miércoles, 15 de julio de 2009

La Pared Gris


Las oraciones se pierden como insectos en la neblina, densa, húmeda, insufrible. Forman un ejército de palabras uniformes, ordenadas, vacías, pero bien intencionadas. La gente que las recita luce triste, acongojada, testigos monótonos de la misericordia de Dios. Una de sus hijas está por llegar a su regazo, y las oraciones no hacen más que elevarla con mayor rapidez hacia su presencia. Pero ahí, en ese cuarto de paredes verdes y miradas expectantes, no existe la misericordia. Todos observan el ataúd que está al centro del cuarto, y los recién llegados ponen gestos que evidencian una profunda lamentación por la difunta y por los familiares de ésta. Las cuentas del rosario se escabullen entre los dedos de una voluntaria, y la gente observa el paso del tiempo, representado de forma eficaz por un sencillo reloj de pared que ya vivió mejores épocas. Las sillas son incómodas, y la gente lo hace evidente al cambiar de postura una y otra vez. Los ancianos presentes se cubren con un pañuelo cada que tosen, las mujeres se limitan a observar. Los niños se aburren rápidamente, algunos ignoran el motivo de su presencia en tan lúgubre habitación, llena de personas conocidas, pero atoradas en un trance de tristeza. Allá afuera, la calle es infinita, dueña de una negrura majestuosa. Hay una enorme pared gris que se extiende a lo largo de la acera de enfrente, como invitando a los allí reunidos a caminar bajo su protección. Un poco adelante, del lado derecho, la pared se pierde y dobla hacia las más enigmáticas penumbras. Las oraciones no cesan.

No pasan muchos vehículos por la calle de enfrente. Este hecho permite la contemplación plena de la hermosa pared gris, que recibe un tono amarillento debido a la tenue iluminación de un poste de luz solitario. Adentro de la habitación, la gente está, pero dista mucho de ser. Todos han sido arrastrados por una poderosa corriente de rezos repetitivos y presurosos. Las caras largas no se modifican, parecen estar hechas de cera. Los labios apenas y se separan, la lengua nunca hace acto de presencia. El rezo se convierte en un acto gutural, en murmullos que empeoran la gruesa atmósfera del lugar. Los débiles de corazón rompen en llanto, lágrimas silenciosas pero evidentes salen una a una de los párpados de una sincera Magdalena. Entre la multitud se escucha una frase de manera insistente, pronunciada con la misma delicadeza con la que se arrulla a un niño en la madrugada:

-Ya, ya, ella ya está en un mejor lugar.

La noche es calurosa. El calor es húmedo y nefasto, agravado por las nubes de mosquitos que ya se acercan despiadadamente. Algunos asistentes creen que es sensato retirarse, hacen una fila para despedirse de la familia de la difunta, y salen uno a uno con la cabeza gacha y el pensamiento hundido. Los niños observan y son ajenos a lo que sucede, en su mente se desarrollan juegos, bromas, pláticas ajenas a la atmósfera apagada de la habitación. Una vecina ha tomado una iniciativa admirable. Sólo por hoy, tamales y atole gratis para todos los asistentes. Los que ya se iban se detienen en la acera y hacen una fila, ahora para degustar un manjar que, aunque no se antoja demasiado, por aquello del calor y la humedad, sigue siendo una gratuita bendición. Al fin, la misericordia apareció. La gente sigue llegando, otros ya se van con el estómago satisfecho, pero con residuos de una consternación notable. Las oraciones permanecen en sus oídos y se repiten como un eco insistente e incómodo.

El barrio luce diferente, hay pocas luces encendidas y pocas ventanas abiertas. En el aire se respira la pesadez y la nostalgia. Los niños caminan de la mano de sus padres, otros se alejan en grupos. Un automóvil pasa junto a un grupo de personas, y la luz permite distinguir sus rostros. Algunos van, otros vienen. Allá, en la acera de enfrente, la pared gris tiene un visitante. Un familiar de la difunta, joven, solitario, se aleja del lugar con una cantidad infumable de reflexiones y recuerdos. La pared gris lo cobija y le ayuda a consolarse, brindandole una sensación de protección maternal casi auténtica. El joven se aleja. La vecina sigue repartiendo alimentos.

Las oraciones no se detienen nunca, su letanía parece no tener final. Allá, cruzando la calle, la pared gris espera paciente…

4 comentarios:

Tucker dijo...

Ke gay, si estaba leyendo tu blog pero estaba largo, jooooooto.

Ke puto es el comu.

Son bien tristes los velorios por eso no voy, cuando sea el mio pedire ke haya hamburguesas y pasteles, asi sera divertido. un beso bye.

Miss Vintage dijo...

eso está tan genial
ya eres todo un escritor.. pro!!!
felicidades amigo..
espero la copia de tu primer libro
ehhh.. y ya serás todo un universitario
te irá bien.. eres bien requete ñoño (inteligente jajajaja)
verás que sí ánimooooooooooo!!

Andrea dijo...

hola!!

me gustó mucho tu blog, escribes muy bien.

Vi que eres un caminante de callejones jeje, y admirador de los paisajes. Es de mis cosas favoritas, puedo pasar horas caminando por la calle, es como ver obras de teatro.. es todo un espectáculo visual. Por eso estoy estudiando urbanismo y medio ambiente jeje...

En fin, casi nunca salgo a caminar por la calle sin audifonos, cuando pones música todo se ve diferente! la gente, los carros, los árboles, todo se mueve al ritmo de la música.

Te paso un blog de música que apenas empecé: www.volandoconmusica.blogspot.com

saludos...

Rodolfo Escobar dijo...

A veces cuando paso cerca de un velorio, sobretodo en una calle estrecha del centro de algún poblado, siento hasta como si arrastrara esa atmósfera de pesadez conforme voy caminando. La verdad no me gustaría que me hicieran uno. Como dice el texto, los repetitivos rezos empeoran más la situación.

Saludos