miércoles, 29 de julio de 2009
Lamento! Ojalá hubiera pasado algo
Entre las calles de siempre
hay un fantasma eternizado
la memoria de un amor que está perdido
en los labios que nunca se cruzaron
Entre las horas de siempre
hay una espera sin sentido
el recuerdo de un amor que se ha encerrado
en los ojos que nunca te borraron
Entre las letras de siempre
hay un coraje emancipado
la quimera del amor que está anegado
en las manos que nunca te tocaron
Entre los muros de siempre
hay una sangre acalambrada
la fantasía del amor que fue imposible
en las venas que siempre te anhelaron
martes, 21 de julio de 2009
El Muro de la calle P.
Pasa la tarde, camino apresurado por la calle A. El sol cae encima de mí con una pesadez equivalente a una, dos, tres ballenas preñadas. No hay piedad en la calle, las sombras no existen, me siento desprotegido, ¡este no es mi hábitat natural! (siempre había querido iniciar un relato de esta manera, aunque me temo que este párrafo terminará siendo muy ajeno al resto del texto. Continúo)
La calle A. es tranquila y armoniosa. Los colores de las fachadas lucen una tonalidad especial, una que irradia calidez y plenitud, a pesar de que algunas de ellas siguen en pie de puro milagro. La gente se ve animada y en su efusividad se limitan a ignorarme. Desde que tengo el cabello corto, mi presencia es tan irrelevante que hasta me siento fantasma. Eso me da la invaluable oportunidad de observar una cantidad lujosa de detalles sin ser tomado en cuenta. Los únicos que me hacen caso son los perros, con quienes tengo pleito casado desde que uno de ellos casi me deja sin dedo índice en mi mano izquierda. Tenía 7 años.
Los perros me resultan inverosímiles ahora y trato de evitarlos a toda costa. Yo sigo caminando, elijo el camino “incorrecto”, que me llevará a un lugar que a nadie más le resulta importante, especial o notable (esto debe ser tomado como una suposición y no como una egoísta afirmación). Voy sorteando docenas de perros y sus respectivas cacas, así como alguno que otro cancel que obstruye el paso de la acera, gracias a un negligente (el dueño de la casa con cancel) que cree que en esta parte de la ciudad los transeúntes no existimos. Esto refuerza la idea de que soy irrelevante en estos paisajes. Voy cruzando aceras, evitando canes y cerrando canceles porque no tengo nada en que pensar, nadie a quien dedicarle un pensamiento, nadie a quien escribirle versos previamente reflexionados y firmados en plenitud de mente y corazón. Paso a paso llego a mi destino, que es igual de prescindible que yo.
(En determinado punto del trayecto me metí a un terreno baldío y pisé una serpiente. Este hecho en particular no tiene nada que ver con la anécdota que estoy narrando, pero al momento de recordarlo me pareció buena idea mencionarlo. Continúo)
Uno que otro automóvil pasaba a mi lado. Sus pasajeros me miraban con una genuina curiosidad, y con la felicidad de quien no tiene que recorrer esos trayectos ascendentes a pie (en este punto estaba ya subiendo un cerro) ni por necesidad ni por gusto. Si yo tuviera que hacer una confesión justo ahora, diría que estaba subiendo ese cerro, soportando miradas ocasionales, rayos solares insufribles, serpientes, perros, cacas y canceles nadamás por simple y llano gusto, mundano placer, barato entretenimiento. No tenía intenciones siquiera de tomar fotografías. Esta vez sentía que lo único que realmente me provocaría alegría era subirme a ese cerro y observar con perplejidad infantil al muro que rodea al residencial Alcaldes.
Me senté en una piedra común y corriente y me dispuse a contemplar las formas del citado muro. Es de color gris, y está lleno de unos arcos bastante singulares. En algunos de ellos hay espacios que contienen bugambilias, en otros no hay más que basura. Desde donde estaba sentado, podía bajar por la misma calle que usé para subir, ir hacia el noroeste y perderme en el recorrido de otros cerros deshabitados, caminar hacia el oeste y llegar a una colonia que en realidad nadie quiere conocer, ir al este y estrellarme contra el muro, o ir al sur y llegar por fin a mi hogar.
