaron y la lagartija, de repente, dejó de acudir a la pared. Llegué a preguntarme por su bienestar, pues por aquí abundan ciertos depredadores que sienten predilección por animales como ella. Me entristecí de sólo pensar en su pequeño cuerpo siendo masticado por algún perro callejero flaco y sarnoso. Realmente me había encariñado con aquel reptil. Estaba sumido en mi incipiente malestar cuando mi novia salió al patio y me vio allí, sentado y cabizbajo. Amo su abnegación, amo sus cuidados, su cariño cálido y sus atenciones. Me encanta su amor estable y sincero. Pero es que la lagartija… Y es que mi antiguo amor… Mi mujer me preguntó el motivo de mi tristeza y yo no fui capaz de responderle con palabras. Se sentó junto a mí e hizo que recostara mi cabeza en su hombro, para acariciarme y llenarme de mimos. Yo no podía explicarle el asunto del reptil porque era algo bastante tonto, y mucho menos podía contarle sobre aquella mujer, tan lejana ya… Eran situaciones distintas, pero la casualidad nos había juntado en el patio a la lagartija, al recuerdo de mi primer amor, y a mí.

Mi mujer me llevó a la cama y allí pude dejar de pensar en el asunto del muro. Me dediqué por completo a corresponder las atenciones de mi leal amada. No obstante, preso de la intranquilidad y una incipiente obsesión, acudí al día siguiente al patio, esperando encontrarme con la lagartija. Ella no estaba allí, pero en vez de desilusionarme, tuve una idea que parecía sensata. Busqué alguna carnada para atraer al reptil, encontrando en las macetas un par de chapulines grandes y un tanto desagradables. Les arranqué los miembros y los dejé retorciéndose en la parte superior del muro, del lado derecho, por donde siempre entra la lagartija. Luego me puse a esperar al citado animal. Mientras tanto, el sol caía sobre mi cuerpo con pesadez y empecé a sudar. El pequeño reptil no hacía acto de presencia y yo caí de nuevo en el pensamiento de aquella mujer que tanto amé, la primera que me entregó su corazón y de la cual ya nada sabía. Las nubes no aparecían, la lagartija tampoco. Mi novia pasó de un lado a otro del comedor, sin que me dejara saber qué es lo que estaba haciendo. Escuché a los chapulines mientras trataban de moverse y sentí que había sido una aberración amputarles los miembros, pero todo era por una buena causa. No, buena causa no, una extraña causa. Ya no sabía muy bien qué era lo que realmente me motivaba a seguir esperando al ingrato reptil. El patio parecía un desierto y en mi cabeza aleteaban, inquietos y desordenados, mis pensamientos. A ratos aparecía la imagen de mi primera amante, y luego pensaba en la lagartija y ya no sabía muy buen cual era cual. Comencé a marearme, luego los chapulines y mi novia y el sol y las sombras y yo y lo demás. Y la mujer y el amor y el sudor y la risa y ya no puedo. Dije “basta”. Me puse de pie y decidí terminar, de una vez por todas, con esa absurda situación.

Sin embargo, no pude avanzar mucho. En cuanto me paré, cerré los ojos por el mareo y escuché un ligero crunch crunch, como si alguien estuviese masticando algo. Levanté la mirada hacia el muro y ahí estaba la lagartija, degustando esos ricos chapulines con voracidad. Ahora que el reptil había llegado a la cita, yo no sabía muy bien qué hacer. ¿Y si la atrapaba? Podría fácilmente construir algún terrario para conservarla. O podría tomarle una fotografía para guardarla como un bonito, aunque excéntrico recuerdo. O podía hacer ambas cosas. Me acerqué a la pared mientras la lagartija masticaba su comida y pude observarla con detenimiento. Ahora, más que nunca, el animalito me resultaba encantador. Mientras cerraba sus mandíbulas, parecía mirarme, y movía la cabeza de un lado a otro, no sé por qué motivo en realidad, pero me gusta pensar que lo hacía para apreciarme mejor. Cuando terminó de devorar el segundo chapulín, noté algo extraño en su cuerpo, algo que no había visto en ocasiones anteriores. El lagartijo tenía una franja roja en su espalda, que terminaba con una mancha triangular en su cabeza. Parecía que tenía una flecha pintada en las escamas. Tomé la decisión de atraparlo para observar dicha característica con más detalle. Me convertí, de pronto, en un depredador, en el más peligroso que el pobre animalito podría tener jamás. Levanté los dos brazos, lentamente y en silencio, sin apartar la vista de mi presa. Ella me miraba fijamente, con una mirada curiosa y un tanto hueca. Hubo algunos momentos de elevada tensión entre los dos, y todo el entorno pareció desaparecer.

