El hambre hace estragos en mi cuerpo. Me orilla a tomar decisiones inusuales, como la que acabo de realizar. Vine y me senté en la cocina mientras mi mujer prepara la comida. Nunca lo hago, siempre me quedo sentado en la sala, viendo la televisión o leyendo algún periódico viejo. Repaso, de repente, las ediciones atrasadas de algunas revistas que están atoradas en nuestro revistero. El gato ha aprendido con el tiempo que no debe de mearse en ellas. Pero hoy el hambre era demasiado insoportable y no me permitió tener la paciencia de leer algún artículo del año 1987. Aquí, sentado en la cocina, me llega el aroma a pasta, a puré de tomate, a las especias que a ella le fascinan. Sé que le gusta que la contemple mientras prepara la comida, es un secreto que ella se ha empeñado en esconder, pero siempre delata. No intercambiamos palabras, simplemente la observo y jugueteo con un tenedor, haciéndome el inocente.
Se sienta en el otro extremo de la mesa, con un rallador de queso y un Gouda de apariencia suculenta. Ella está concentrada en su tarea, y me mira ocasionalmente, sólo para cerciorarse de que yo la sigo observando. Cuando ella nota que, en efecto, yo aún la contemplo con toda la ternura que me puede salir del cuerpo, sonríe pícaramente, para luego fijar sus profundos ojos en el plato con el queso rallado. Y de repente miro mis manos y se me ocurre que debería ayudarle, pero no sé cómo. La cocina es de ella y para ella. Mío, pues el pasillo, el baño o el patio, pero no la cocina. Aquí me siento desorientado cada que entro solo. Quiero decir que no sé en cuál alacena están las galletas, en qué cajón descansan los utensilios o detrás de cuál puerta se encuentran las cacerolas. Me levanto de la mesa, murmurando… “limonada, haré una limonada”.
En una cacerola de la estufa se coce la pasta. El agua hierve y el vapor empapa toda la cocina, y también, humedece mi ánimo. Abro y cierro cajones, puertas, contenedores, y ni la jarra de vidrio ni el azúcar aparecen. Era de esperarse, pues soy prácticamente un intruso, completamente ajeno a este territorio. Escucho que mi mujer sigue rallando el queso, y ahora se pone de pie y lo pone en un plato, listo para servirse. El hambre y la desesperación, el abrir y cerrar de las puertitas de madera, el sonido del agua burbujeante, los rayos del sol que entran por la ventana… Las paredes verdes encierran mi angustia, y mi estómago ruge, y ella camina tan tranquila. Yo sigo abriendo puertas, y nada sucede, el azúcar no aparece ante mis ojos. La jarra, ni de broma. Mi mujer se me pierde de vista, tal vez por el vapor, tal vez porque el hambre me confunde y no puedo ver bien. Cuando volteo, mi amada está poniendo sobre la mesa una bolsita con limones, la azucarera, y la jarra de vidrio azul. No me mira a los ojos, pero sé que está sonriendo.
Mi arrebatada búsqueda me llevó a encontrarme con el exprimidor de limones y un par de cuchillos. Corto los limones y veo cómo las gotas salen volando a contraluz. Inmediatamente el ambiente se llena de un aroma cítrico que bailotea en mi nariz, y se me irritan ligeramente los ojos. A momentos, sumido en la pasividad del mediodía, se me olvida que tengo hambre. Pero luego, mi mujer enciende la licuadora y prepara yo no sé qué cosas. Es entonces cuando me acuerdo de otra razón por la cual no me gusta estar en la cocina cuando mi esposa prepara los alimentos. No tolero las licuadoras, aunque su contenido casi siempre termine dejándome satisfecho. Ella se da cuenta de mi disgusto, se acerca sigilosamente, y me abraza por la espalda. Los limones ya están todos partidos por la mitad.