Decidí caminar por el sureste, que no mencioné nunca. Siguiendo el recorrido ondulante de la calle P. que pasa junto al muro (el sureste inmediato terminó por llevarme allí) recité una y otra vez mis faltas y preocupaciones. Murmuré una letanía que sinceramente me es difícil recordar, y sólo llegan a mi mente unas cuantas imágenes aisladas de personas, objetos y situaciones que ahora dudo que hallan estado allí en realidad. Incluso puedo afirmar que el cielo se nubló ligeramente durante mi recorrido de la calle P. siendo que hasta antes de llegar allí había estado disfrutando (esta afirmacion es cuestionable) de las bendiciones del Señor Sol Astro Rey. Aunque como ya mencioné, he olvidado muchas cosas de la letanía que fui rezando durante mi caminata por P. Street, sí puedo recordar que no mencioné el nombre de nadie, de ninguna persona en especial o de algun momento triste. La calle sí que era triste, contraria a la calle A. que fue donde inicié mi trayecto. ¿Cómo fue que en cuanto llegué al muro de los lamentos, el ambiente se transformó tan drásticamente?
Bueno, hasta hace unos párrafos atrás simplemente lo llamaba muro. Después de que me percaté de la misteriosa atmósfera que lo rodeaba, y de que mi letanía estuvo compuesta casi en su totalidad por lamentos (recordemos que de esto no estoy muy seguro aún) decidí bautizarlo así, como el muro de los lamentos.
(El muro terminó por llevarme a la calle J., que es descendente y cuya inclinación es hasta cierto punto peligrosa. La calle J. se cruza en determinado punto con la calle A. Cuando terminé de bajar por la calle J. y giré a la derecha para caminar por la calle A. me encontré a un viejo conocido. La conversación que sostuve con dicha persona fue tan superficial que llegué a la puerta de mi casa, que se ubica en la calle E. y que termina precisamente en un baldío de la calle A., con una sonrisa espléndida. No fue sino hasta que llegó la noche cuando me sentí con el humor suficiente como para suspirar, preso del nostálgico recuerdo de aquel muro de los lamentos, mismo que desde aquella tarde no he vuelto a visitar jamás.)
Datos geográficos irrelevantes:
Cuando comenzé mi relato, mencioné que iba caminando por la calle A. Si hubiese seguido caminando por la calle A. en línea recta sin detenerme, habrían bastado apenas 5 cuadras para toparme con la esquina de E. y A. que es donde se ubica mi casa. Sin embargo, en determinado punto de la calle A. di vuelta a la derecha (donde se encuentra el seminario) y caminé por la calle H. Viré hacia la izquierda, di unos pasos en una pequeña curva y luego me fui a la derecha, por una calle cuyo nombre no recuerdo pero que por ahora bautizaré como L. Ahí en L. me encontré con los perros, las cacas y los canceles abiertos, y para mi desgracia, ese martirio se habría de prolongar a menos de que hiciera algo para evitarlo. La primera cuadra la caminé por el lado de las residencias, y antes de pasar a la otra cuadra, decidí que ya había estado bueno de perros, cacas y canceles abiertos y que lo mejor era cruzarme al terreno baldío, que contenía una serpiente (quizás muchas, pero afortunadamente sólo encontré una). La pisé (fue un accidente) y seguí caminando, sorteando montones de basura y plantas que en su momento creí venenosas hasta toparme con la calle que sube hasta la roca donde contemplé el muro. Es necesario (en realidad no lo es) mencionar que el terreno baldío colinda con un sector del muro que está bastante jodido. Esta observación puede ser despectiva, y es que a pesar de que en mi mente se desarrollaban pensamientos que no eran muy gratos del todo, aún soy capaz de discernir entre lo que es bello y lo que está escandalosamente madreado.
domingo, 19 de julio de 2009
Conversación de Adorno
Dicho esto, algo atrajo su atención. Ella, la chica, se escabulló entre el mar de gente que, como él, espera el camión correcto. Su paso es apresurado, mirando siempre hacia adelante, hacia arriba, a pesar de su corta estatura. Él volteó a verla, haciendo una maniobra con la cual empujó con la mochila a un niño que estaba detrás. Ella se acerca rápidamente. Los camiones pasan uno a uno, el lugar se convierte en una corriente de seres atarantados que no saben si vienen o van, si esperan o se desesperan.
>>Ahí viene. ¿Debo hacer algo? ¿La saludo? ¿Le llamo por su nombre? ¡No! Nunca hemos entablado una plática, ni siquiera de adorno, así que no serviría de mucho hablarle ahora. De seguro no se sabe ni mi nombre...
La chica se detuvo unos pasos después de haberlo visto. Él disimuló e hizo como que no la vió. Ella sintió curiosidad.