Di unos cuantos pasos con sigilo, y haciendo uso de unos reflejos que no sabía que tenía, moví rápidamente mi mano derecha, atrapando al lagartijo entre mis dedos. No se movió, simplemente encajó sus pequeñas garras en mi piel y me permitió mirarlo. La franja roja parecía ser natural. Como sabía que la lagartija no permanecería mucho tiempo en mis manos, decidí mostrársela a mi novia, que estaba parada en el comedor, observando mi hazaña. En cuanto caminé hacia ella, el animalito se escapó de mis manos y corrió al interior de la casa. Era increíblemente veloz y lo perseguí, no sin antes avisar a mi mujer de lo que estaba pasando. La puerta del patio estaba abierta, así que el reptil entró y mi novia no pudo atraparlo. El animalito cruzó el comedor y salió por la puerta de entrada. Yo seguía corriendo, estaba decidido a capturar al desgraciado animal y avisé a mi mujer, con un grito, mientras abría la puerta, de que iría a cazar a la lagartija.

Esto no fue nada sencillo. Como ya dije, el animal corría sin detenerse y, lo que es peor, podía escurrirse entre los rincones a los que yo ni siquiera podía asomarme. La lagartija seguía escapando endemoniadamente, y me imagino que debí haberme visto algo estúpido siguiendo a un reptil al que muy pocas personas consideran de importancia. Ya no se trataba de perseguir al animal por los motivos que antes me habían llevado a querer atraparlo, sino más bien porque el lagartijo se había burlado de mí. Yo le había dado de comer y ahora me respondía con semejante barbaridad. Eso era para mí algo intolerable. Luego pensé, “¿qué haré cuando lo tenga de nuevo en la mano?”, pero dicha idea no prosperó en mi cabeza. Yo no tenía tiempo para cavilar. El sol seguía brillando en todo lo alto, convirtiéndome en un frenético y sudoroso maniático, persiguiendo a un bicho que cabía en la palma de mi mano. A veces, aprovechándose de sus habilidades, el lagartijo trepaba por las paredes de las casas, colocándose muy lejos de mi alcance. Me preguntaba hasta donde diablos me llevaría el condenado animal.

Estuve tanto tiempo observando a la pequeña flecha roja mientras corría sobre la calle, que no me detuve a mirar en donde nos estábamos metiendo. Sin dejarme ver exactamente cómo había sucedido, la lagartija se había internado en un enorme terreno baldío al que ya no pude acceder, por cansancio, por hartazgo y porque pensaba que todo había sido algo tonto. Pero entonces me fijé en la casa que estaba al lado izquierdo del terreno baldío y retrocedí unos pasos. Ahí estaba, parada frente a la puerta, mi primer amor, vestida de forma modesta, pero igual de hermosa que cuando fuimos novios. Me vio, la vi, y lentamente me acerqué a ella. Nos saludamos titubeando y reíamos nerviosos. Conforme yo iba caminando, una sonrisa se iba dibujando en su rostro. Me imagino que en el mío sucedió lo mismo. Cuando llegué a ella, escuché un ruido proveniente del terreno baldío. Volteamos y vimos al lagartijo, ya sin su flecha roja. Sonreí mientras la lagartija se escondía. Abracé a la mujer que durante tanto tiempo había sido mi musa predilecta y la besé. Aquel embrollo del reptil había culminado en una escena que jamás habría imaginado. Nos metimos a su casa y evitamos toda clase de conversación, de explicación o de pretexto. Simplemente comenzamos a deshacernos de las fantasías que anidaban desde hace tiempo en nuestras cabezas de la única manera posible: llevándolas a cabo.

