- Yo no sé ni por qué te arrepientes, me cae que Rosa ni está tan bonita así como para que le chilles.
Cuando Octavio me dijo esto, lo primero que se me vino a la cabeza fue “dale un chingadazo en la cara”. Y, ¿qué crees? Eso fue precisamente lo que hice. No es que Rosa sea la mejor novia del universo, pero es mi novia a fin de cuentas, así que, por lógica, no se merece ni tantito lo que acababa de hacerle. A escondidas, claro. Pero para que yo pueda decirte más o menos por qué estaba tan arrepentido, tendría que explicar a grandes rasgos (o a pequeños detalles) todo lo que sucedió esa noche.
Era viernes por la noche y yo estaba en mi casa, frente a un escritorio con 85 ejercicios de álgebra que me miraban con burla. “Estás pendejo si crees que te vas a recibir de ingeniero sin saber cómo resolvernos” era lo que parecían decirme, con sus letras y sus símbolos todos revueltos, a manera de jeroglíficos. Y yo, que no soy Egiptólogo ni pretendo llegar a serlo, me estaba comenzando a desesperar, porque en mi casa no había ni una pista, instrucción o consejo que pudiera iluminarme aunque fuera un poquito. En esas estaba cuando de repente llegan Octavio y Saúl y acceden a explicarme los chingados ejercicios con la condición de que fuera con ellos a una fiesta. No es que no me gusten las fiestas, pero sin duda no se me ocurre pensar en ellas cuando tengo al álgebra apretándome el cerebro de manera inmisericorde y perra. Como ya mencioné, llegaron estos dos personajes y de alguna manera logré entender todo lo que tenían por explicarme. Que si la suma del polinomio, que si la recta, que si la chingada raíz cuadrada, etc. Creo que los ejercicios de álgebra tenían todo el derecho de burlarse de mí, porque sinceramente me estaba sintiendo bien inútil.
Octavio te lo explica todo de manera franca, directa y dolorosa. Es como esos profesores de la primaria que casi te sacaban los ojos cuando escribías mal tu propio nombre en la hoja del examen. Y es que aunque ellos ya sabían quien eras, como que les daba placer verte humillado por nimiedades. Pero esas nimiedades sí pesan a fin de cuentas, porque ahorita me estaba sintiendo empequeñecido por problemitas, que Octavio y Saúl se empeñaron en hacer parecer todavía más sencillos. Y lo peor del caso es que yo no podía quejarme, porque a fin de cuentas yo era el que no entendía. A Saúl tampoco puedes preguntarle el porqué de nada. “Así se hace y no preguntes”. Hágase, pues, tu voluntad.
Tardamos una media hora en contestar más de la mitad de los ejercicios (yo había tratado de responder siquiera uno solo y se me había pasado una hora mirando el libro como baboso) y de pronto ya estaban mis dos amigos mirándome como novias a punto de recibir el anillo de compromiso. Iba a tener que acompañarlos a la fiesta, más por obligación que por sinceras ganas, y la verdad, eso me puso de malas. Los estimo, pero si pienso en fiestas se me ocurren mejores acompañantes. Estos tipos toman como desquiciados y yo, para ser realista, no quiero terminar con la playera manchada de vómitos ajenos. Cosa que, chingado, de seguro iba a suceder.
Nos subimos al coche de Saúl y nos dirigimos a la fiesta. Yo nunca supe qué se festejaba. No era 15 de septiembre, ni 2 de noviembre, ni fin de cursos, así que supuse que era el cumpleaños de alguien. Con decirte que me fuí de la chingada fiesta y no pude comprobar mi teoría. Antes de llegar, Octavio le comentó a Saúl que seguramente habría montones de hermosas mujeres por cortejar, y que mejor se fuera preparando para galanear. A mí no me dijeron nada sencillamente porque yo ya tengo novia, y eso es como llevar un brazalete fosforescente que te margina de las diversiones de los solteros. Ya tengo 2 años de andar con Rosa, y aunque el amor cada vez parece más ausente, como que ya nos ganó la costumbre. Antes de la fiesta estábamos un tanto distanciados, porque, según ella, la he dejado en segundo plano. Y no te voy a mentir, ella está mas cerca de la realidad de lo que cree, porque como que en el fondo no cree que yo pueda hacerla a un lado. Pero te aseguro que no ha sido nada intencional, sino que son cosas que pasan y que no se pueden controlar.
Total, llegamos al lugar y yo me había puesto un tanto triste por recordar a Rosa y a nuestro elegante distanciamiento. Pero en cuanto entramos a la fiesta (era en una casa no muy grande, típica de la clase media) me quedé estúpido. Qué te puedo decir, muchas mujeres. Mucha progesterona reunida en un solo sitio. Claro, había más hombres, pero francamente me importaron poco o nada. Sí, ya sé lo que estás pensando, no me puse a platicar con ninguna de ellas porque todavía estaba sobrio y todavía traía a Rosa clavada en el cerebro, pero en ese momento, haz de cuenta que Saúl y Octavio dejaron de parecerme mamones. Yo iba tras ellos y me iban presentando a todos los allí reunidos, y me alegré, sinceramente, por ser su acompañante. Luego, alguien me pasó por fin una cerveza y ya no paré. Me senté en un sofá y la noche me arrolló, me pasó completamente por encima.