-Hey, ¡Víctor!
>>No, no soy yo, debe ser otro Víctor.
-Oye, te llamas Víctor, ¿Verdad?
-S-sí, y tu eres... A-Ad...
-¡Adriana! jeje, sí. Te reconocí, y te saludé porque hoy no pude hacerlo en la escuela.
>>Esto no me está pasando.
-Sí, yo tampoco pude hacerlo, pero... -Víctor se detuvo, Adriana volteó a ver uno de los camiones-
-¿Cual ruta era?- preguntó ella.
- La ruta 15, creo que tendré que caminar, el siguiente tarda media hora en llegar, y no lo quiero esperar. -exclamó Víctor, resignado.
-Ahh! Bueno, yo tampoco quiero esperar. ¿Nos vamos?
miércoles, 15 de julio de 2009
La Pared Gris
Las oraciones se pierden como insectos en la neblina, densa, húmeda, insufrible. Forman un ejército de palabras uniformes, ordenadas, vacías, pero bien intencionadas. La gente que las recita luce triste, acongojada, testigos monótonos de la misericordia de Dios. Una de sus hijas está por llegar a su regazo, y las oraciones no hacen más que elevarla con mayor rapidez hacia su presencia. Pero ahí, en ese cuarto de paredes verdes y miradas expectantes, no existe la misericordia. Todos observan el ataúd que está al centro del cuarto, y los recién llegados ponen gestos que evidencian una profunda lamentación por la difunta y por los familiares de ésta. Las cuentas del rosario se escabullen entre los dedos de una voluntaria, y la gente observa el paso del tiempo, representado de forma eficaz por un sencillo reloj de pared que ya vivió mejores épocas. Las sillas son incómodas, y la gente lo hace evidente al cambiar de postura una y otra vez. Los ancianos presentes se cubren con un pañuelo cada que tosen, las mujeres se limitan a observar. Los niños se aburren rápidamente, algunos ignoran el motivo de su presencia en tan lúgubre habitación, llena de personas conocidas, pero atoradas en un trance de tristeza. Allá afuera, la calle es infinita, dueña de una negrura majestuosa. Hay una enorme pared gris que se extiende a lo largo de la acera de enfrente, como invitando a los allí reunidos a caminar bajo su protección. Un poco adelante, del lado derecho, la pared se pierde y dobla hacia las más enigmáticas penumbras. Las oraciones no cesan.
No pasan muchos vehículos por la calle de enfrente. Este hecho permite la contemplación plena de la hermosa pared gris, que recibe un tono amarillento debido a la tenue iluminación de un poste de luz solitario. Adentro de la habitación, la gente está, pero dista mucho de ser. Todos han sido arrastrados por una poderosa corriente de rezos repetitivos y presurosos. Las caras largas no se modifican, parecen estar hechas de cera. Los labios apenas y se separan, la lengua nunca hace acto de presencia. El rezo se convierte en un acto gutural, en murmullos que empeoran la gruesa atmósfera del lugar. Los débiles de corazón rompen en llanto, lágrimas silenciosas pero evidentes salen una a una de los párpados de una sincera Magdalena. Entre la multitud se escucha una frase de manera insistente, pronunciada con la misma delicadeza con la que se arrulla a un niño en la madrugada:
-Ya, ya, ella ya está en un mejor lugar.
La noche es calurosa. El calor es húmedo y nefasto, agravado por las nubes de mosquitos que ya se acercan despiadadamente. Algunos asistentes creen que es sensato retirarse, hacen una fila para despedirse de la familia de la difunta, y salen uno a uno con la cabeza gacha y el pensamiento hundido. Los niños observan y son ajenos a lo que sucede, en su mente se desarrollan juegos, bromas, pláticas ajenas a la atmósfera apagada de la habitación. Una vecina ha tomado una iniciativa admirable. Sólo por hoy, tamales y atole gratis para todos los asistentes. Los que ya se iban se detienen en la acera y hacen una fila, ahora para degustar un manjar que, aunque no se antoja demasiado, por aquello del calor y la humedad, sigue siendo una gratuita bendición. Al fin, la misericordia apareció. La gente sigue llegando, otros ya se van con el estómago satisfecho, pero con residuos de una consternación notable. Las oraciones permanecen en sus oídos y se repiten como un eco insistente e incómodo.