Tomo el exprimidor, me acuerdo del hambre, y suspiro. Entrar con tanta anticipación a la cocina sólo había incrementado mi necesidad de comer. Mejor me hubiera quedado en la sala, correteando al gato. Pero luego veo a mi mujer, me fijo en la fascinación que tiene por lo que hace, y me esfuerzo por sacarle hasta la última gota a cada limón. Me arden las heridas que tengo en los dedos, el jugo escurre por mis manos. Necesito urgentemente una servilleta, o una toalla. Durante unos cuantos segundos, soy víctima del ácido cítrico. Aparece, de pronto, una mano con una toalla de papel. Me seco las gotas que bajan por mi piel, y le doy las gracias a la mujer que adivinó mi necesidad. Llevo la jarra con el jugo hasta el garrafón del agua, y la lleno. El gato empieza a maullar, y creo que es porque tiene hambre. Pienso: ya somos dos. Justo cuando pongo la jarra en la mesa con todas las intenciones de buscar el alimento para el gato, noto que mi mujer ya camina hacia él, con la lata de comida en mano.
Le agrego el azúcar al agua y comienzo a batirla con lentitud. Mi esposa abre la ventana y entra una ligera brisa que me eriza los vellos de los brazos. Los quejidos de mi estómago son cada vez más frecuentes, pero por ahora sólo me preocupa que el agua no quede demasiado ácida, ni demasiado dulce. Con emoción, veo que mi esposa ya saca los manteles individuales junto con los platos azules. Eso quiere decir, para mi buena fortuna, y para el bienestar de mi estómago, que la comida está lista. Mi mujer sirve la pasta en cada plato, y yo pongo los cubiertos sobre los manteles. Coloco también los vasos de vidrio, y me dispongo a esperar mi platillo. El hambre me hace creer que llevo un ser vivo en el estómago. Pienso que todo está en orden. Mi amada pone frente a mí el plato con la pasta, que está bañada en una cremosa salsa de tomate con especias. Con sus delicadas manos, ella esparce el queso Gouda rallado sobre todo el platillo y me besa la frente. Yo, por fin, tomo mi tenedor y me dedico a darle gusto a mi paladar. Describir toda la gama de sensaciones que me provocó el primer bocado es tarea difícil. Hubo placer, hubo felicidad, hubo retortijones de satisfacción… Hubo, también, un momento en el que me quedé mirando a mi cocinera.
Descubrí que, antes de sentarse, probó la limonada. Discretamente tomó el azúcar y le agregó unas cuantas cucharadas extra. Se echó a reír, y yo me sentí avergonzado. Entablamos una conversación cordial y amena, y confieso que a momentos no ponía atención a lo que me decía. Observarla con atención era el postre ideal, el complemento perfecto de una pasta que, al igual que la mujer que la preparó, me había conquistado sin remedio.
Se sienta en el otro extremo de la mesa, con un rallador de queso y un Gouda de apariencia suculenta. Ella está concentrada en su tarea, y me mira ocasionalmente, sólo para cerciorarse de que yo la sigo observando. Cuando ella nota que, en efecto, yo aún la contemplo con toda la ternura que me puede salir del cuerpo, sonríe pícaramente, para luego fijar sus profundos ojos en el plato con el queso rallado. Y de repente miro mis manos y se me ocurre que debería ayudarle, pero no sé cómo. La cocina es de ella y para ella. Mío, pues el pasillo, el baño o el patio, pero no la cocina. Aquí me siento desorientado cada que entro solo. Quiero decir que no sé en cuál alacena están las galletas, en qué cajón descansan los utensilios o detrás de cuál puerta se encuentran las cacerolas. Me levanto de la mesa, murmurando… “limonada, haré una limonada”.
En una cacerola de la estufa se coce la pasta. El agua hierve y el vapor empapa toda la cocina, y también, humedece mi ánimo. Abro y cierro cajones, puertas, contenedores, y ni la jarra de vidrio ni el azúcar aparecen. Era de esperarse, pues soy prácticamente un intruso, completamente ajeno a este territorio. Escucho que mi mujer sigue rallando el queso, y ahora se pone de pie y lo pone en un plato, listo para servirse. El hambre y la desesperación, el abrir y cerrar de las puertitas de madera, el sonido del agua burbujeante, los rayos del sol que entran por la ventana… Las paredes verdes encierran mi angustia, y mi estómago ruge, y ella camina tan tranquila. Yo sigo abriendo puertas, y nada sucede, el azúcar no aparece ante mis ojos. La jarra, ni de broma. Mi mujer se me pierde de vista, tal vez por el vapor, tal vez porque el hambre me confunde y no puedo ver bien. Cuando volteo, mi amada está poniendo sobre la mesa una bolsita con limones, la azucarera, y la jarra de vidrio azul. No me mira a los ojos, pero sé que está sonriendo.