Los recuerdos que tengo están borrosos y no tienen lógica espacio-temporal. Gradualmente se me fue la sobriedad, y es que ese estado es algo que se pierde poco a poco. No te sientas en una mesa y dices “ya estoy embriagadísimo” nada más porque los que te rodean si lo están. No, la ebriedad te la ganas a pulso. Y, para qué te miento, a mi no me gusta ponerme en un estado tan deplorable, pero es que Rosa…
Me acuerdo que se sentó una morena impresionante a mi lado y empezó a contarme su vida con un lujo de detalles que yo nunca solicité pero que me cayó como anillo al dedo, porque su vida parecía muchísimo más madreada que la mía y sinceramente me comenzó a interesar su relato. Con decirte que cuando ella comenzó a llorar, yo me conmocioné. El problema es que las suyas no eran lágrimas silenciosas, eran berridos de dolor. A la chica le dolía su novio. Yo no estaba en el estado indicado para pensar de manera sensata, pero se me ocurrió sacarla al patio para que respirara un poco de aire fresco (la sala apestaba a tabaco) y se calmara. Las miradas de la gente se me tornaron bien incómodas de repente. No estoy seguro de esto, acuérdate que yo estaba borracho.
Cuando salimos al patio, la miré detenidamente y descubrí lo que ya sabía: la chica me fascinaba. No describes a alguien como “morena impresionante” de manera gratuita ¿verdad? La chica siguió hablando de su novio y a mí la verdad me comenzaba a aburrir todo su cuentito, porque al parecer, el fulano era un hijo de la chingada y ella era masoquista en serio. Y luego, que me acuerdo de Rosa, y ahí fue cuando me dieron náuseas. No me preguntes cuanto tomé porque desconozco el dato. Gracias al malestar estomacal pude ignorar justificadamente todo el rollo de la mujer que tenía al lado, y es por eso que no pude conocer el desenlace de su historia. Y justo cuando me di cuenta de que ella ya había terminado y de que yo estaba a punto de hacerle un comentario, se me acerca y me besa. Y no fue un beso de esos que te das en la primaria con tu primera novia. No, fue un beso en serio. Casi puedo decirte que se me secó la boca. Y, bueno, uno no puede permanecer indiferente ante estas manifestaciones, y menos en el estado etílico en el que me encontraba.
Cuando terminó nuestro beso, yo me aparté de ella y me quedé viendo el suelo. Ella se puso a reír. Yo me reí también. Estábamos ebrios ¿ok? La que no estaba ebria era mi cuñada, que me tomó por la espalda, me puso frente a ella y me dio la cachetada más dolorosa, espantosa y merecida que jamás me habían dado en mi triste y simplona vida. El sonido que provocó fue tal que hizo que todos los que estaban en el patio voltearan a verme. Y ahí mi cuñada se transformó en Satanás. En serio. Vociferaba y me pegaba y me gritaba y hacía un chingo de ademanes que gracias al cielo no recuerdo con claridad. Pero en cuanto mencionó a Rosa se me cortó la borrachera. Ahí fue cuando me di cuenta de mis actos. Y es que a mi cuñada no le servía el pretexto de que yo estaba borrachísimo. No, para ella simplemente valía el hecho de que yo le había puesto el cuerno a su hermana y ya.
Todos empezaron a murmurar y yo me metí a la casa arrojado por el instinto y un dejo de vergüenza. Pero lo que más me molestaba era la culpa. La morena impresionante se sintió un poco mal también porque jamás me dejó explicarle que yo ya tenía novia, pero a ella nadie le dijo nada. En ese instante me puse a buscar a Saúl y a Octavio, como un infante de 3 años buscando a papá y mamá en un centro comercial de 4 pisos de esos que te impresionan solamente por el ruido que hacen. Menos mal que mis colegas ya me estaban buscando a mí. Y lo mejor de todo es que estaban todavía portando una sobriedad increíble. Jaque mate al desconfiado, sus amiguitos borrachos estaban más sobrios que un monje.
Nos subimos al coche y, para no hacerte el cuento largo, me solté a llorar como un recién nacido. Entre mis lloriqueos, alcancé a escuchar la plática de mis “conductores designados”. Decían que me iban a dejar en mi casa y se iban a regresar. Bueno, chingado ¿Yo qué derecho tengo a arruinarles la fiesta? Después le di un buen golpe a Octavio y me bajaron en plena calle. Ahí es cuando te llevas ambas manos a la cabeza y exclamas: estoy jodido. ¿Te acuerdas que te dije que todo había sido a escondidas? Pues mira que mi cuñada si es bien oportuna.
Cuando llego a mi casa, reviso mi celular y me encuentro con el chingado juicio final: 3 llamadas perdidas de Rosa, y una llamada en proceso…