El barrio luce diferente, hay pocas luces encendidas y pocas ventanas abiertas. En el aire se respira la pesadez y la nostalgia. Los niños caminan de la mano de sus padres, otros se alejan en grupos. Un automóvil pasa junto a un grupo de personas, y la luz permite distinguir sus rostros. Algunos van, otros vienen. Allá, en la acera de enfrente, la pared gris tiene un visitante. Un familiar de la difunta, joven, solitario, se aleja del lugar con una cantidad infumable de reflexiones y recuerdos. La pared gris lo cobija y le ayuda a consolarse, brindandole una sensación de protección maternal casi auténtica. El joven se aleja. La vecina sigue repartiendo alimentos.
Las oraciones no se detienen nunca, su letanía parece no tener final. Allá, cruzando la calle, la pared gris espera paciente…
sábado, 11 de julio de 2009
Aún no me sé su nombre
Clarissa me acaba de pedir el divorcio hace media hora. Lo hizo antes de salir con sus amigas, de tal forma que me quedé yo solo en el departamento, solo y hambriento, ya que han pasado unas 3 semanas desde la última vez que Clarissa se dispuso a preparar algo de cenar.
Últimamente ha sido así de fría y desapegada, cosa que he podido notar a la hora de dormir, cuando su sola presencia convierte la tibieza del colchón en una sucursal barata del refrigerador. Además, claro está, que hace mucho tiempo que la cama no sirve más que para dormir.
Haciendo gala de su frialdad inmisericorde, me pidió el divorcio de forma simplona y monótona, sin necesidad de levantar siquiera el volumen de su voz. Así, me puse a jugar su juego y le dije "está bien", mientras me hacía el distraído, falsamente absorto en la contemplación de mi plato de cereal. Tampoco fue capaz de insultarme, puesto que eso implica enojarse, y me siento miserable al admitir que tampoco pude arrebatarle eso, un femenino y coqueto arranque de enojo.
Ella dice que no es feliz. Yo tampoco soy feliz teniendo un adorno gélido e indiferente como esposa, pero la verdad es que nunca me he atrevido a expresarle eso a nadie porque francamente no tiene sentido hacerlo. Víctima temerosa de mis propios silencios, sucumbí ante la mediocridad de nuestra vida sentimental, misma que iba incrementandose en volumen y densidad con el correr de los días, al grado de que, de repente, había una barrera inmensa pero invisible que me impedía siquiera preguntarle un "¿cómo estas?" sin recibir a cambio unos tibios y evidentes puntos suspensivos.
Ignoro a qué horas volverá, si es que llega a hacerlo, pero por si las dudas, preparé todo para dormir en la sala de televisión, único lugar del departamento que puedo decir que es mío sin temor a que alguien diga lo contrario. Me traje unas sábanas, un vaso de jugo de naranja, y esta libreta, en la cual estoy escribiendo justo ahora. A ella le dejé libre la habitación para que pueda hacer con ella lo que se le dé su gana cuando llegue, si es que se digna en regresar. Supongo que ahora voy a ver la televisión un rato y voy a pretender que, por el tono de su voz, Clarissa no dijo nada interesante.
Lo único que me puede quitar el sueño en este momento es ese par de mosquitos que acechan el sofá, tal como lo haría un par de delincuentes rodeando un automovil de lujo en un barrio abandonado. Yo para nada soy equiparable a un automóvil de lujo, aunque la soledad, que repentinamente hizo acto de presencia, me hace pensar que estoy sentado en la banca de un parque sucio, anclado en un barrio abandonado.
Apagaré las luces, prenderé la televisión.
Viernes, 16 de Octubre.
Clarissa no llegó a dormir aquella noche y eso me provoca sentimientos encontrados. Luego me enteré, por medio de personas cuyo nombre no creo necesario mencionar, que había pasado la noche en casa de una amiga suya, Laura, quien es una solterona empedernida, y quien seguramente le llenó la mente a Clarissa con discursos feministas que terminaron por hacerle ver que nuestro matrimonio era un ridículo acuerdo sin sentido.
Hoy, saliendo de la oficina, me dí un rato para caminar por el centro comercial y comprar algunas cosas que no necesito, pero que sin duda me harán algún bien. Uno a uno, los empleados de la tienda departamental desfilaban hacía mí, viles depredadores, uniformados todos con la malicia suficiente como para convencerme de que era indispensable que yo contara con una nueva chaqueta, un lujoso par de zapatos relucientes, y una bufanda que nunca usaré. Pararme frente a la caja me producía cierta felicidad, como la que siente uno cuando es niño y junta los regalos que yacen debajo del árbol de navidad y su celosa vigilancia.