Regresé a casa y mi novia me esperaba con los brazos abiertos, deseosa de saber qué había sucedido con el lagartijo. Yo sonreí y le dije que lo había perdido de vista. Ella suspiró y me dio un tierno beso en la frente. Desde entonces, cada que aparece una lagartija, la persigo hasta que, por una inocente casualidad, termino en aquel terreno baldío… O mejor dicho, en la casa que está al lado.

martes, 10 de noviembre de 2009

La amante perfecta


Llevábamos anoche una conversación amena a lo largo de la calle. Aunque el frío calaba hondo en los huesos, su verborrea me mantenía cálido, como lo haría la más gruesa de las cobijas. Miraba la profundidad de sus pupilas y la tonalidad de su iris, y me pellizcaba a propósito, detonando sus femeninas risotadas. Caminábamos en sentido opuesto a los automóviles, y si alguien me miró o me reconoció no me interesa en realidad. Estaba tan anonadado con mi amante perfecta que no habría tenido tiempo para saludar a nadie.

Cuadra por cuadra, esquina por esquina. Ya conocíamos la ruta de memoria, al menos tan bien como nos conocemos el uno al otro. Ella ha aparecido en mi vida de manera espontánea y con el paso de los meses se ha encarnado profundamente en mi rutina. Brilla en mi interior con tanta fuerza como lo haría la mismísima llama del Espíritu Santo en las más sombrías tinieblas. La firmeza de su acento me abofetea, y la pureza de su sonrisa me ha hecho morder el anzuelo más certero que jamás antes se había presentado ante mí. De esto último no estoy tan arrepentido. Después de todo, se trata de mi mujer perfecta, la que pedí al cielo una noche, lloroso y miserable.

Ella conoce mi pasado y es casi un archivo histórico viviente de mi persona, un contenedor de mis memorias más importantes y también de las más inverosímiles. A veces me percato, con horror, de lo acertadas que son sus predicciones. Está tan familiarizada con mis decisiones, que cuando cometo algún error se limita a mirarme con los ojos llenos de conmiseración y me dice “te lo dije”. Es sabedora, de cabo a rabo, de todas mis aficiones y pasatiempos, y los comparte conmigo, por más simplones o excéntricos que sean. Es por eso que la quiero tanto, por que es la mujer perfecta, la que pedí al cielo una noche, lagrimoso y suplicante.

Seguíamos caminando. Recordé que la oscuridad la incomodaba muchísimo, así que hice lo posible por evitar las penumbras de la calle. Nos dirigíamos de una luz a otra, corriendo, como quienes esquivan la lluvia. ¿Qué importa que las personas nos miren con desdén? ¿Pensarán acaso que estamos locos? ¡Qué más da! Ella es la mujer perfecta para mí, y el resto del universo me parece falso cuando estoy a su lado. Una vez que entramos a una zona con un poco más de actividad humana, llena de bares, establecimientos y demás luces variadas, nuestra conversación deja de basarse en las risas y se establece de pronto en el territorio de lo concupiscente. Su tono de voz se suaviza, sus palabras salen de sus labios de forma lánguida y sensual, y de repente ya no le tiene miedo a nada, ni siquiera a las sombras que tanto la persiguen. Prosigo nuestro cálido y un tanto romántico diálogo, y me la llevo, sin dudarlo un segundo, al tronco de un árbol decrépito. Allí la instalo, la rodeo con mis brazos y la dejo sin escapatoria. Es completamente mía, soy enteramente suyo.

Pasa la gente junto al árbol y se nos quedan viendo, y yo pienso: malditos puritanos. ¿Es que es ilegal querer tanto a mi mujer perfecta? Yo sigo hablando, no me detengo, selecciono mis palabras con cuidado, ella se sonroja. ¡La he intimidado! Mi lengua se ha soltado sin vergüenza, le recito poemas, los voy ideando al instante. Su belleza… Empiezo a pensar que su belleza no debería ser permitida en este planeta, y sin embargo, no deja de ser mi mujer perfecta. ¡Que no pare nuestra conversación! Hablo, a veces, en voz alta, y a ratos surge una voz trémula de mi garganta. Ella luce fascinada, ella no para de hablar, ella lo es todo y no es nada, ojala pudiera imitarla, pero me limito a conquistarla con palabras, arrojadas como flechas llameantes, con un destino fijo: su corazón.

Una de las personas que va pasando por la banqueta que está al lado del árbol me da dos palmadas en el hombro. Es mi psicólogo.

“¿Otra vez hablando solo?” me pregunta.