Mi arrebatada búsqueda me llevó a encontrarme con el exprimidor de limones y un par de cuchillos. Corto los limones y veo cómo las gotas salen volando a contraluz. Inmediatamente el ambiente se llena de un aroma cítrico que bailotea en mi nariz, y se me irritan ligeramente los ojos. A momentos, sumido en la pasividad del mediodía, se me olvida que tengo hambre. Pero luego, mi mujer enciende la licuadora y prepara yo no sé qué cosas. Es entonces cuando me acuerdo de otra razón por la cual no me gusta estar en la cocina cuando mi esposa prepara los alimentos. No tolero las licuadoras, aunque su contenido casi siempre termine dejándome satisfecho. Ella se da cuenta de mi disgusto, se acerca sigilosamente, y me abraza por la espalda. Los limones ya están todos partidos por la mitad.
Tomo el exprimidor, me acuerdo del hambre, y suspiro. Entrar con tanta anticipación a la cocina sólo había incrementado mi necesidad de comer. Mejor me hubiera quedado en la sala, correteando al gato. Pero luego veo a mi mujer, me fijo en la fascinación que tiene por lo que hace, y me esfuerzo por sacarle hasta la última gota a cada limón. Me arden las heridas que tengo en los dedos, el jugo escurre por mis manos. Necesito urgentemente una servilleta, o una toalla. Durante unos cuantos segundos, soy víctima del ácido cítrico. Aparece, de pronto, una mano con una toalla de papel. Me seco las gotas que bajan por mi piel, y le doy las gracias a la mujer que adivinó mi necesidad. Llevo la jarra con el jugo hasta el garrafón del agua, y la lleno. El gato empieza a maullar, y creo que es porque tiene hambre. Pienso: ya somos dos. Justo cuando pongo la jarra en la mesa con todas las intenciones de buscar el alimento para el gato, noto que mi mujer ya camina hacia él, con la lata de comida en mano.
Le agrego el azúcar al agua y comienzo a batirla con lentitud. Mi esposa abre la ventana y entra una ligera brisa que me eriza los vellos de los brazos. Los quejidos de mi estómago son cada vez más frecuentes, pero por ahora sólo me preocupa que el agua no quede demasiado ácida, ni demasiado dulce. Con emoción, veo que mi esposa ya saca los manteles individuales junto con los platos azules. Eso quiere decir, para mi buena fortuna, y para el bienestar de mi estómago, que la comida está lista. Mi mujer sirve la pasta en cada plato, y yo pongo los cubiertos sobre los manteles. Coloco también los vasos de vidrio, y me dispongo a esperar mi platillo. El hambre me hace creer que llevo un ser vivo en el estómago. Pienso que todo está en orden. Mi amada pone frente a mí el plato con la pasta, que está bañada en una cremosa salsa de tomate con especias. Con sus delicadas manos, ella esparce el queso Gouda rallado sobre todo el platillo y me besa la frente. Yo, por fin, tomo mi tenedor y me dedico a darle gusto a mi paladar. Describir toda la gama de sensaciones que me provocó el primer bocado es tarea difícil. Hubo placer, hubo felicidad, hubo retortijones de satisfacción… Hubo, también, un momento en el que me quedé mirando a mi cocinera.
Descubrí que, antes de sentarse, probó la limonada. Discretamente tomó el azúcar y le agregó unas cuantas cucharadas extra. Se echó a reír, y yo me sentí avergonzado. Entablamos una conversación cordial y amena, y confieso que a momentos no ponía atención a lo que me decía. Observarla con atención era el postre ideal, el complemento perfecto de una pasta que, al igual que la mujer que la preparó, me había conquistado sin remedio.