El ritual de depositar mi tarjeta en manos del empleado en turno, previa conversacion pulcra y llena de comentarios vacíos pero muy educados, acrecentaba esa dichosa alegría. Antes de salir de la tienda, me detuvo una empleada, que al parecer fue puesta allí por el mismísimo Creador con el simple y sano fin de hacerme estremecer: me entregó un papelito perfumado con la fragancia preferida de Clarissa. Allí se esfumó mi felicidad, entera, efímera, consumista.
Llegué al departamento y ahí estaba Clarissa, vestida con su ropa de dormir, mirando fijamente la pantalla del televisor, evadiendo mi saludo y, por ende, mi presencia en sí. Puse las cosas en la habitación y me preparé la cena, que consistía básicamente en otro plato de cereal. Mientras eso pasaba, Clarissa me comentaba que ya había conversado con un abogado, que le había comentado de nuestra agonizante unión marital, y también me pidió de favor que contratara lo más pronto posible a un hombre de leyes, para así poder dar burocrática sepultura a nuestro joven matrimonio de tan sólo un año, cumplido apenas este Lunes, día de la raza. Yo le dije que sí a todo lo que me comentaba, y cerré nuestra diplomática conversación con un "buenas noches, dormiré en la salita de tele". Sentía un nudo en la garganta tan grande que pensé que se podía disolver con el enjuage bucal, pero me equivoqué.
Apagaré las luces, prenderé la televisión, y trataré de matar a ese par de mosquitos, hijitos de la chingada.
Sábado, 17 de Octubre.
Me acaba de despertar Clarissa, sollozante, con una pregunta:
-¿No te duele que nos esté pasando esto?.
-Puede ser, ¿y a tí?- respondí.
-Sí, mucho.
Cerró la puerta y se fue a la habitación, donde estuvo llorando un buen rato hasta que se quedó dormida. Sus ronquidos me hicieron pensar que ya era hora de que yo también tratara de conciliar el sueño, y de que a mi también me dolía, y mucho.
Lunes, 19 de Octubre
"Carlos, el departamento es tuyo, los muebles no tanto", me dijo Fernando, amigo mío, ahora en el papel de abogado fiel y consejero pre-apocalíptico. "Voy a ver qué se puede hacer con respecto al mobiliario, pero no te aseguro nada", dijo con un gesto de preocupación. Luego yo pagué la cuenta y me trajo al departamento, que es mío, que sería mío después del divorcio, y en el cual se encontraba una mujer llorosa, pidiendole compasión a la almohada.
Apagaré las luces, prenderé la televisión, trataré de matar a otro par de mosquitos que están relevando a los que asesiné hace días, y procuraré tener suficiente jugo de naranja en mi vaso.
Jueves, 22 de Octubre.
Clarissa ya hizo sus maletas y se la pasó toda la tarde hablando por teléfono con un tal Jorge. Me da gusto que ya tenga asilo, y que ese tal Jorge haya evitado que la tarde se convirtiera en otro már de lágrimas de parte de Clarissa. Dice que no necesita ningunos muebles, excepto unos adornos que yo siempre consideré simplones. Ahora que la habitación está así, libre de cosas de mujer, es cuando me da cierta tristeza. Cambié la televisión del dormitorio por la de la salita porque esta ultima es más grande. Había pensado dormir por siempre y para siempre en la salita de tele, porque me había alojado en los momentos más inexplicables de mi miserable divorcio, pero luego recordé que el colchón era demasiado caro como para desperdiciarlo por el simple temor a ser presa del recuerdo de la presencia de mi agridulce Clarissa bajo sus sábanas.
Terminé moviendo, de alguna manera, el sofá de la salita de tele a mi habitación.
Sábado, 24 de Octubre, día posterior a mi cumpleaños.
Ayer vinieron Fernando y otros dos amigos con la firme intención de llevarme al bar a festejar que había yo cumplido un año más de existencia en este mundo. Lo lograron, y sólo recuerdo que tomé mucho. Hoy desperté, me levanté de la cama y vomité. Dos veces. Bajé a la farmacia, obligado por el hambre y el malestar, a comprar un par de objetos que pudieran ayudarme. Cuando entré, noté que había una nueva empleada en la farmacia, y creo que ella notó, o más bien adivinó mi estado y supo exactamente qué darme.
-Quédese con el cambio- le dije cortésmente.
-¡Menos mal! -exclamó ella- es usted el primer cliente del día y por eso no tengo cambio qué darle.
Sonreímos. Creo que estoy enamorado.
Aún así no puedo dejar de pensar en Clarissa. Durante toda la tarde traté de recordar qué era lo que me había hecho caer en sus redes, o que provocó que ella cayera en las mías. ¿Porqué una mujer tan helada me había cautivado tanto? Me era difícil recordar a Clarissa, la novia, ensombrecida por la imagen de Clarissa, la esposa. Ahora que estoy aquí solo, sentado en este sofá como un psicólogo sin clientes, o como un sacerdote esperando a un parroquiano que necesite por sobre todas las cosas confesar sus pecados carnales, es cuando más extraño la indiferente seriedad de Clarissa.
Apagaré las luces, prenderé la televisión, trataré de matar a una mosca ingrata que habita en lo más recóndito de mi habitación, y procuraré tener suficiente jugo de naranja en mi vaso. El Lunes compraré más.
Lunes, 26 de Octubre.
Clarissa me mandó un correo electrónico con una animación de un gatito que apagaba las velas de un pastel. Abajo de la imagen brillaba la leyenda "felicidades". Me impresionó que una mujer tan distante como ella se atreviera a enviarme un detalle aparentemente optimista, contrario a su personalidad, o por lo menos a la que yo llegué a conocer durante nuestro matrimonio. Después comprendí que Clarissa era una mujer diferente, cuando la ví sonriente, infantil y graciosa de la mano de quien supongo era Jorge, en el centro comercial. Ojalá que, por el bien de Jorge, Clarissa siga siendo así durante su matrimonio, que sospecho que no tarda en inaugurarse.
Hoy fui a la farmacia a comprar jugo de naranja, y la chica aceptó mi invitación a cenar.
Aún no me sé su nombre, aún no me lo sé.
sábado, 4 de julio de 2009
Cebolla
La calle, eterna, oscura como el pelaje de un rottweiler, parece un recorrido un tanto tétrico. Pero por ahí se dice que lo importante es estar acompañado, no importa en donde. Si se ve con ese cristal, la acera era el lugar más romantico del mundo, una especie de París en miniatura situado en plena capital del espíritu provinciano. El helado aire que se escurría por entre sus piernas le recordaba a la chica una y otra vez lo fatal que resulta usar faldas en esa época del año, a esa hora de la noche.
A su príncipe se le iluminaron los ojos al ver la señal inequívoca de que la felicidad estaba por llegar: La luz del puesto de tacos estaba encendida, y lo mejor de todo es que ya no tendrían que sufrir más por el frío, puesto que había un local acondicionado exclusivamente para que los clientes pudieran evitar las inclemencias del desconsiderado invierno. Así, previo ritual de caballerosidad (dejar que la dama entre primero para después invitarla a tomar asiento) la pareja se dispuso a degustar uno, dos, tres, cuatro tacos de bisteck, buche, chorizo y lengua, entre otras exquisiteces culinarias del mundo taquero.
La televisión del local está estancada en un nefasto programa de concursos, y para el príncipe azul es mucho más placentero ver a su princesa degustando un platillo tan urbano como lo es un taco, que mirar cómo los participantes del citado programa son incapaces de diferenciar la revolución de la independencia. La señorita pide una porción de cebolla asada y su amante aprueba la decisión. Sabe que, en caso de haber un apasionado beso frente a la casa de su querida doncella, ninguno se quejará del mal aliento del otro. Esta especie de complicidad sobreentendida le dió al muchacho la confianza suficiente como para pedir una quesadilla con carne y atiborrarla del finísimo sabor que sólo la cebolla asada puede otorgar.
A la hora de pagar la cuenta, el ademán es predecible. Príncipe Azul se levanta de su silla, desenvaina su billetera y hace entrega de un billete de 100 pesos al mesero. La chica luce impresionada, si bien un tanto aliviada de saberse excenta de colaborar monetariamente. El joven caballero deja su propina en la mesa, que quedó con trozos de cebolla y cilantro esparcidos por toda su superficie, y con montones de servilletas que se quedaron impregnadas no sólo de la salsa roja que aderezó los tacos, sino también del sabor de los labios que pronto habrían de cruzarse.
Salieron del local, y otra vez se adentraron en esa negrura atenuada cobardemente por un poste solitario. A media acera, el príncipe azul toma a su chica de la cintura, interrumpe un dialogo intrascendente y le planta un beso de aquellos.
-Oye...- dice la princesa, entre risas- sabes a cebolla...